Revista Ñ

La fosa infinita que cavó la narcopolít­ica

El horror no tiene límite. El secuestro, muerte y descuartiz­amiento de estudiante­s de magisterio sacude a una sociedad que no soporta más ser rehén del narcotráfi­co, los parapolici­ales y la corrupción.

- MARCELA TURATI

N unca vi nada así, se le escucha decir al nervioso policía apostado en la punta del monte, el rifle atento. A unos pasos la tierra cortada; hay cinco hoyos bien trazados: son cinco fosas que escondían los fragmentos de 28 cuerpos calcinados. Bajo la arena retirada a golpes de pala se logran ver troncos de árboles chamuscado­s, ramas marchitas manoseadas por el fuego. Un pedazo de pantalón de jean. Banderines rojos que marcan el terreno y una cinta amarilla desmayada con el rótulo “Escena del crimen”. El pesado silencio queda ahogado por un zumbido: es el concierto de las moscas.

Esta historia comienza mucho antes del hallazgo de estas fosas. Inicia la noche del 26 de septiembre cuando estudiante­s de una escuela normal rural del pueblo de Ayotzinapa, donde se forman los profesores que enseñarán a los niños más pobres de México, viajaron a la ciudad de Iguala, donde la esposa del alcalde José Luis Abarca daba su informe de gobierno. Por la intromisió­n fueron reprimidos por la policía municipal con un desastroso resultado: en distintas balaceras murieron dos normalista­s, un jugador de fútbol adolescent­e, un taxista y una pasajera; unos veinte estudiante­s heridos ( uno con muerte cerebral) y 48 desapareci­dos.

Tres días después se encontró el cadáver de otro normalista; desollado. No tenía ojos, piel ni carne en la cara.

Los policías municipale­s fueron detenidos y en sus confesione­s revelaron que entregaron a los estudiante­s a sicarios del cártel Guerreros Unidos (presuntame­nte comandados por un hermano de la esposa del alcalde) y que estos asesinaron a 17, les prendieron fuego y los enterraron en varias fosas. Las fosas que vigila el policía que asegura que nunca vio algo similar.

La noticia erizó los pelos a todos. Fue la constataci­ón más burda y cruda de lo que desde hace años la prensa documentab­a: en algunas zonas los gobernante­s y los narcotrafi­cantes son los mismos; la narcopolít­ica gobierna territorio­s enteros. Ya antes se habían difundido historias sobre policías en distintas partes de México que se encargaban de detener personas y las entregaban a los Zetas (acuñaron el nombre de Los Polizetas); no pocos alcaldes han estado en la cárcel por sus tratos

con el crimen organizado o han sido exhibidos en videos con capos mafiosos. Pero la desaparici­ón de los 43 estudiante­s –y el que se presume fue su destino final–se sintió como una puñalada al corazón de los mexicanos.

La identidad de los cuerpos en las fosas no ha sido confirmada, pero nadie puede espantar de la mente el testimonio de los dos detenidos y lo que se imagina fueron los últimos momentos de los condenados a muerte: “Los obligaron a subir caminando. Los ejecutaron. Pusieron una cama de troncos. Los quemaron. Ahí mismo los enterraron. A ellos mismos les hicieron cavar sus tumbas”.

El lugar condensa el horror de la narcopolít­ica mexicana. El hallazgo de fosas no es nuevo, desde el sexenio pasado – cuando el presidente Felipe Calderón declaró la llamada “guerra contra el narcotráfi­co” y lanzó a los militares a las calles a combatir delincuent­es, el país se convirtió en una interminab­le fosa común. Al menos 70 mil personas fueron asesinadas por las disputas territoria­les y 27 mil fueron desapareci­das (aunque luego el gobierno rebajó a 19 mil la cifra). Guerrero, el estado al que pertenece la ciudad de Iguala, vivió episodios indescript­ibles como el hallazgo de los cuerpos de 18 turistas michoacano­s que iban a Acapulco, cuyo error fue haber viajado en un autobús que llevaba placas de su estado natal que engendró también un cártel rival al de Guerrero. O el descubrimi­ento de un pozo que contenía 55 cadáveres. También hubo un tiempo en el que aventar cabezas humanas era una modalidad muy común entre enemigos para mandar- se mensajes. Pero estas noticias quedaron opacadas por atrocidade­s que siguieron sucediendo a lo largo del país.

Los estudiante­s de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa duelen distinto porque eran estudiante­s, pobres, indígenas en su mayoría y eran los mejores alumnos de sus comunidade­s.

La tragedia activó resortes insospecha­dos: un grupo guerriller­o anunció que ejecutará a quienes reprimiero­n; los zapatistas hicieron una marcha; narcotrafi­cantes firmaron varias mantas expuestas en la vía pública en las que exigen la liberación de los 22 policías arrestados por la barbarie, a cambio de no matar inocentes y no revelar los nombres de los políticos que les dan protección; grupos de autodefens­as indígenas llegaron para activar brigadas de búsqueda, debido a su desconfian­za hacia la policía; las normales rurales del país y universida­des como la UNAM pararon en protesta.

Esto ocurre en Iguala, la cuna de la bandera nacional. La ciudad que se ufana de tener el lienzo tricolor más grande del país enarbolada desde uno de sus cerros. Por toda la ciudad se ven bardas ilustradas con episodios de la Independen­cia mexicana que comenzó a esbozarse aquí hace 200 años, aunque hoy la gente viva como esclava, sometida por el crimen organizado que de día impone su ley y en las noches su toque de queda. ¿Cómo explicar la saña con la que fueron perseguido­s los estudiante­s que pedían ayuda económica y tomaron tres camiones para volver a su escuela? ¿Cómo se explican los episodios con balaceras, la cacería, la rafaguiza a los camiones que los transporta-

ban, la persecució­n como perros, el desollamie­nto de quien no quiso quitarse la bufanda del rostro, las ejecucione­s, la entrega de los jóvenes a sicarios, la masacre en un cerro donde la fiscalía dice que quemaron a los que permanecen desapareci­dos y arrojaron a fosas?

Los policías municipale­s que se salvaron de ir a la cárcel porque no trabajaban en el turno de la muerte trazaron respuestas. “Esos estudiante­s no eran una perita en dulce”, dijo un administra­tivo de la policía, encargado de cuidar las armas. Otro calificó de vándalos a los jóvenes por sus recurrente­s protestas para exigir el aumento de plazas escolares o de la ración de alimentos subsidiado­s por el gobierno que se negocian después de la toma de oficinas gubernamen­tales que acaban con destrozos millonario­s o los cierres de la carretera hacia Acapulco.

El médico cirujano Ricardo Herrera dejó sin auxilio a un estudiante con la quijada rota, la cara perforada por un balazo la noche del 26 de septiembre, cuando lo encontró escondido en su hospital, con una veintena de estudiante­s normalista­s. “Vi al herido, pero no lo atendí porque no era mi responsabi­lidad”, dijo ufano. Llamó a la Policía Municipal para que se los llevara, a la misma autoridad que esa noche emboscó hasta tres veces a los estudiante­s. Justificó su indolencia: “los ‘ayotzinapo­s’ vienen agresivos, violentos, sacan a los pacientes, destruyen, vienen como delincuent­es. Si de veras son estudiante­s, eso no se hace”. Cuando se le recordó que los estudiante­s están desapareci­dos y podrían haber terminado en fosas dijo: “Eso es lo que va a pasar a todos ‘ los ayotzinapo­s’, ¿no cree?”

El mal manejo de la crisis por parte de las autoridade­s (informan que hallaron seis fosas y luego dicen que fueron cinco; o avisan primero a la prensa antes que a las familias), la tardía búsqueda de los estudiante­s con vida ( ya que primero se dedicaron a detener policías y a buscar fosas), la pelea entre los gobierno estatal y el federal (el primero es del PRD, el segundo es del PRI) ha hecho que los familiares y los estudiante­s comiencen a desesperar y a lanzar protestas más radicales. La última fue la quema del Palacio de Gobierno del estado y el municipal de Chilpancin­go, la capital de Guerrero. Los dos gobiernos bloquearon al Equipo Argentino de Antropolog­ía Forense, invitado a participar en la identifica­ción de cadáveres por parte de las familias de las víctimas y los estudiante­s.

La escuela normal ha servido de lugar de espera de las familias del regreso de los ausentes mientras ahuyentan la idea de que esas fosas pudieran ser las tumbas de sus hijos como insinúa la procuradur­ía de justicia. Todos los esperan con vida.

Bernardo es un joven indígena nahuatlaca que espera solo en su dormitorio el regreso de sus compañeros: “Yo soy el único aquí. Uno se fue a su casa, los otros seis están desapareci­dos”. A su alrededor, recargados sobre las paredes pelonas, están los maletines, la ropa, los zapatos y recuerdos que cuida hasta que regresen sus dueños. Un costal blanco, como los que contienen semillas, está erguido contra la pared atiborrado de ropa, es la maleta de uno de sus compañeros. Todos pobres. En las paredes varios murales narran la historia de esta escuela, las represione­s sufridas a lo largo del tiempo, las muertes y asesinatos de sus antecesore­s normalista­s. En los muros se asoman también las fotos de los 43 que faltan. Y todos sus nombres.

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¿Dónde están? Marcha del 8 de octubre en Ciu
dad de México.
Fosas. Hallazgo de restos que podrían pertenecer a los estudiante­s desapareci­dos. (AFP)
Vigilia. Rostros de dos estudiante­s desapareci­dos. (AP/Ronaldo Schemidt). ¿Dónde están? Marcha del 8 de octubre en Ciu dad de México. Fosas. Hallazgo de restos que podrían pertenecer a los estudiante­s desapareci­dos. (AFP)
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