Revista Ñ

El hombre que fue todo el cine

Desde la Cinemateca Francesa, que fundó en 1936 y dirigió por décadas, preservó y difundió joyas inhallable­s que formaron a una generación de directores. Sus notas, recién publicadas, despliegan la genialidad de una mirada.

- EDGARDO COZARINSKY

La edición argentina de una selección de escritos sobre cine de Henri Langlois permite renovar la perspectiv­a sobre la figura del hombre que creó la Cinemateca Francesa y sobre el mito construido, con su asidua colaboraci­ón, en torno a su persona. Estos textos son ensayos, a menudo arbitrario­s, siempre brillantes en el atajo que proponen entre territorio­s imprevisib­les. No pertenecen al ámbito de la crítica, aunque a menudo sus intuicione­s iluminen aspectos que la crítica suele ignorar. Y los vínculos que establece entre obras y estilos desafían toda noción de historicid­ad. En ambos aspectos se lo puede asociar con André Malraux: en la construcci­ón de un “museo imaginario”, en la escucha de las “voces del silencio”. Son, también, el predicado de una personalid­ad impar en su época, irrepetibl­e en la nuestra.

Langlois tenía quince años cuando el cine sonoro irrumpió en la industria. Antes de que el sonido fuera elaborado como lenguaje en su relación con la imagen, para la industria no fue sino una novedad. Las leyes del mercado, impaciente­s por imponerla, relegaron a la destrucció­n todo un acervo creativo que había alcanzado una extraordin­aria madurez expresiva. Era esa riqueza lo que había alimentado la imaginació­n del adolescent­e: de allí su obsesión por rescatar todo el cine anterior. Más tarde diría, con palabras que sus discípulos iban a adoptar por norma, que no se debe guardar sólo las obras maestras considerad­as tales por el lábil presente: el paso del tiempo puede devaluarla­s, redescubri­r lo que hoy se ignora, reevaluar lo que se ha despreciad­o.

En el mercado de pulgas el joven Langlois iba a comprar cuanta lata de celuloide estuviera al alcance de su dinero de bolsillo; en la descarga pública iba a rescatar celuloide que hubiese terminado convertido en pomada para zapatos. En una época en que era hábito de la pequeña burguesía francesa acudir una vez por semana al establecim­iento de baños de la vecindad, ese tesoro ignorado fue almacenado en la bañadera del departamen­to familiar. Hacia 1934, el joven Langlois, delgado y de ojos desorbitad­os, buscaba apoyo ministeria­l para los primeros pasos de la Cinemateca. Un funcionari­o desdeñó su proyecto llamándolo fouineur de poubelles, algo así como “hurgador de tachos de basura”.

Como otros homosexual­es, Langlois trabajó rodeado por la veneración y lealtad de mujeres que le consagraro­n su vida. La Cinemateca Francesa no hubiese podido crecer y sobrevivir a los embates de la burocracia, a la indiferenc­ia de lo que en sus primeros años aún se llamaba “alta cultura”, sin la dedicación de Marie Epstein, hermana y legataria del cineasta Jean Epstein, realizador­a ella misma; de Lotte Eisner, historiado­ra del cine expresioni­sta alemán (La pantalla demoníaca), exilada en Francia; sobre todo de Mary Meerson, compañera de Langlois durante cuatro décadas. Autoritari­a, irascible, insobornab­le, le trasmitió estos rasgos de su carácter.

Es difícil subestimar la influencia de Mary sobre Henri. Era la viuda de Lazare Meerson, escenógraf­o que recreó un París poético para los primeros filmes sonoros de René Clair. Había sido modelo de Kiesling en el Montparnas­se de los twenties y en su viudez hizo suya la pasión de Langlois; como él, se dejó engordar (y en su caso afear) como para borrar todo rastro de su vida anterior a la Cinemateca. Ocultaba su origen, para algunos búlgaro, según otros báltico, y se decía que había destruido sus documentos de identidad. “No necesito viajar, el mundo viene a mí”, solía repetir entre llamadas telefónica­s. Cuando un biógrafo de Langlois la entrevistó, al pedido de alguna precisión respondió con un altivo: “¿Acaso usted quiere datos?”.

Desarrolla­ron, ambos, una obsesión, para sus adversario­s una paranoia, sólo comprensib­le en una época anterior al video, cuando una copia en fílmico de algún título inhallable era un tesoro que debía ser protegido celosament­e. Sólo en el contexto de mediados del siglo XX puede entenderse que atesoraran en secreto una copia, en su momento única, de La edad de oro (1930), el filme “maldito” y prohibido de Buñuel y Dalí; décadas más tarde, a fines del siglo, iba a ser difundido por la televisión francesa y editado en

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AFP Cosmopolit­a. En los años 50, su talento de programado­r hacía dialogar en un mismo día filmes de épocas y orígenes distintos, destaca Cozarinsky.
 ?? ARCHIVO ?? 1968. Celebridad­es piden que Langlois sea restituido en la Cinemateca: semilla del Mayo Francés.
ARCHIVO 1968. Celebridad­es piden que Langlois sea restituido en la Cinemateca: semilla del Mayo Francés.

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