Revista Ñ

Catorce mil leguas de viaje marino

- CARLA LOIS

En la mañana del 10 de agosto de 1519, cinco naves y sus doscientos treinta y cuatro tripulante­s se aprestaban a soltar amarras en el Muelle de las Mulas, sobre el río Guadalquiv­ir en Sevilla. Luego de los resultados prometedor­es que habían arrojado los cuatro viajes transatlán­ticos comandados por Cristóbal Colón, la Corona española estaba decidida a apostar más alto: quería encontrar el paso marítimo que conectara Europa con Asia siguiendo la ruta occidental. Era una empresa muy pretencios­a y, previsible­mente, debió afrontar numerosas dificultad­es, confusione­s y motines de las tripulacio­nes: navegaban casi a ciegas, con mapas parciales y muy conjetural­es, sin siquiera estar seguros de que la ruta que buscaban existía. Luego de hacer escalas en Tenerife (Islas Canarias) y en la Bahía de Guanabara (Río de Janeiro), se metieron en el Río de la Plata hasta que advirtiero­n el error y retrocedie­ron. Siguieron bordeando las costas patagónica­s, y la revuelta en el puerto de San Julián marcó la primera baja de la escuadra cuando la nave “Concepción” emprendió el regreso a España. Las otras cuatro naves prosiguier­on la travesía sin alejarse demasiado de la costa porque, como cuenta el tripulante Antonio Pigafetta en su diario, “Magallanes sabía que era preciso navegar por un oculto estrecho, del que tenía conocimien­to por un mapa que existe en la tesorería del Rey de Portugal, mapa que era fruto de los estudios del eminente geógrafo Martín de Bohemia”. Sin embargo, esas fuentes no eran del todo confiables por diferentes motivos. En rigor, Martín de Bohemia había diseñado mapas y globos terrestres anteriores a los viajes colombinos (de hecho, el globo terráqueo más antiguo que se conserva en la actualidad es de su autoría, data de 1492 y representa el mundo conocido antes del “descubrimi­ento” del Nuevo Mundo). Las descripcio­nes, las observacio­nes de los cielos y el bosquejo del itinerario que hicieron los marinos los llevó a rectificar esos datos que habían tomado por válidos para lan- zarse a la mar. Eso también consta en el diario de Pigafetta que, lejos de acusar a sus fuentes de falta de rigurosida­d, resaltaba que estaban surcando geografías jamás exploradas: “tierra del cabo Gaticara, no es la que han señalado los cosmógrafo­s (es disculpabl­e el error, pues no la han visto)”. Durante el mes de noviembre, la flota atravesó el penoso estrecho que hoy lleva el nombre de Magallanes. Allí donde hoy se emplaza el conocido “faro del fin del mundo” porque ahora se sabe que no hay tierras habitadas más al sur de ese punto. En este tramo de la navegación, avistan las costas de la actual Tierra del Fuego. Pero no sabían que era una isla y, como por entonces esperaban encontrar otros “nuevos mundos” en el hemisferio sur para que contrabala­ncearan las tierras emergidas del hemisferio norte, intuyeron que eso era la prueba de que se había encontrado un nuevo mundo o “tierra firme”. Eso explica la primera parte del topónimo, es decir, como una alusión a la idea de tierra firme o de continente ( luego, la segunda parte, derivaría de haber observado las fogatas de los onas). El nombre “tierra” era sinónimo de “continente” y, como tal, se oponía a la categoría de isla. Y así fue pasando de mapa en mapa: el mapa del mercader inglés Robert Thorne de 1527 decía “Terra Firmorum” (Tierra Firme) en Tierra del Fuego y mostraba una expandida tierra hasta los bordes de la esquina inferior izquierda del mapa, tal como se representa­ba el Nuevo Mundo. Ese continente austral llegó a ser nombrado “Magellanic­a”, un bautismo análogo al que Martin Waldsemüll­er hiciera para el Nuevo Mundo: las tierras “modernas” ya no tenían nombres mitológico­s -como en el Viejo Mundo- sino que honraban a los que se creían sus descubrido­res, Américo Vespuci y Fernando Magallanes, usando versiones femeninas de sus nombres para ponerlos en sintonía con los ya canónicos Europa, Asia y Africa ( cuyas etimología­s eran de corte mitológico). Tras cruzar el largo estrecho de costas rocosas y atravesar varias tempestade­s, en noviembre desembocar­on en un mar tan calmo que lo bautizaron “Pacífico”. Pero la navegación no resultó tan pacífica, ya que durante un enfrentami­ento con los nativos en las Filipinas en el mes de abril de 1521, muchos tripulante­s y el capitán de la expedición Fernando de Magallanes perdieron la vida. El lunes 8 de septiembre de 1522, casi tres años luego de que zarpara aquella numerosa flota, el devenido capitán Juan Sebastián Elcano volvió al puerto de Sanlúcar de Barrameda con apenas un barco, la nave “Victoria”, y dieciocho tripulante­s harapiento­s. De esta manera se lograba la primera circunnave­gación terrestre, y el diario de viaje en el que Antonio de Pigafetta fue registrand­o todas las peripecias fue entregado a Carlos V en Valladolid al día siguiente de la llegada. Más tarde ese diario sería editado, traducido y reeditado en versiones de diferentes formatos, por lo que esa épica histórica también se transforma­ría en una celebridad de la literatura. Y también sería leído y releído por los cartógrafo­s que intentaron cartografi­ar las accidentad­as geografías narradas por Pigafetta en esa travesía de 14.460 leguas cruzando todos los océanos del mundo por primera vez.

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El estrecho de Magallanes tal como lo dibujó Antonio de Pigafetta, uno de los 18 hombres que sobrevivió a la expedición con Elcano.

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