Revista Ñ

Explorador de mundos interiores

Roberto Matta. Una gran muestra reúne 42 obras del artista que Duchamp calificó como “el descubrido­r para el surrealism­o de regiones del espacio”.

- JULIA VILLARO

Dentro de la vitrina el viejo catálogo muestra una fotografía en blanco y negro; un grupo de hombres posa: las manos juntas sobre las rodillas, los zapatos acordonado­s, alguna que otra pipa. Es el año 1940 y entre esos catorce “artistas en el exilio” – así se llamó la muestra organizada por Pierre Matisse en Nueva York– hay sólo uno que no es europeo. El chileno Roberto Matta es, además de un artista exiliado, un viajero; un explorador de tierras y de estados de conciencia. “El descubrido­r para el surrealism­o de regiones del espacio”, dijo de él Marcel Duchamp, el exiliado del arte. Compañero de Salvador Dalí y Max Ernst en las incursione­s por esos extraños territorio­s interiores, con Matta sucedió algo diferente a lo que ha pasado con otros artistas de nuestro continente en ese lado del mundo –y de la historia–. A diferencia del cubano Wilfredo Lam o de la mismísima Frida Kahlo, para el grupo –y para los libros de arte– su nacionalid­ad de pertenenci­a casi se diluye. Roberto Matta es un “surrealist­a del mundo”, el único latinoamer­icano oficialmen­te aceptado dentro de la selecta secta comandada por André Breton (y también en su momento expulsado, como casi todos ellos, hecho que no hace más que enfatizar su grado de pertenenci­a al grupo).

Frente a esa situación Matta. Este lado del mundo, la muestra presentada en el Centro Cultural que lleva su nombre en la Embajada de Chile en Buenos Aires, busca devolverle al artista internacio­nal su filiación chilena y latinoamer­icana. Ha reunido para eso 42 obras pertenecie­ntes a diversas coleccione­s de ambos lados de la cordillera de los Andes. Patrimonio­s públicos y coleccione­s privadas que difícilmen­te vuelvan a juntarse le dan a la muestra –la más grande sobre este artista realizada en Buenos Aires– un carácter único e inédito. Y al público, la posibilida­d de conocer al artista, más allá del surrealist­a.

Porque otros Mattas se despliegan en las orillas de ese movimiento; y todos llevan su impronta. Ese particular contraste entre el color y el blanco y negro; esa suerte de dinamismo microcósmi­co que habita sus telas; esos seres raquíticos que se despliegan recreando estructura­s y sistemas que advertimos, pero al mismo tiempo no terminamos de comprender. El Tras recibirse de arquitecto, viajó a Europa, donde conoció a Le Corbusier, Dalí, Breton, Magrite, entre otros. Ya en 1957, el MoMA de Nueva York le dedicó su primera gran retrospect­iva, y treinta años después fue el turno del Pompidou de París. Para ese entonces, era uno de los artistas latinoamer­icanos más influyente­s. En sus últimos años buscó rescatar la iconografí­a de los pueblos originario­s. Matta obsesionad­o con encontrar formas nuevas en los colores azarosamen­te aplicados; el conmovido por los desastres de la guerra; el estimulado por el advenimien­to del socialismo en Chile; el que busca en la pintura una forma personal de comunión con la literatura. A quien transformó su encuentro con el poeta García Lorca y su estadía entre otros pueblos y otras lenguas.

Después de titularse como arquitecto en Chile emprendió el viaje a Europa que ya era rigor entre los jóvenes latinoamer­icanos de los años veinte y treinta. Se radicó en París y allí entró en contacto con Le Corbusier, otro arquitecto pintor, con quien se advierte alguna empatía en obras como “Gibet”, de 1955. Durante los treinta viajó y conoció artistas plásticos y poetas diversos, desde Pablo Picasso hasta Lázló Moholy-Nagy. Primero, dibujó y

expuso con los surrealist­as sus dibujos. De 1938 son sus primeros óleos. En ellos comienza a desarrolla­rse lo que posteriorm­ente será su marca de autor más destacada: una atmósfera extraña; tonos rebotando como luces, resultado de frotar la pintura después de aplicarla. Espacios dee tramas seculares, anárquicas, donde ell color –y en Matta un color nunca es uno o solo– y el no color se suceden y el dibujo o y la pintura se superponen, compiten sinn llegar a ningún lado, permanecen en tensión, dando lugar a que emerjan desde el fondo de su psique figuras extrañas. Algunas biomórfica­s; otras, máquinas demenciale­s.

Con el inicio de la Segunda Guerra, Ma- tta emigra a Nueva York. Allí el artistaa chileno será uno de los encargados de di- fundir el surrealism­o europeo entre los s jóvenes artistas estadounid­enses. Robertt Motherwell y Jackson Pollock entre otros,, encontraro­n en las telas de Matta la protohisto­ria de su propio expresioni­smo: una vía posible para la deconstruc­ción dee la imagen plástica. Pero eso mismo quee despertaba el interés entre los jóvenes –ell azar con que el chileno aplicaba la pintu- ra– era un pretexto, un puntapié para loo que en Matta era realmente lo importan- te: una mancha –“mi mancha”, decía– que e le permitiera ingresar a un estado alucinator­io en el cual encontrar cosas nuevas, desconocid­as, “sin nombre”.

“Vemos cuerpos en movimiento, pero o no vemos los misterioso­s lazos que loss conectan”. Sabemos que algo está pasan- -

L’ excepteur. 1969, óleo sobre tela (en la otra

página).

Eros enfant. 1985, óleo sobre tela, 210 x 288 cm (arriba izquierda). Sin título. 1957, óleo sobre tela (arriba derecha).

El nacimiento de América. 1952, óleo sobre tela, 207 x 294 cm (abajo izquierda). Etre cible nous monde. 1958 (abajo derecha). Personnage I. 1956-1960, bronce (abajo). do, sabemos cómo es eso que sucede, no podemos decir, sin embargo, con exactitud de qué se trata. En sus pinturas de los 40 y 50 la violencia y la muerte –así como la ironía– se perciben sin terminar de explicitar­se. Una caracterís­tica peculiar que define el tono de sus obras de forma rotunda. Hacia los 50, ya alejado de los jóvenes abstractos, Matta pone el foco en los de desastres legados por las guerras. Se al aleja también del surrealism­o. Vuelve por primera vez a Chile en casi quince años. Publica manifiesto­s y ar artículos vinculados al arte. En 1959 en Esto Estocolmo se realiza su primera muestra ret retrospect­iva en Europa.

Las d de los sesenta y setenta son décadas ilumin iluminadas: viaja para encontrars­e con Salvad Salvador Allende y Fidel Castro; en Chile realiza murales colectivos con la Brigada Ramon Ramona Parra. Reemplaza el óleo por materiale teriales como adobe, paja, y barro. Ilustra El gran Burundún Burundá ha muerto, del escrito escritor colombiano Eduardo Zalamea. “Este h hombre –decía en 1975 Marta Traba, aca acaso la teórica del arte latinoamer­icano m más importante de esos años– fue capaz ded inventar un paisaje (…) un modo de ver y sentir por golpes de sangre, por la emociónemo y la infalible penetració­n del ojo má más allá de las apariencia­s”.

En 1985,1 mientras la dictadura que llevaba e en Chile doce años gobernando lo confin confinaba – cuarenta años después de aquella foto en blanco y negro– a otro exilio, uno aún más doloroso, Matta pensaba en “crear“cre el verbo americar y conjugarlo hasta el hastío”. De esos años son las hermosas litografía­s de la serie Verbo América, en la que el artista trabaja inspirado por textos de escritores latinoamer­icanos – Gabriela Mistral, Nicolás Guillén, Gabriel García Márquez, César Vallejo, José Martí– desandando su propio estilo plástico; retomando, para la configurac­ión de estas imágenes, la herencia de los códices precolombi­nos: las líneas negras delimitan las figuras pero el color ya no traspasa sus límites, como en sus otras obras; la paleta se ha vuelto terrosa; el fondo ahora es blanco y despojado.

“…Matta es, sobre todo, la sorpresa –escribió Rafael Alberti–. Es un pintor con verdadero talento literario, que busca siempre el modo de darle un giro inesperado a las cosas (…) capaz de conjugar airosament­e el verbo América (…) Uno dice una palabra y Matta rápidament­e la convierte en cien cosas diferentes, cambia unas por otras, crea y recrea cualquier momento, dejando después de estar una tarde con él, en el aire de uno, la velocidad imparable de sus improvisac­iones”.

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