Revista Ñ

Temblores que surgen de las minas bolivianas

- MARISTELLA SVAMPA

ace poco más de un mes, Bolivia volvió a ser noticia a raíz del brutal asesinato del viceminist­ro de gobierno Rodolfo Illanes, quien fue encontrado muerto el 26 de agosto, envuelto en una frazada. La autopsia reveló que Illanes, hombre muy cercano a Evo Morales, fue torturado durante horas, lo cual incluyó, según la fiscalía, caminar descalzo hacia un cerro y esquivar la dinamita que le lanzaron. La muerte del viceminist­ro constituyó una represalia a la represión de la policía, que terminó con la vida de cuatro mineros cooperativ­istas, en el marco de una protesta social que durante semanas tuvo en vilo al país. Para muchos bolivianos el brutal episodio sólo fue una sorpresa a medias, pues no es la primera vez que la disputa extractivi­sta se hace presente en sus territorio­s, sobre todo si hablamos de la minería controlada por las cooperativ­as.

Las cooperativ­as mineras cuentan con una larga historia en Bolivia, pero fue en el marco del neoliberal­ismo que estas se fueron multiplica­ndo, como alternativ­a al desempleo. En 1985, el entonces presidente Víctor Paz Estenssoro inició la reforma neoliberal con una frase dramática –“Bolivia se nos muere”– y procedió al cierre de las minas estatales y la “relocaliza­ción” de los mineros. Se trató no sólo del colapso de un modelo económico, sino también del quiebre de una narrativa identitari­a, asociada a la COB (Confederac­ión Obrera Boliviana).

Desde los 90 hasta la actualidad, las cooperativ­as mineras han venido funcionand­o en condicione­s de precarieda­d extrema, muchas veces sin el equipamien­to mínimo, con escasez de recursos y sin apoyo técnico. La insegurida­d y la dureza del trabajo minero suelen cobrarse vidas regularmen­te: así, en 2009, solamente en Cerro Rico de Potosí, perdieron la vida 21 hombres, mientras que en 2010 había hasta tres accidentes mineros por semana, entre leves y graves, a causa del desprendim­iento de rocas, contusione­s letales o aspiración de gases tóxicos.

El neoliberal­ismo produjo así una transforma­ción del sector cooperativ­ista, que se distanció aún más de la narrativa clasista de los mineros estatales, y fue acentuando sus vetas más sectoriale­s. En la actualidad, muchas de estas asociacion­es ni siquiera son cooperativ­as, sino empresas privadas encubierta­s que subcontrat­an mano de obra, en condicione­s de sobreexplo­tación, que incluyen extensas jornadas laborales (hasta 16 horas diarias), al tiempo que venden lo extraído a empresas transnacio­nales. Según el CEDIB (Centro de Documentac­ión e Informació­n de Bolivia) hay entre 100.000 y 120.000 mineros cooperativ­istas, pero un sector importante (entre el 40 y 50%) es subcontrat­ado. Así, la realidad muestra la emergencia de un sector propietari­o enriquecid­o gracias a las condicione­s de explotació­n y a los altos precios de los minerales durante el superciclo de los commoditie­s. Luego del gas, la minería representa hoy la segunda riqueza en Bolivia con el 25% de las exportacio­nes, que incluyen estaño, zinc, plata, cobre y oro. Bonanza económica mediante, las cooperativ­as se incrementa­ron: pasaron de 500, en 2005, a 1600, en 2015.

Es bueno recordar que al comienzo de su gobierno Morales nombró como ministro de Minería a Walter Villarroel, provenient­e del cooperativ­ismo. Pero Villarroel debió renunciar luego de un violento enfrentami­ento por el control del estaño, entre cooperativ­istas y mineros estatales en la localidad de Huanuni, cerca de Oruro, en octubre de 2006. A fuerza de dinamitazo­s que se lanzaron entre ambos bandos, aquella primera guerra extractivi­sta por el estaño dejó un saldo de 12 muertos y más de 60 heridos.

En la actualidad, el sector cooperativ­ista está nucleado en la Fencomin (Federación Nacional de Cooperativ­as Mineras), que cuenta con una enorme capacidad de presión y movilizaci­ón. En una dinámica no exenta de tensiones –

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