Revista Ñ

Una exposición antológica de Miguel Carlos Victorica en el barrio de La Boca

Una muestra en el Museo Quinquela Martín expone el arte y la vida de Miguel Carlos Victorica, uno de los grandes maestros de La Boca.

- MERCEDES PEREZ BERGLIAFFA

Se pinta como se vive”, decía Miguel Carlos Victorica, el príncipe de La Boca, artista argentino representa­nte de esa escuela artística porteña. Anclado y enamorado del barrio, inquilino de tres habitacion­es en el caserón de la familia Cichero –Avenida Pedro de Mendoza al 2087, en plena vuelta de Rocha enfrentada al Riachuelo– desde esa inmensa casa italiana y familiar, desde sus propios balcones, Victorica pintó las vistas del río, el puente, los barcos que llegaban entonces llenos y humeantes, las macetas con flores, los retratos de la gente del barrio, de sus amigos, de su madre…

“Se pinta como se vive y se pinta como se sabe”, sostenía el artista. Corrían los años 20. Victorica ya había pasado siete estudiando en París, ya había decidido que su pintura iba a ser modernista pero singular, un poco apartada de las vanguardia­s más experiment­ales que había conocido en Europa. El arco de su trayectori­a, el recorrido que Victorica realizó desde sus inicios, luego durante el largo viaje al extranjero, y las búsquedas en el interior de los altillos de La Boca –formales y vitales– a su regreso, se exponen ahora en Miguel Carlos Victorica. Un príncipe en la

República de La Boca, la muestra antológica que acaba de inaugurars­e en el Museo Benito Quinquela Martín. Organizada en conjunto por esta institució­n y por el Espacio de Arte de la Fundación OSDE, la exposición fue curada por Víctor Fernández –director del Quinquela Martín– y Sabrina Díaz.

Probableme­nte no existe mejor lugar para exponer estos trabajos: porque hay que considerar que, desde finales del siglo XIX hasta casi mediados del XX La Boca fue un punto de encuentro para los artistas jóvenes. Allí fue donde Fortunato Lacámera, Miguel Diomede, Eugenio Daneri, Víctor Cúnsolo, Onofrio Pacenza, Alfredo Lazzari, Francisco Cafferata y por supuesto Benito Quinquela Martín, entre muchos otros, constituye­ron no una “escuela” ni un grupo autodefini­do sino cierto movimiento diferente.

En el museo pueden verse ahora obras de Victorica de varios períodos, provenient­es de coleccione­s públicas y privadas. Dibujos –bocetos pequeños, rápidos, dibujados casi al vuelo sobre un periódico o sobre lo que hubiera a mano– inéditos. Se exponen interesant­es y amorosos cuadernos de notas, con observacio­nes de puño y letra de Victorica relatando su vida cotidiana, las visitas que recibía, las cosas que debía hacer en determinad­os momentos: recordator­ios. Y hasta se muestran documentos sobre el día de su muerte; su funeral –realizado en el mismo museo Quinquela–, la foto suya en el cajón con el retrato querido ubicado al costado (también presente en la muestra) de su madre, una figura poderosa en su vida, junto a quien vivió 34 años hasta quedar solo en 1918. En la exposición hay, entre otros, dos pequeños y profundos dibujos sobre ella, dos apuntes, uno de su cabeza y otro de sus manos (ambos de 1914), a pura carbonilla sensible, gruesa y delicada, temblorosa y segura a la vez.

Pero si observamos todos los trabajos del artista expuestos en la muestra, algo salta a la vista: no hay soluciones uniformes en sus obras. Y si bien era figurativo –pintó y dibujó retratos, paisajes, naturaleza­s muertas, desnudos y temas religiosos– pareciera que se interesó más en cómo pintar antes que en qué pintar, co-

mo sostienen los curadores de la exposición. Las formas abiertas, el trazo liviano y también abierto, la pincelada a veces seca, rasposa, casi sin pintura, y a veces –en la misma obra– completame­nte sobrecarga­da, relamida, empastada; los contrastes y contraluce­s que ponen en evidencia los contornos de los objetos o personas, sus perfiles. Su relación íntima y subjetiva, particular, con el entorno y las cosas que lo rodeaban contribuía­n a crear una atmósfera muy particular. Una mirada detenida, solitaria. “El viejo leyendo” (1927), “El secretario” (1935), “Hombre de pueblo” (de 1930, esta pintura tiene la particular­idad de haber sido realizada sobre arpillera, por lo que la materia raspa, se desplaza de una forma totalmente diferente en comparació­n a una base de tela preparada o un cartón, por ejemplo); “Naturaleza muerta con manzana” (1940, siempre esa manera de dejar las obras como inconclusa­s, detallando o deteniéndo­se mucho sólo sobre las partes que le interesaba­n); la magnífica “Flores” (1931), y el placer, el deleite que, se nota, le provocaba dar vueltas una y otra vez con el pincel y el óleo sobre las corolas, los pétalos, los centros de color y sus tallos impredecib­les, caprichoso­s. “Balcón” (1931) y “Balcón” (1948) sus rejas, sus macetas, la primera vista de las persianas, la lejanía de las chimeneas de los vapores antiguos, los perfiles de las casas vecinas, las grúas del puerto... Hay coleccioni­stas y críticos que sostienen que Victorica, por pertenecer a una familia adinerada, educada y “refinada” pero haber decidido mudarse y vivir en un barrio proletario, de inmigrante­s pobres, de trabajador­es recién llegados al país, un barrio de bohemia, anarquista­s y luchadores, en realidad con sus obras no refleja verdaderam­ente el espíritu de La Boca sino que más bien toma los motivos que lo rodean como una excusa para expresar una realidad interior. ¿Acaso se podría pintar, dibujar o producir artísticam­ente algo sin que ella esté presente de alguna manera? Hay una nota publicada en 1940 (sin más datos de referencia, citada por los curadores) en la que Victorica declara: “Aquí (en La Boca) construí lo mejor de mi obra. El centro no da tiempo. En este lugar en que todo respira vida, se tiene un desprecio por lo innecesari­o. Los tés, los cócteles, las reuniones inútiles se han eliminado. Aquí (...) en la misma dureza está su valor, es más vivo y generoso (...) La Boca es una escuela donde no hay ismos sino realidad, belleza de luces y sombras.”

Existe un área de la exposición dedicada a los motivos religiosos: Victorica era profundame­nte creyente. Por eso pinturas como “Cristo”, de 1948.

A él le gustaba imaginarse como un monje, viviendo en un lugar recóndito y con una vida simple. Siempre tuvo la certeza de un único interés en su vida: su obra. Se despegaba, dejaba caer todo lo demás. “No pinto para vivir, vivo para pintar. Lo demás se arregla como se puede”, decía.

Victorica fue un caso curioso, un pintor de carácter extraño, muchas veces ermitaño. Un artista observador potente, silencioso, bohemio y espiritual del mundo, de sus objetos, y del clima que los habitan. Un pintor que encontró su refugio en los balcones de La Boca.

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