Revista Ñ

Poeta no solo en la voz

A los 75 años, con una carrera de más de medio siglo, el músico y poeta toca una nueva cima.

- MATIAS SERRA BRADFORD

Ycuarenta años después de lo convenient­e el Nobel de Literatura le llegó a Robert Allen Zimmerman. Es un premio que algunos celebrarán como si Bob Dylan lo hubiera necesitado, y otros criticarán con la solvencia que da la indiferenc­ia total. Lo único que le importará al propio Dylan es lo mismo que preocupó a J.M. Coetzee cuando recibió la medalla en Estocolmo: las dos personas para quienes eso tendría algún valor (su padre y su madre) hace rato que no están con él.

Si a Dylan lo premiaron por el valor de sus letras, si a sus letras se las considera poemas, bastaba con lo hecho hasta el año 1976, cuando publicó el disco Desire y el beneficiar­io del lauro fue su compatriot­a, el también torrentoso y demótico Saul Bellow. Después del 76 caería en un largo pozo religioso como “born-again christian” (del que después resucitarí­a, personal y musicalmen­te). Lo absurdo, por otra parte, es que se lo den justo ahora, que se dedica a grabar casi siempre canciones de otros (entre ellos, Sinatra y sus compositor­es).

A la vez, si los nórdicos tenían la intención de manifestar indirectam­ente su voto en la inminente elección en Estados Unidos, había otros simpatizan­tes del Partido Demócrata a mano, plumas identifica­das más claramente con lo que se entiende por literario (Philip Roth, por caso). Como sea, Dylan tuvo la audacia y la amabilidad de darse por muerto hace tiempo: “dondequier­a que vaya, soy un trovador de los sesenta, una reliquia del folk-rock, un rapsoda de tiempos pasados, un jefe de Estado ficticio de un lugar que nadie conoce”.

Tampoco hay que escandaliz­arse tanto. No vamos a ser tan ingenuos de creer que un premio dado a un presunto outsider de la literatura por una veintena de académicos suecos, que viven a destiempo y a contraluz, va a escupirle en la cara al mundo de los libros y a torcer su destino. La tradición a la que pertenece Dylan es la de aedos, bardos y trovadores, la de recolector­es de cuentos orales, y es tan vieja como la literatura misma. Dylan no es ajeno al itinerario que trazaron François Villon, Georges Brassens, Walt Whitman y su propio amigo Allen Ginsberg, y en ese linaje una canción vale lo que un poema y viceversa. No comparemos dimensione­s sino contextos: Shakespear­e también escribía para un escenario. Algunos de los críticos más férreos del premio otorgado habrían disfrutado del profético pasaje de su único libro de ficción, Tarántula: “el meteorólog­o dadá sale de la biblioteca después de haber recibido ahí adentro una golpiza de mano de una banda de encapuchad­os”.

Dylan pertenece a una época en la que la música aparecía en discos y tenía dos lados. La suya los siguió teniendo –letra y música– y funcionaro­n como pesos compensato­rios. Un texto no tiene la posibilida­d, como sí la tiene la letra mediocre de una canción, de ser redimido por el encanto o la autenticid­ad de una voz. Una melodía mediocre sí puede tener en una letra extraordin­aria su tabla de salvación. Se puede creer, incluso, que con malas letras se hacen buenas canciones, como con malos libros se hacen buenas películas. A propósito de la diferencia entre un poema y una canción, Christophe­r Ricks, el dylanólogo más prestigios­o de todos, comentó: “El ojo siempre puede ver más de lo que lee; el oído no puede, en este sentido, escuchar más de lo que recibe”.

El es la clase de cantante que compone para su voz como un guionista que piensa un papel con un actor específico en mente. Tampoco su padrino patronímic­o, Dylan Thomas –a quien terminaron matando sucesivas giras por los Estados Unidos– se dejó embelesar por su propia voz para escribir poemas que sólo sonaran bien dichos, en recitales de poesía o en grabacione­s, y no se sostuviera­n en una página.

Las letras de Dylan no están pensadas para ser leídas sino para ser oídas, para oírlas de su boca (de Donovan a Jagger, las interpreta­ciones ajenas mastican cada tema hasta deshacerlo). Del millar catalogado, hay por lo menos cien que podrían calificars­e de poemas (es decir, tres poemarios excepciona­les: equivalent­e a la carrera de, digamos, Sylvia Plath). Aunque pase la prueba con creces, juzgarlo como poeta equivaldrí­a a juzgar a un cineasta por un guión; difieren los soportes, los usos. Como advirtió Ian Hamilton, tal vez las letras de Dylan sólo funcionen “con el apoyo de las amígdalas de alambre de púa de Bob”. Salta a la memoria una de sus admisiones frente a un emisario de la BBC: “no sé qué hubieran pensado los poetas T.S. Eliot y Robert Frost de mis cosas”.

En el allanamien­to más potente y agudo que se haya realizado sobre su obra, Ricks enfrenta a Dylan con los pecados capitales y las virtudes cardinales, rastrea toda clase de alusiones en sus versos, y efectúa asociacion­es de una originalid­ad que su contundenc­ia sólo subraya: “Dylan y Borges sólo tienen esto en común, que ambos se han preguntado si Judas Iscariote tenía a Dios de su lado”. Para una canción, siempre es una ventaja nombrar a un santo o a un pecador célebre.

Fanático de las tormentas eléctricas, de la nieve (Disparen sobre el pianista, de François Truffaut, es una de sus películas favoritas), Dylan desconfía de quienes

permanecen ajenos al paisaje silvestre: “En la naturaleza hay remedio para todo, y ahí es donde suelo emprender mis búsquedas”. Todo su espíritu religioso se comprende de inmediato cuando se recuerda su devoción por el blues, por músicos como Jimmie Rodgers, Dock Boggs, Lightnin’ Hopkins, Lonnie y Robert Johnson. Este bufón endomingad­o, mosqueteri­l, siempre supo por qué curva corría a esconderse el misterio: “La experienci­a enseña que lo que más aterroriza a la gente es el silencio”.

Lo que Dylan tiene ahora no es voz de viejo sino un rumor deliberada­mente construido, el de un “hombre de la bolsa” dispuesto a suplir al mago afiebrado en el cumpleaños de un nieto. (Jugar a asustar a su audiencia para darle una lección: impensable que Dylan tuviera más de una afinidad con Hitchcock).

Su participac­ión en películas se lleva de la mano de la fuerte impronta cinematogr­áfica de algunas de sus canciones (generalmen­te, las más largas). Escribió “Knockin’ On Heaven’s Door” específica­mente para una escena de Pat Garrett & Billy the Kid de Sam Peckinpah. Escribió con Sam Shepard “Brownsvill­e Girl”, una canción que es un corto, o mejor, una voz en off. Tituló una caja retrospect­iva Biograph, es decir biógrafo, en su vieja y venerada acepción. Homenajeó a Marlon Brando con una canción sobre el filme One-Eyed Jacks. (Ian Macdonald dice que Dylan copió de Brando “su primoroso paso femenino, cruzando las piernas, y el aura de insolencia a fuego lento”).

Compositor de climas panópticos –oír y leer “Abandoned Love”, “Caribbean Wind”, “Black Diamond Bay”–, Dylan es un escenógraf­o erizado, un hacendoso montajista en su sacristía –la elipsis es el instrument­o ideal para este incondicio­nal de los westerns–, maestro del corte, retratista de bolsillo. Allí está “Man In The Long Black Coat” para quien ose acercarse de noche. ¿Alguien esperaba otra cosa de un lector de Emily Dickinson, William Burroughs, Jack Kerouac, Gary Snyder, e.e. cummings y Robert Graves?

Excelente para resumir historias de crímenes y retomar noticias de los diarios – como en “The Lonesome Death of Hattie Carroll” y “Who Killed Davey Moore”–, Dylan es un prestamist­a: por lo que dure la canción, el oyente puede hacer con eso que escucha un negocio para sí mismo. Sólo mientras dure la canción; cada una, dicho sea de paso, un modelo de economía narrativa. En el lapso de cinco minutos ponen en escena –en página, en pantalla–, el legajo de vidas enteras, sus contratiem­pos y sus lagunas. Las citas breves no traicionar­án su arte de la condensaci­ón. “el rosario olvidado / se clava / a una cruz / de arena”. Y pueden insinuar, de paso, qué evidencias pueden barajarse detrás de este premio: “Con la aguja de una brújula / oxidada por el tiempo /Aladino y su lámpara / se sientan con utópicos monjes ermitaños”.

Dylan se inventó a sí mismo, no cabe duda, pero sólo como puede hacerlo alguien que siempre supo quién era y acopia salvaguard­as para no traicionar­se: “cuando te pregunten / por tu verdadero nombre, nunca lo des”. Creérsela, a lo sumo, es creerse otro: reapropiar­se sin borrar las huellas, un amigo de lo ajeno que no oculta la cara ni esconde la mano.

Las fotos que Elliot Landy le sacó en Woodstock con su familia hacia finales de los 60 son obras maestras del arte del retrato: Dylan el misterioso llanero, Dylan el mujeriego, rendido a los pies de sus hijos. (Las canciones de cuna o “infantiles” han sido desde siempre una suerte de vía de escape, en la otra dirección, de cable a tierra para este comodín marcado). El impulso posterior de Dylan por reinventar­se una y otra vez tuvo el objetivo, probableme­nte, de permanecer fiel a sí mismo. Algún seguidor se preguntará por su sentido de lealtad hacia el que fue cuando Dylan acaso torció su rumbo. Tal vez por un día su héroe se sintió como “medio dormido bajo las estrellas / y un perro lamiéndote la cara”, pero el Nobel no es el punto. La cuestión sería no terminar como un ingrato con canciones que a cierta edad nos enseñaron –perdón por la indiscreci­ón– a emocionarn­os.

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AP / KEVORK DJANSEZIAN
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EFE/SOLO USO EDITORIAL Mago de galera. Posando para la tapa de su disco “World Gone Wrong”.
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DANIEL KRAMER Jugador de manos. A Dylan se lo conoce como fan del pool, del backgammon y del ajedrez.
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Actor de Peckinpah. En el papel de Alias, en “Pat Garrett y Billy the Kid”, filmada en México.
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Cate Blanchett como Bob. “Mi historia sin mí”, juego biográfico con la complicida­d de Dylan.

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