El acomodador de un siglo oscuro
DVD… La leyenda le adjudica a Mary la confección de registros donde los filmes más difíciles de hallar figuraban con títulos falsos para escapar a la curiosidad de los colegas. Finalmente, Langlois renunció a la Federación Internacional de Archivos de Film para no verse obligado a intercambiar sus copias con otras cinematecas. En ocasión de los congresos de la institución solía decir: “Brillaré por mi ausencia… y mis espías”.
El lado luminoso, al margen de las anécdotas pintorescas, aun delirantes, es el que importa. Langlois siempre defendió una política de difusión de los filmes de la Cinemateca. En esto se opuso a Ernst Lindgren, su homólogo de Londres, para quien la conservación excluía la exhibición pública. Langlois sostenía que el celuloide era una materia viva, que debía respirar, que necesitaba girar en los proyectores y ser atravesado por la luz. En los años 50 del siglo pasado, su talento de programador hacía dialogar en un mismo día filmes de épocas y orígenes distintos. En la diminuta sala original de la Cinemateca, en la avenue de Messine, se educó una generación de jóvenes. Para ellos se acuñó el término “cinéfilos”: Godard, Rohmer, Truffaut, Rivette. Animaron la buena época de la revista Cahiers du Cinema e iban a ser los cineastas de la Nouvelle Vague.
En marzo de 1968, un ensoberbecido Malraux, ministro de Cultura del momento, cometió el error de querer normalizar la administración de la Cinemateca; para ello pretendió subordinar a Langlois a las órdenes de un oscuro funcionario. La reacción internacional, no sólo la de la juventud francesa, fue estruendosa: los petitorios fueron refrendados por manifestaciones que bloquearon las calles de París. Retrospectivamente, ese levantamiento sería entendido como un ensayo general para el estallido estudiantil de mayo contra el gobierno esclerótico del general De Gaulle.
Por todo comentario, Langlois, al volver aclamado a la institución por él creada y donde se había pretendido relegarlo, ya consagrado en su estatura mítica por toda una generación de cineastas e intelectuales, comentó: “He tenido la suerte de asistir a mi entierro prematuro, porque de haber muerto realmente algunos me estarían elogiando sin riesgo, ya que no podría volver a molestarlos; ahora en cambio me he enterado de quiénes estaban dispuestos a defenderme…”.
El atropello de Malraux fue lo prematuro. La evolución de la economía global, la interdependencia de las administraciones no sólo europeas, iba a prescindir Mitad sabueso, mitad urraca hedonista, Henri Langlois fue uno de los coleccionistas más decisivos del siglo veinte. El hombre nacido a metros de los mercados de Esmirna rastrillaba las ferias de París en busca de viejas latas de películas perdidas. “El animador de una cinemateca es una especie de encantador de serpientes”, admitía, aludiendo a aquellos que debía disuadir para conseguir copias únicas. Langlois creía en milagros, aunque les faltara el principio y el final, como cuando descubrió una copia color de un filme de Georges Méliès. Su admirado Cocteau llamaba el dragón que custodiaba los tesoros a quien amaba la materia cinematográfica y creía en guardar todo lo que cayera en sus manos, sin juzgar: “no somos dios, no tenemos derecho a creer en nuestra infalibilidad”. Para él, el registro cinematográfico tenía un valor implícito, documental: registro de época, lugares, indumentaria, gestos. Mientras tanto, sabía esconder el misterio de su gusto, con el que favorecía tanto a Cocteau y Hawks como a Ozu y Bergman.
Según otra iluminada acomodadora de la historia del cine, Lotte Eisner, Langlois era “absurdamente supersticioso”. ¿Pero cómo podía ser de otra manera quien, como Aby Warburg, necesitaba mantener intacta su manía coleccionista? Al igual que Warburg con su biblioteca, Langlois fue un recolector a gran escala que de manera indirecta alentó el trabajo de diversos creadores. Imposible pensar en Godard, Truffaut, Chabrol, Rohmer y Rivette sin el magisterio que implicó la Cinemateca Francesa de los años 50. Langlois mismo lo concedía: “La Nouvelle Vague son como personas que al pasar por un gran cementerio dicen: aquí había un parque en otros tiempos. Y enseguida se pusieron a sacar las tumbas y a plantar árboles”. Era la consecuencia natural de la doble función de su Cinemateca, crear un público y crear críticos y cineastas. Godard fue su hijo natural –“lo admiro, lo adoro. Cada vez que se lo declare muerto, él ya estará en otra parte”–, y las historias del cine del suizo fueron el final feliz –una forma de decir– de una materia que Langlois había comenzado a cursar más de medio siglo antes.
Memorias de un cinéfilo reúne las reseñas que en cuadernos Langlois escribió para sí mismo (raro tic de retraído en quien no lo era), tributos y presentaciones previas a una proyección. Indicaba en un filme “la autenticidad de sus personajes secundarios”, o anotaba que “el arte no se asimila mediante explicaciones, sino por una comprensión sentimental”. Su agudeza psicológica sólo sorprende si se lo piensa como archivista y no como espectador compulsivo: “Si Cocteau parecía esnob fue porque le resultaba imposible no ser un descubridor y no podía evitar, como los niños, exponer sus descubrimientos”. Langlois era un experto en declaraciones prístinas y perturbadoras: “La historia del cine nos demuestra que todo descubrimiento se paga con una regresión”. O bien: “El arte no es esa perfección sino lo que hay detrás de esa perfección”. Langlois no miraba los dibujos animados desde arriba, pero su humor tampoco era condescendiente: “Constato que Los tres chanchitos está sobrevalorada. La cigarra y la hormiga es muy superior”. Sobre Hitchcock señaló “la extraña obligación de tener que admirar a un hombre que no fracasó en ninguna de sus películas”. Con sus escritos, que incluyen emotivos y certeros homenajes a Vigo, Epstein y Gance, su figura cobra en la página la dimensión concreta que se cree ausente en la vida de una leyenda. gradualmente de personalidades de excepción para confiar solamente en ejecutores reemplazables. Ya no habría lugar para una Mary Meerson que, ante la amenaza de un corte de luz por facturas impagas, llamaba por teléfono a Dominique de Menil, la mecenas franco-estadounidense, creadora del museo que lleva su nombre en Houston, Texas, para recibir cuarenta y ocho horas más tarde cien mil dólares. (Y el cine no estaba ausente del origen de esa amistad: Mary no ignoraba que la heredera de la banca Schlumberger había sido en su juventud asistente de von Sternberg en El ángel azul…).
La muerte de Langlois en 1977, la senilidad creciente de Mary, sonaron el fin de una época, el anuncio en toda Europa del ocaso de otros creadores de cinematecas, menos excéntricos pero igualmente dedicados a su pasión fuera de todo escalafón ministerial: gradualmente abandonaron la escena Freddy Buache en Lausana; Jacques Ledoux en Bruselas; en Lisboa sobrevivió hasta el siglo XXI Joâo Bénard da Costa, que a fines de los años 50 presentaba personalmente los filmes exhibidos en la fundación Gulbenkian, y más tarde logró que el estado autorizara la creación de la Cinemateca Portuguesa, aún hoy una de las más audaces de Europa. En Moscú, Putin expulsó a Naum Kleiman, curador de la cinemateca rusa y del museo Eisenstein, sin inmutarse ante el revuelo internacional de artistas que protestaron contra su decisión.
En la infancia de todo creador, y Langlois lo fue a su manera, hay una escena madre, no necesariamente la escena originaria como la entendió Freud. El escritor y cineasta argentino que le dedicó un filme (Citizen Langlois, 1995) propuso una hipótesis más bien literaria: “Es necesario haber perdido todo muy temprano para más tarde querer conservarlo todo”. Langlois había nacido en 1914, hijo de franceses instalados en Esmirna; por lo tanto tenía ocho años el 13 de septiembre de 1922 cuando las tropas de Atatürk, triunfantes sobre las ruinas del imperio otomano, incendiaron esa ciudad cosmopolita, mercantil, para desterrar a las comunidades extranjeras, en primer lugar la griega, que allí habían prosperado durante siglos. El fuego se prolongó durante diez días. Desde el barco que rescataba a su familia, el pequeño Henri, impresionado por las ruinas humeantes de lo que había sido su mundo, le pedía al capitán: “Tome fotos, por favor. ¡Tome fotos!”.