Ejercicios del poder de la propaganda
Se reedita un clásico de la manipulación política y comercial que no ha perdido en absoluto su vigencia.
bien. “Cultura” está pensada en el libro desde una concepción amplia, que no se limita a las elaboraciones “cultas”, sino que incluye también las creaciones “populares” o las producciones de la industria cultural. Por eso hay artículos que abordan el mundo intelectual de Recife (José Lira), o la cultura universitaria de La Plata (Gustavo Vallejos), o la escena teatral paulista (Heloísa Pontes), y otros que analizan los roles del lunfardo en Buenos Aires (Lila Caimari), o la reconstrucción televisiva de la favela en Río de Janeiro (Beatriz Jaguaribe); e incluso algunos que combinan en el mismo texto las dinámicas culturales de las élites intelectuales con la emergencia de ese problema crucial de las ciudades latinoamericanas desde los años cincuenta, que es la llamada barriada en Lima (Anahí Ballent) o, en mi caso, la villa miseria en Buenos Aires. Para el término ‘ciudad’, el libro no tiene una voluntad de construcción conceptual: todo lo contrario. Frente a las ambiciones clásicas de la sociología urbana o la planificación de producir un concepto de ciudad (un concepto que por necesidad supuso siempre la mutilación de algunas de las zonas más ricas de la ciudad como artefacto histórico), la historia cultural se propone algo bien diferente: advertir, en primer lugar, la precariedad y la inestabilidad de todos los campos de conocimiento que tienen a la ciudad como objeto, ya que las ciudades son “heterotópicas” por excelencia –por abusar de aquella noción tan evocativa de Foucault–, y mezclan en su vida histórica dimensiones de la más crasa materialidad con experiencias, percepciones, memorias, abriéndose también a los proyectos y las imaginaciones de futuro. Por eso no vemos los temas de la ciudad cómodamente integrados a campos disciplinares definidos, con postulados teóricos e instrumentos metodológicos específicos y estables, sino participando de un campo de tensiones entre enfoques y perspectivas diferenciadas, que van tomando cuerpo en el comercio, siempre tentativo, con su objeto de conocimiento. Y eso nos lleva a afirmar que no hay ninguna historia urbana interesante que no sea a la vez una hipótesis sobre cómo puede conocerse la ciudad, que no sea, especialmente, una hipótesis sobre cómo puede escribírsela. –¿Cuáles son las élites en disputa de las que se habla en el capítulo sobre San Pablo?
–Allí Paulo Garcez muestra algo fascinante: la avenida residencial por excelencia en la Belle Époque de San Pablo, entre 1890 y 1930 –convertida desde los 60 en la vía regia de la pujanza capitalista de esa metrópoli–, la Avenida Paulista, lejos de haber sido un espacio social exclusivo de las viejas élites tradicionales –“la avenida de los barones del café”–, fue una de las más claras manifestaciones de la pujanza de las nuevas élites inmigrantes, que se instalaron allí desde temprano construyendo sus mansiones con apelaciones a los lugares de origen, en estilos de reminiscencias itálicas, moriscas o germánicas, dándole a la avenida –para horror tanto de la aristocracia conservadora como de las corrientes vanguardistas– su carácter principal, el potente eclecticismo de los forasteros. Para entender la radicalidad de este hecho urbano, se puede comparar con Buenos Aires, donde algunos inmigrantes también construyeron sus edificios como ofrenda orgullosa a su origen (el Palacio Barolo es un ejemplo muy conocido), pero no hubo una avenida residencial a la que ellos le pusieran su marca distintiva, como fue la Paulista. Garcez muestra –a través de las fuentes más variadas– que tanto la avenida real de comienzos de siglo, como las diferentes representaciones que se le sobrepusieron como capas de olvido, tienen que ver con la intensidad de esas disputas intra-élites. –¿Cómo se conjuga la idea del derecho a la ciudad cuando persisten villas miserias y barrios privados? –No puede haber derecho a la ciudad cuando se niega el carácter de tablero público que define históricamente a la ciudad. Y tanto las villas miserias como los barrios privados son manifestaciones de esa negación. Las primeras lo hacen por defecto: son espacios de exclusión producto de las inequidades del mercado y las ausencias del Estado. Los segundos lo hacen programáticamente: son espacios de (auto) exclusión, que creen que pueden hacer de las inequidades del mercado y las ausencias del Estado su valor diferencial. En ambos casos estamos en presencia de la “ciudad archipiélago”, una ciudad atravesada por fracturas sociales y urbanas que ya no permiten imaginar un continuo ciudadano: indudablemente, el principal drama de la cultura urbana contemporánea.
En 1928, Edward Bernays –sobrino de Freud por parte de la esposa– y residente en Estados Unidos, sacó a la luz un pequeño libro titulado Propaganda –que muy bien hubiera podido llamarse “infierno”– cuyo subtítulo es Cómo manipular la opinión en democracia. Está escrito como un manual escolar que va de lo más simple, la definición de la palabra y el concepto “propaganda”, a lo más complejo, en capítulos donde explica en detalle cuál es el uso que le pueden y deben dar los políticos que se postulan a grandes cargos, incluidos el de presidente de una nación. “La propaganda es el brazo ejecutor del gobierno invisible”, afirma Bernays y esta frase se convierte en su leitmotiv: todo aquello que uno compra jamás ha sido elegido libremente: en este punto, la libertad no existe. Cuando adquirimos algo (incluida una opinión sobre un hecho) cedemos a la manipulación de tal o cual propaganda de alguna empresa. “Los hombres rara vez se percatan de las razones reales que motivan sus acciones”, escribe. Fuera de la empresa, sencillamente no hay nada, y ella valida sus productos a través de la propaganda.
Este libro tiene la virtud de dejar al lector tan atónito y descreído de lo que llamamos libertad individual, que tras su lectura se hace eco de las palabras de Noam Chomsky en la contratapa: “La propaganda es a la democracia lo que la violencia a un Estado totalitario. Si Bernays es el gurú de las relaciones públicas, Propaganda es su manual”. Bajo el nombre de “relaciones públicas”, Bernays engloba los oficios de lo que hoy llamamos agente de marketing, jefe de campaña electoral, director de encuestas, comunicador social, etc.; y con ellos se refiere a todo aquel profesional que se gana el pan privilegiando la venta de un producto por sobre el factor humano, ya sea este producto el terciopelo o los votos electorales. El agente deberá actuar sobre los líderes de grupos sociales y no sobre la sociedad en su conjunto. Dado que la sociedad está conformada por grupos (los empleados, las amas de casa, los estudiantes, los católicos, los niños, los socios de un club, los rotarios, etc.), actuará “creando circunstancias, resaltando actos significativos y escenificando asuntos de importancia”. Un ejemplo muy clarificador que brinda el autor data de cuando la crisis del terciopelo en Estados Unidos: aquellos que lo manufacturaban sufrían grandes bajas en sus ganancias. De modo que se asociaron, contrataron un agente que fue a ver a los modistos y sombrereros parisinos (París: la Meca de la moda) más importantes, y se les ofreció terciopelo para sus creaciones a un precio poco más que regalado. Los modistos lo utilizaron, lo pusieron a circular entre su elegante clientela y cuando la primera estrella de cine embutida en terciopelo bajó del barco en América, voilà!, ahí estaban las cámaras de los paparazzi para registrarla y convertir el terciopelo en el no-va-más de la moda. Si esto se puede hacer con un pedazo de terciopelo, tiemblen al pensar en la vida política en la que cada uno cree elegir libre y concienzudamente un candidato en pos de la gloria de la democracia. Escribe Bernays: “La política fue el primer gran negocio de EE.UU. (…) El buen gobierno se puede vender a una comunidad como puede venderse cualquier otro bien de consumo” y la primera propaganda de un político vendrá a través de sus conexiones periodísticas. ¿Cuál es la ética de los agentes de relaciones públicas? Para empezar, ¿la tienen? Sí, por supuesto, contesta Bernays, el agente “no aceptará un cliente cuyos intereses colisionen con los de otro cliente. No aceptará un cliente cuyo caso crea desahuciado o cuyo producto le parezca incomerciable. Debería ser franco en sus negocios…”.
En suma, Propaganda (reeditado por Libros del Zorzal) es un libro que no tiene desperdicio. Es cierto que arrasará con el último vestigio romántico e inocente del lector y del consumidor que creía en la buena fe del negociante, como dice Bernays, ya sea de terciopelo o de leyes en el Congreso. Pero puesto a elegir, el buen lector debería inclinarse por este libro, como quien prefiere a la verdad por sobre los espejitos de colores, por cruda, fea y dolorosa que sea.