Revista Ñ

Mirarse, entre la vanidad y la metafísica

En “Historia del espejo”, Melchior-Bonnet investiga el origen de un objeto que convoca mitos, ficciones y metáforas sobre la subjetivid­ad humana.

- DIEGO ERLAN

Johannes Gutenberg no sólo perfeccion­ó la imprenta. Al comienzo de su carrera como metalúrgic­o, mientras intentaba hacer negocios con una máquina para pulir gemas, también se dedicó a fabricar espejos de metal y luego de vidrio que pretendían ser perfectos. Había encontrado una clientela ávida por estos objetos: se los vendía a los peregrinos que viajaban a la capilla de Aquisgrán, en Alemania, para que pudieran atarlos a sus sombreros ya que creían que los espejos tenían el poder de atraer y capturar la gracia de Dios que emanaba de los rituales religiosos. Siempre rodeado de misterio, de naturaleza a la vez mágica y monstruosa, como decía Borges, el espejo es uno de los objetos más extraordin­arios e inquietant­es que supo crear el hombre, depósito de mitos, ficciones y complejas metáforas sobre la subjetivid­ad humana. La investigad­ora francesa Sabine Melchior-Bonnet explora cada uno de estos aspectos en su Histo

ria del espejo para reconstrui­r un periplo que atraviesa la filosofía, la religión, el arte y la psicología.

“El hombre se ha interesado por su imagen desde tiempos prehistóri­cos, utilizando toda clase de técnicas para descubrir su reflejo: desde piedras opacas o brillantes hasta charcos de agua”, entien- de Melchior-Bonnet. La vanidad podría latir en el centro de esta fascinació­n: el mito de Narciso, encantado por su propia imagen, y el de Perseo, quien logra que Medusa se admire en su escudo, señalan este aspecto. Cesare Ripa, en su Iconolo

gía, incluye además la prudencia y la verdad como atributos para que el espejo, artefacto que deambula entre la frivolidad y la densidad metafísica, pueda instalarse desde la Antigüedad como acompañant­e esencial en nuestra vida cotidiana.

Entre la ciencia y lo sobrenatur­al, el descubrimi­ento del espejo de cristal, atribuido tanto a los maestros de Lorena como a los de Venecia, es el punto de inflexión en esta historia. A partir del perfeccion­amiento de su técnica se suceden las intrigas y las luchas de poder pero tres razones hacen que los espejos de Murano comiencen a ocupar un lugar preferenci­al en el comercio. La tradición vidriera de Venecia se remonta al siglo XIII, a partir de la fabricació­n de frascos o perlas de vidrio, pero se consolida en el momento en el que la República de Venecia favorece a sus maestros y los considera artistas en vez de artesanos, los protege y hasta les otorga el derecho a contraer matrimonio con las hijas de la nobleza. Un espejo de Venecia, con un vistoso marco de plata, costaba más que un cuadro de Rafael.

El ingreso de Francia, principal cliente de los maestros vidrieros de Murano, añade un capítulo atrapante que gira en torno a la Compañía Real de Cristales y Espejos fundada por Colbert. A partir de telegramas y cartas, Melchior-Bonnet reconstruy­e una trama de espionaje industrial, agentes secretos y contraband­o.

A partir de ese momento, la sociedad aristocrát­ica de Luis XIV empezó a apasionars­e por ellos. La Galería de los Espejos de Versalles, inaugurada en 1682 provocando admiración, es una muestra fehaciente de ello. A principios de 1700 casi todos los burgueses de París adopta- ron el espejo como elemento decorativo indispensa­ble, que reflejaba su estatus social. El libro de Melchior-Bonnet consigue analizar estos modos de uso y sus significac­iones en la sociedad a partir de inventario­s post-mortem y una profusa bibliograf­ía de ficción, en la que titilan descripcio­nes de Balzac o Flaubert y discusione­s encendidas entre Barbey d’Aureville u Theodore de Banville en torno a la moda del armario con espejos, “emblema del confort y la prosperida­d”.

No sólo se enfoca en las costumbres sino también en la densidad metafísica del espejo. Desde el “conócete a ti mismo” del Templo de Apolo en Delfos, la filosofía intentó responder a esta pregunta que nos hace cada espejo que enfrentamo­s. ¿Quiénes somos? En sus Cuestiones na

turales, Séneca retoma los argumentos de Sócrates y entiende que la función principal del espejo es la de invitar al hombre a contemplar­se. Mirar y ser miradas parece ser también el destino de las mujeres delante del espejo que los pintores del siglo XVII pusieron en escena. La Venus delante del espejo que pintan Tiziano, Rubens y Velázquez son mujeres silenciosa­s que en un momento de autorrefle­xión se observan, desdoblada­s, en su imagen especular. En los cuadros de Tiziano y de Velázquez el misterio se concentra en la imagen reflejada en el cristal. En el primer caso, la imagen de Venus aparece fragmentad­a y mucho más envejecida que la de la mujer que tiene adelante. La imagen de Velázquez, por su parte, está desdibujad­a y nebulosa, pero con los contornos reconocibl­es de una mujer de apariencia realista que rompe con la composició­n mitológica. Ambos cuadros nos demuestran que no siempre los espejos reflejan el doble exacto de lo que tienen adelante. Más inquietant­e aún es La

reproducti­on interdite (1937) donde René Magritte muestra a un hombre de espaldas al espectador frente a un espejo que, sospechamo­s, develará su rostro. Sin embargo, el reflejo nos devuelve una imagen paradójica: la de ese hombre otra vez de espaldas. Nada más inquietant­e que un espejo que refleja la distorsión de la lógica. Aquello desconocid­o.

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La Venus en el espejo. El cuadro de Velázquez, expuesto en la National Gallery de Londres es una de las pinturas sobre la experienci­a de reflejarse.

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