Eso que podría haber sido
Relatos. Capaz de trazar en dos líneas un paisaje desolador, Bitar propone en “Acá había un río” historias en las que el tiempo apaga la felicidad.
Con un estilo que gravita entre los cuadernos de notas de Chejov y la voz en off de Historias extraordinarias, la película de Mariano Llinás, el escritor santafesino Francisco Bitar construye en Acá había un río una serie de relatos contundentes, de una factura precisa, que encuentran su potencia en el esbozo, en lo inacabado, también en lo sugerido y en esas elipsis que por momentos se vuelven letales. Los personajes, muchos sin nombre, algunos identificados sólo con el género (“Hombre o “Mujer” o con los intrascendentes “Fulano” o “Mengana”, porque la identidad de los personajes está en sus formas de proceder. “Situaciones, no palabras”, era la descripción que hacía Borges de los textos de Hawthorne), parecen estar dispuestos en una escenografía vacía, apenas delineada. Un escenario donde esos personajes deben transitar por existencias grises, donde un amor adolescente puede cambiarte la vida y el detalle de las cáscaras de maní acumuladas en un auto configura la dejadez del sujeto. En esa cotidianeidad asfixiante, en esa parsimonia de ciudades como Santa Fe, con el rigor mediocre del hastío, hay un espesor que vuelve a estas historias, por momentos, irrespirables. Son historias donde el tiempo se impone como el verdugo inevitable de la felicidad, donde los diálogos quedan truncos, como sucede cuando la vida nos deja sin palabras, pero que están cargados por algo mucho más poderoso y, a la vez, mucho más insoportable: el silencio. Y es ese silencio, justamente, lo que vuelve cada historia de Bitar un golpe directo a la boca del estómago.
Como hizo en su novela Tambor de arranque o en los cuentos de Luces de Navidad, Bitar es capaz de trazar dos líneas mínimas con las cuales articular un paisaje desolador. Y en ese procedimiento, que en Acá había un río llega al extremo, Bitar roe, como se dice, el hueso del lenguaje. Con esa propuesta, también nos empuja a preguntarnos qué sostiene un relato. ¿Los personajes? ¿ Las tramas? Puede ser. Pero más que nada lo sostiene la capacidad de un autor para identificar sus tensiones.
El regreso al origen, las deudas pendientes, los amores de una sola noche y la incomprensión definitiva, entonces, se suceden como flashes, como escenas que susurran casi un leitmotiv: eso que no fue o podría haber sido. Cierta desesperanza atraviesa estos textos. Cierta nostalgia. Y recién en la última historia se atisba otro final posible. Allí, Betty y Merlo son adolescentes que de repente deben asumir la responsabilidad y, poco después, enfrentar el dolor de la pérdida. Algo sucederá en sus vidas que los cambiará para siempre. Con profunda sensibilidad y madurez, en estos relatos Bitar se impone como un autor original e imprescindible para la literatura argentina actual.