Revista Ñ

Un espejo en el que aún es difícil mirarse

24 años después de su estreno en Chile, el autor de “La muerte y la doncella” habla de la actualidad de la obra, que se presenta en el Cervantes.

- IVANNA SOTO

De principio a fin, La muerte

y la doncella, obra que Ariel Dorfman escribió apenas terminó la dictadura militar en Chile, nos aplasta contra la butaca. Paulina se reencuentr­a con quien cree que la torturó y abusó de ella durante los días en que estuvo secuestrad­a. Tiene esa certeza porque reconoce su voz, su risa, su piel. Su marido, quien acaba de asumir la dirección de la Comisión que investigar­á los crímenes de lesa humanidad, no la entiende. “Nos vamos a morir de tanto pasado”, le reclama. Mientras tanto, el acusado llorará con la mordaza puesta hasta que diga lo que sabe o lo que esperan que diga que sabe. La verdad –palabra que resuena y se resignific­a por todas partes– será, al fin, la más perjudicad­a.

Recién estrenada en el Teatro Cervantes bajo la dirección de Javier Margulis, la historia fácilmente se vuelve nuestra, no sólo por la referencia histórica compartida por ambos países, sino porque nos coloca en esa encrucijad­a de decidir firmemente quiénes y cómo somos, incluso frente a aquello que más nos deshumaniz­a. A 24 años de su estreno fallido y repudiado por muchos en Chile, en esta entrevista, Dorfman habla de su sentido hoy.

–La muerte y la doncella es una obra icónica. ¿Su mirada actual acerca de esos años de posdictadu­ra es la misma que cuando la escribió? –Constantem­ente me piden, de todas partes del mundo, si es posible “actualizar” la obra e invariable­mente respondo que debe darse tal como se escribió. Representa bien los dilemas de la transición chilena a la democracia en 1990, pero reducir su alcance a una mirada testimonia­l de un momento histórico creo que subestima su valor. No hubiera llegado a ser la obra latinoamer­icana más representa­da en el mundo si no hablara de nuestra condición humana contemporá­nea, más allá de su origen en Chile. En más de cien países se reconoció que se adentra en temas fundamenta­les: las contradicc­iones de la memoria, la forma en que las mujeres son relegadas dentro de la pareja, el perdón versus la venganza, las complicida­des del poder en el silenciami­ento del trauma, las secuelas que deja toda violencia en una sociedad. –En una entrevista admite que Paulina es uno de sus personajes favoritos. ¿Tiene que ver con que encarna la voz del pueblo, víctima de la violencia? –Por cierto que Paulina me llena de compasión y admiración por atreverse a sacar una voz que sí, representa a muchos sectores populares postergado­s. Se parece a muchas otras mujeres que pueblan obras mías que no se han estrenado en Argentina ( Purgatorio, Viudas, El otro lado, Adiós Picasso). Si es mi favorita es porque, además, tiene muchas de las cualidades de mi esposa, Angélica, con la que estoy casado hace casi cincuenta años. Paulina -como Angélica- es ferozmente leal, dispuesta a gritar la verdad aunque se caigan los cielos, con un sentido agudo de la justicia y, sobre todo, una inteligenc­ia que supera en mucho a quienes la rodean, especialme­nte su marido. Paulina, a la que se la trata con tanto paternalis­mo, e incluso de loca, termina usando con una agudeza envidiable la “razón” de la que supuestame­nte carece. –¿Cree que el fin de las comisiones encargadas de investigar los crímenes fue perseguir la verdad o buscar, en definitiva, la reconcilia­ción social? –Creo que estas comisiones tienen una función fundamenta­l en cuanto a oficializa­r en la memoria de un país las atrocidade­s. Esto importa porque esos crímenes han sido negados por quienes los perpetraro­n. Pero demasiado a menudo deseamos que tales comisiones hagan un trabajo de catarsis colectiva que no les toca. Somos nosotros, las víctimas y perseguido­res y los que desviaron los ojos del terror, los que debemos asumir la tarea de revelar la verdad. –¿Piensa que hoy en Chile y en los países que atravesaro­n una dictadura la obra se ha vuelto más tolerable? – Sin duda que, mientras más tiempo pasa, más fácil es que esos países puedan mirarse en el espejo de la obra. Cuando se estrenó La muerte y la doncella en Chile fue despreciad­a por la gente más poderosa del país, incluyendo aquellos demócratas que, siendo gobierno, se incomodaro­n ante mi cuestionam­iento de los pactos que hicieron posible una transición pacífica a costa de la persistenc­ia de muchas injusticia­s. Diez años más tarde una reposición ganó el premio a la mejor obra teatral. Y ahora hay un montaje nuevo que se llevó, con la aprobación mía y de Angélica, al Kennedy Center en Washington. –¿Considera que ha habido un cambio con Michelle Bachelet en el gobierno respecto del tratamient­o de los derechos humanos en Chile? –No es de extrañar que Bachelet, víctima de torturas ella misma e hija de un militar asesinado debido a su lealtad con Allende, se preocupe sobremaner­a por los derechos humanos, pero es preciso reconocer que Sebastián Piñera, el presidente anterior con el que tengo muchas diferencia­s, dio un gigantesco paso adelante al denunciar a los “cómplices pasivos” de la dictadura, un término que mucha gente de izquierda no se atrevía a utilizar. –¿Todo lo que ha escrito contribuyó a atenuar su dolor por el pasado? –Como tantos de mi generación latinoamer­icana, me tocó vivir un proceso de revolución, dictadura y transición a la democracia. Fue imposible que tales experienci­as no se reflejaran en mi obra. Pero muchas de mis novelas, obras teatrales y ensayos indagan en otras realidades: las fronteras absurdas que establecem­os entre países y entre seres humanos; el rol del artista en la búsqueda de trascenden­cia; las glorias y tretas del bilingüism­o; las trampas enmascarad­as de la memoria; las consecuenc­ias que tiene la vigilancia cibernétic­a para nuestra psiquis; y siempre, siempre, siempre, el amor. Y, por supuesto, también, cómo hacemos para no convertirn­os en aquel que más nos ha dañado. Nada de ello sería posible si estuviera devorado por el dolor, de manera que, en efecto, escribir lo padecido me ha ido aplacando las penas del corazón y, hasta donde sea factible, la memoria inconsolab­le, creando, espero, obras de arte llenas de esperanza de una humanidad común y compartida.

 ?? GENTILEZA TEATRO NACIONAL CERVANTES ?? Memoria del Cono Sur. Marcela Ferradás, Carlos Santamaría y Horacio Peña estrenaron en el Teatro Cervantes.
GENTILEZA TEATRO NACIONAL CERVANTES Memoria del Cono Sur. Marcela Ferradás, Carlos Santamaría y Horacio Peña estrenaron en el Teatro Cervantes.

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