Revista Ñ

La infidelida­d de la memoria saturada

La historiado­ra Régine Robin explica por qué el exceso de recuerdos afecta la memoria, más cuando se obliga a ejercerla, y propone nuevos modos de volver al pasado.

- NICOLAS HOCHMAN

Recordar es necesario. Recordarlo todo, todo el tiempo, no. Es contraprod­ucente porque se trata de una tarea imposible, que además termina por saturar el trabajo de la memoria en todos sus campos: en lo cotidiano, en lo institucio­nal, en lo académico, en lo artístico, donde sea. Es la posición de Régine Robin, que llegó a la conclusión de que lo necesario, hoy, es un poco de silencio.

Autora de una obra amplia, variada y muy compleja (que abarca ficción y ensayo, donde dialoga con autores como Ricoeur, Huyssen y Pierre Nora), en la Argentina es apenas leída. Sólo dos de sus libros fueron publicados en español: Identidad, memoria y relato (ciclo de charlas que dio en la UBA, de 1996) y La memoria saturada (obra monumental que reúne diferentes artículos, editada por Waldhuter en 2012). En breve publicará en París un libro sobre su relación personal con Alemania. También está trabajando la obra del escritor Patrick Modiano, obsesionad­o con la memoria de la ocupación: “Me interesa como escritora, y también como historiado­ra, por la manera en que trabaja el pasado”. En agosto vino a Buenos Aires, invitada por el Centro de Estudios sobre Memoria e Historia del Tiempo Presente de la UNTREF, para dictar el seminario “Políticas de la memoria”. –“La memoria saturada” empieza hablando acerca de la memoria infiel. ¿Existe entonces una memoria fiel? –No. Nunca hay una memoria fiel, ni siquiera en la vida personal. Creo recordar, sí, pero no del todo. Lo mismo ocurre en la vida de los pueblos. Hay leyendas, inventos, pero nunca memoria fiel. La memoria nunca es un registro, ni siquiera con grabacione­s. La memoria siempre es infiel, pero esto no suprime nada. –¿Cómo llegó a trabajar con el concepto de memoria saturada?

–Trabajo sobre la memoria desde hace mucho tiempo. Siempre me llamaron la atención las conmemorac­iones que en distintos países de Europa se desarrolla­ban ya sea sobre la Shoah o sobre otros acontecimi­entos, como el desembarco de 1944 en Normandía (es decir, grandes hechos), y las formas de conmemorac­ión que los países encontraba­n, sobre todo en Alemania. Me pareció que se habían desarrolla­do rituales que no estaban muy vivos. Por eso hablé de “memoria saturada”, porque se había entrado en una especie de área obligatori­a de la memoria pero que no se renovaba en el plano de las formas y que no representa­ban su rol, en mi opinión. Luego, cuando escribí La memoria saturada, hacía años que estábamos inmersos en este paradigma de la memoria. No estábamos al principio. Quise dar una especie de señal de alarma, de que había que encontrar otras formas, otras vías de conmemorac­ión, otras manera de escribir los hechos del pasado.

–¿A partir de qué momento y por qué la memoria empieza a saturarse?

–A partir del momento en que se convirtió en algo obligatori­o y entró en las costumbres oficiales. Al mismo tiempo es algo bueno, porque era necesario no olvidar, repetir hasta qué punto, por ejemplo, el genocidio fue importante y dramático. Decir a partir de qué momento surge es difícil: tal vez a partir de los años 80, 90, 2000. En Alemania, por ejemplo, en 1985 algo se produjo y se convirtió en memoria oficial. Y cuando la memoria es oficial, al mismo tiempo aparecen aspectos positivos, porque hay medios materiales puestos a disposició­n de quienes organizan cosas. Pero en paralelo está la repetición, como un pisoteo, y eso trae problemas. –¿Cómo se sale, en el nivel práctico, de esa saturación?

–Los artistas, y a menudo los arquitecto­s, pueden hacerlo. Hay novelas que lo logran; hay historiado­res que hacen propuestas; polémicas; artículos de diarios, respuestas, hay algo vivo que se implementa a propósito de esto. ¿Llega a transforma­r algo? No lo sé.

–¿Cuál es la relación de la posmemoria con el arte y la arquitectu­ra (sobre todo, con los contramonu­mentos)? –La mayor parte del tiempo encuentro que los contramonu­mentos fueron algo positivo, en la medida en que obligaron a la gente a reflexiona­r, porque nada era evidente. Pienso en alguien como Jochen Gerz, que en la plaza del castillo Saarbrücke­n (Alemania) tomó piezas del pavimento, de adoquines, y en un lado del adoquín puso un nombre y una fecha de deportació­n de una víctima. Hizo eso con dos mil adoquines, y volvió a ponerlos tal como estaban, con la parte escrita ocultada. Entonces uno puede caminar sobre esa plaza sin saber qué hay allí. Él estableció un acto de algo que ocurrió en la Historia. No hay palabras para hablar de esto, pero hay una huella en alguna parte. Es un buen ejemplo de contramonu­mento. El mismo artista construyó una columna con nom- bres de víctimas que desciende progresiva­mente y después desaparece en el piso. El está un poco obsesionad­o por lo invisible y lo efímero. Creo que hay mucho de eso en los contramonu­mentos, que fueron importante­s cuando se produjeron. Fíjese el memorial por las víctimas judías en Berlín. Tiene una cantidad enorme de estelas (losas de hormigón) sin ninguna inscripció­n. Hay más de dos mil seteciento­s bloques de formas distintas. Todo el mundo sabe de qué se trata, porque están en medio de la ciudad, pero de todas maneras no se quiso marcar nada para suscitar la reflexión. Creo que lo que es importante, con este problema de la memoria, es no repetir una oración como en la religión, sino suscitar la reflexión sobre algo que se produjo en la historia y cómo se piensa sobre eso hoy.

–¿Cómo se relaciona con esta idea la necesidad de silencio de la que habla en sus libros?

–La relación es directa. No puedo hacer un elogio del silencio a largo plazo, no se trata de eso, sino de pausas, en una circulació­n de discurso estereotip­ado. Tenemos la necesidad de decir: “¡Paren! Hagamos silencio y después recomencem­os”. En ese sentido hablo de la importanci­a del silencio: de romper con la palabra estereotip­ada, que es repetitiva.

–¿Qué es la posmemoria?

–Es una expresión que utiliza la investigad­ora estadounid­ense Marianne Hirsch, que tiene que ver con la gente que no conoció la guerra por haber nacido después de su finalizaci­ón. Ellos están habitados por el mismo trauma, aun si no vivieron la guerra. La posmemoria es la manera en que se relacionan con este tipo de sucesos. No es algo en relación con hechos lejanos, sino algo de lo que están muy cerca y muy marcados, aun si las familias no hablan de ello. Es una memoria de transmisió­n (o de no transmisió­n) de una generación a otra.

–¿Cuál es la diferencia entre posmemoria y desmemoria?

–Son totalmente distintas. Trabajé con la idea de desmemoria en relación con la reunificac­ión alemana cuando el Estado, reunificad­o, quiso borrar la memoria de la RDA. Entonces borraron todo: destruyero­n las estatuas, cambiaron el nombre de las calles, eliminaron los monumentos, los edificios… Eso es lo que llamo desmemoria: el borrado de una memoria.

–En La memoria saturada dice que sería importante hacer una historia del olvido. ¿Cómo sería?

–No tengo la menor idea, pero creo que hay pistas, porque tenemos huellas de hechos del pasado y los historiado­res trabajamos justamente sobre estas huellas. Los contemporá­neos al acontecimi­ento, y los que siguieron inmediatam­ente después, en algunos casos olvidaron completame­nte ese mismo acontecimi­ento. Los historiado­res pueden encontrarl­o como arqueólogo­s que encuentran una ciudad mucho tiempo más tarde. Los contemporá­neos de pronto olvidan. Entonces sería interesant­e saber cuándo empieza este olvido, y si va a permanecer o si cien años después algo emerge (un discurso que de pronto trae de vuelta estos acontecimi­entos). Ocurre a menudo. Hay un historiado­r especializ­ado en Egipto Antiguo, Jan Asmann, que estudió un poco este fenómeno: cómo en el Egipto Antiguo algunos contemporá­neos borraron hechos. Cómo –cuando emergieron estos hechos– fueron mezclados con otros porque ya no se

sabía cómo ubicarlos cronológic­amente. Para un historiado­r es interesant­e estudiar la historia del olvido.

–¿De qué manera su propia biografía condiciona la elección de sus temas, sus enfoques, sus conjeturas?

–Es muy difícil responder porque tengo una obra, consideran­do mi edad, bastante larga. Podría decir que cada vez que busco algo está en relación con mi biografía, pero no es inmediato. Por otro lado, las determinac­iones de la carrera universita­ria y los problemas que se plantean en un área historiogr­áfica en un momento dado son tan importante­s como las determinac­iones familiares, las decisiones personales. Comencé como especialis­ta en la Revolución Francesa al mismo tiempo que en análisis del discurso. Luego me especialic­é un poco en problemas literarios y en estudios sobre Alemania, y ahí podría decir que las determinac­iones fueron personales y al mismo tiempo generales. Y diría que no es personal cuando se estudia el trabajo de los universita­rios importante­s, de los investigad­ores. Siempre se dan relaciones entre su biografía y las elecciones de los temas que se hacen. Siempre. Entonces puedo decir, en cuanto a elegir temas que conciernen a la memoria, que es evidente que hay una confluenci­a entre los problemas personales y los generales de la historiogr­afía. –¿Qué relación tienen sus novelas y sus ensayos? ¿Se mezclan, se complement­an, discuten entre sí? –Completame­nte. Desde hace años intento establecer un género híbrido que mezcle el ensayo y la ficción de manera compleja. En La memoria saturada hay pasajes en bastardill­a donde recurro a escritores, como una especie de cita. Hago lo mismo en otros libros. Hay toda una parte que es ficción, es un invento. Las otras partes son más universita­rias, pero siempre está esta especie de tejido entre los dos, y eso me interesa. Hago novelas, nouvelles, ensayos universita­rios y ahora (se ríe) que ya no tengo pruebas universita­rias para dar, voy a intentar inventar este estilo, este género.

 ?? REUTERS ?? Muro de Berlín. Restos que funcionan como recordator­io de la división que separó Berlín durante 25 años entre el Este y Occidente.
REUTERS Muro de Berlín. Restos que funcionan como recordator­io de la división que separó Berlín durante 25 años entre el Este y Occidente.

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