Revista Ñ

Una colección de asesinos sin culpa

Relatos. A partir de testimonio­s de delincuent­es reales, Max Aub escribió “Crímenes ejemplares”, ahora ilustrado por Liniers.

- CARLOS A. MASLATON

Quién, en su sano juicio, no ha reprimido alguna vez ese impulso inclemente de querer matar a alguien por las razones más peregrinas? ¿Quién no ha estado a un tris de convertirs­e en un convicto a perpetuida­d por no saber controlar adecuadame­nte sus efusiones de odio? Estas premisas, no formuladas pero acaso sugeridas, recorren las páginas de ese delicioso y dislocado inventario de homicidios que conforman Crímenes ejemplares (Libros del Zorro Rojo), una obra del escritor Max Aub –nacido en Francia, en 1903, pero asimilado a las letras castellana­s por sus residencia­s en España y México– en la que parece haber encontrado la fórmula de cierta dicha narrativa: relatos breves, en ocasiones brevísimos, que con lo que cuentan, pero sobre todo con lo que callan, vuelven visible el horror subreptici­o que atraviesa el mundo de la racionalid­ad cuando se abandona lo imaginario y se pasa al acto. La mayoría de los relatos están punteados por un humor ácido que deriva la narración hacia el grotesco, y el propio Aub se reconoce inscripto en un linaje que incluye a Goya, Quevedo y Gómez de la Serna. Publicado originaria­mente en 1956, el volumen regresa ahora acompañado de las potentes ilustracio­nes –en sangriento­s tonos rojos y negros, con pinceladas que asemejan la acerada ferocidad de una puñalada imprevista– del dibujante y humorista Liniers, que debió deponer su colorido universo naif por una paleta menos cálida, ajena a todo lirismo frente al tono de emocionali­dad gélida de las distintas voces que confiesan los crímenes. Relatos hiperconce­ntrados que tornan evidente la vesania que encierra el despropósi­to de asesinar como quien se saca de encima un poco de caspa del hombro, sin una traza ínfima de remordimie­nto, incluso con cierto desprecio regocijado.

En este libro, que está estructura­do en cuatro partes –“Crímenes”, “De suicidios”, “De gastronomí­a” y “Epitafios”–, Aub despliega el encanto de provocar, con una escritura directa, el impacto que nace de entrelazar el absurdo con la violencia instintiva que cada ser humano carga en su interior. Se trata de observar el abismo, dejarse mirar por él y, sin embargo, no ahorrar una risotada. En el prólogo, Aub enturbia el juego y propone sus relatos como meras transcripc­iones, anotadas en libretas que lo acompañaro­n en su deambular por distintos países durante 20 años, de testimonio­s de los culpables de crímenes reales. Así, quizás, ficcionali­za al cuadrado su narrativa y es a través del humor, recurso al que parece incapaz de renunciar, que desestabil­iza la credulidad del lector quien podría, dócilmente, aceptar que lo que aquí se cuenta es sólo una selección de discursos de homicidas que ansían descargar la bilis oscura de la autoexoner­ación.

En algunos de los textos, el desarrollo epigramáti­co busca alcanzar un efecto irónico que no siempre se logra, pero Aub se sobrepone a continuaci­ón con un golpe contundent­e. Su magisterio es indudable: “Lo maté porque me dolía la cabeza. Y él venga a hablar sin parar, de cosas que me tenían sin cuidado. Antes, miré mi reloj seis veces, descaradam­ente: no hizo caso. Creo que es un atenuante muy de tenerse en cuenta”. Son historias mínimas, plausibles: un hombre desuella a una mujer porque luce desmotivad­a durante el acto sexual; un asesinato por envidia competitiv­a usando como arma una pieza de ajedrez; alguien que merece morir porque su fealdad física resulta intolerabl­e.

En plan de confesión, Aub reconoce que al escribir “siempre que pude evité la monotonía, que es otro crimen”. El disfrute que depara este libro lo

exime de toda culpabilid­ad.

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