Una colección de asesinos sin culpa
Relatos. A partir de testimonios de delincuentes reales, Max Aub escribió “Crímenes ejemplares”, ahora ilustrado por Liniers.
Quién, en su sano juicio, no ha reprimido alguna vez ese impulso inclemente de querer matar a alguien por las razones más peregrinas? ¿Quién no ha estado a un tris de convertirse en un convicto a perpetuidad por no saber controlar adecuadamente sus efusiones de odio? Estas premisas, no formuladas pero acaso sugeridas, recorren las páginas de ese delicioso y dislocado inventario de homicidios que conforman Crímenes ejemplares (Libros del Zorro Rojo), una obra del escritor Max Aub –nacido en Francia, en 1903, pero asimilado a las letras castellanas por sus residencias en España y México– en la que parece haber encontrado la fórmula de cierta dicha narrativa: relatos breves, en ocasiones brevísimos, que con lo que cuentan, pero sobre todo con lo que callan, vuelven visible el horror subrepticio que atraviesa el mundo de la racionalidad cuando se abandona lo imaginario y se pasa al acto. La mayoría de los relatos están punteados por un humor ácido que deriva la narración hacia el grotesco, y el propio Aub se reconoce inscripto en un linaje que incluye a Goya, Quevedo y Gómez de la Serna. Publicado originariamente en 1956, el volumen regresa ahora acompañado de las potentes ilustraciones –en sangrientos tonos rojos y negros, con pinceladas que asemejan la acerada ferocidad de una puñalada imprevista– del dibujante y humorista Liniers, que debió deponer su colorido universo naif por una paleta menos cálida, ajena a todo lirismo frente al tono de emocionalidad gélida de las distintas voces que confiesan los crímenes. Relatos hiperconcentrados que tornan evidente la vesania que encierra el despropósito de asesinar como quien se saca de encima un poco de caspa del hombro, sin una traza ínfima de remordimiento, incluso con cierto desprecio regocijado.
En este libro, que está estructurado en cuatro partes –“Crímenes”, “De suicidios”, “De gastronomía” y “Epitafios”–, Aub despliega el encanto de provocar, con una escritura directa, el impacto que nace de entrelazar el absurdo con la violencia instintiva que cada ser humano carga en su interior. Se trata de observar el abismo, dejarse mirar por él y, sin embargo, no ahorrar una risotada. En el prólogo, Aub enturbia el juego y propone sus relatos como meras transcripciones, anotadas en libretas que lo acompañaron en su deambular por distintos países durante 20 años, de testimonios de los culpables de crímenes reales. Así, quizás, ficcionaliza al cuadrado su narrativa y es a través del humor, recurso al que parece incapaz de renunciar, que desestabiliza la credulidad del lector quien podría, dócilmente, aceptar que lo que aquí se cuenta es sólo una selección de discursos de homicidas que ansían descargar la bilis oscura de la autoexoneración.
En algunos de los textos, el desarrollo epigramático busca alcanzar un efecto irónico que no siempre se logra, pero Aub se sobrepone a continuación con un golpe contundente. Su magisterio es indudable: “Lo maté porque me dolía la cabeza. Y él venga a hablar sin parar, de cosas que me tenían sin cuidado. Antes, miré mi reloj seis veces, descaradamente: no hizo caso. Creo que es un atenuante muy de tenerse en cuenta”. Son historias mínimas, plausibles: un hombre desuella a una mujer porque luce desmotivada durante el acto sexual; un asesinato por envidia competitiva usando como arma una pieza de ajedrez; alguien que merece morir porque su fealdad física resulta intolerable.
En plan de confesión, Aub reconoce que al escribir “siempre que pude evité la monotonía, que es otro crimen”. El disfrute que depara este libro lo
exime de toda culpabilidad.