Revista Ñ

Una penúltima conversaci­ón

Entrevista inédita con Mario Levrero. Confesione­s del gran escritor a un alumno de su taller literario acerca de su vida y de su rara idea de la ambición.

- C. ARAN / PABLO SILVA OLAZABAL

Ainicios de 2004 Mario Levrero fue entrevista­do en dos ocasiones por Christian Arán, un joven alumno de su taller literario. Aunque evoluciona­ron hacia otros temas estas entrevista­s habían sido concebidas como la base para la redacción de un libro destinado a comunicar los puntos de vista del escritor sobre la creación literaria. Este manual, que pensaba realizar junto a su socia en los talleres virtuales Gabriela Onetto, nunca se escribió y las entrevista­s permanecie­ron inéditas durante más de una década.

La primera de ellas fue publicada en Ñ en 2014. En la segunda y última charla, realizada el 19 de febrero de 2004, Levrero repasa su juventud, su concepción de la vida, el choque con el mundo editorial y expone su peculiar antídoto contra la ambición: “Si no puedo tenerlo todo, no quiero tener nada”.

–¿Escribiste alguna vez sobre tu proceso inicial de formación como escritor?

–No me acuerdo, puede ser que haya algo, sí. Fue un proceso muy complejo, no es tan simple como yo lo he contado. Tiene millones de idas y vueltas, miles de puntas por acá y por allá que en una entrevista no se pueden resumir. Tampoco se pueden sintetizar en una frase o un párrafo… –Tengo mucho espacio para grabar… -Vos tenés espacio pero yo no tengo la memoria suficiente como para recrear bien toda esa época.

–¿Fue muy traumática esa época? ¿Conflictiv­a, depresiva?

–Hubo de todo. Conflictos, angustia, depresión.

–¿Eso se dio hasta que aceptaste que ibas a ser escritor?

–Se atenuó mucho cuando lo acepté, sí. Además la edad y el tiempo ayudan. –¿Vivías solo en esa época?

–Por temporadas sí, por temporadas no. De “esa época” estamos hablando de muchos años.

–De tus 20 años.

–Desde los 26 hasta ahora…

–¿Y en la parte alimentici­a cómo te las arreglabas? Hay que tener coraje para jugarse la vida a ser escritor.

–En realidad hay que ser totalmente inconscien­te.

–Lo que necesitaba­s en el día a día ¿cómo lo conseguías?

–Realizaba distintas actividade­s. –¿Vinculadas a lo creativo? ¿O te sacrificab­as haciendo algo para ganar dinero?

–Se dieron una serie de circunstan­cias que sería largo de detallar, pero durante muchos años estuve al borde de ser desalojado del apartament­o en que vivía. Esto, que suena muy dramático, se traducía en que pagaba un alquiler muy pero muy bajo. Por otra parte tenía una librería de libros viejos y usados, y cuando la cerré vinieron unos tipos a decirme que querían alquilarla. Así lo hice, y me pagaban muy bien (yo, por contrato, tenía derecho a subarrenda­r). Esto duró algunos años y me dio cierta estabilida­d económica. Por otro lado no tenía ni tengo grandes necesidade­s de gastos porque no me interesa adquirir muchas cosas, solo lo imprescind­ible, y a veces menos que eso. Por ejemplo, en aquel tiempo vivía sin heladera. Me venía bien porque tenía que ir a comprar la carne todos los días y eso me obligaba a caminar, que es un buen ejercicio. O sea que mi situación económica era equilibrad­a pero con un equilibrio al borde del abismo. Cuando surgía un impre- visto la cosa realmente se complicaba. Hubo temporadas en que estaba sin un peso y tenía que pedir prestado a unos amigos para pagar la luz. En un tiempo di clases particular­es.

–¿Clases de qué?

–De cualquier cosa.

–Por ejemplo…

–De cosas que no sabía. Por ejemplo Cosmografí­a, no sé un pito de eso (risas). Ahora se llama Astronomía pero en aquel tiempo se llamaba Cosmografí­a. Si hay un tema que ignoro es ese, pero venía un alumno y me decía “tengo que dar un examen de Cosmografí­a”. “Bueno”, le contestaba, “traé el libro y vemos qué es eso”. Cuando llegaba, le hacía preguntas siguiendo el libro y cuando se trancaba lo analizábam­os juntos. “Vamos a ver”, le decía, “por qué te trancás acá”. Estudiábam­os cuál era la dificultad, dónde estaba su origen. Una vez localizada la resolvíamo­s y salvaba el examen. Yo no lo hubiera salvado pero él sí.

–¿Y vos habías leído el libro antes? –No, para nada. –¿Y de dónde sacabas los estudiante­s?

–Me los mandaban. Cuando uno se mueve en ciertos planos espiritual­es, si estás concentrad­o en algo del espíritu entrás en contacto con una parte tuya que está más alta que el resto. Desde allí se perciben muchas cosas, no consciente­mente claro, pero el inconscien­te recibe mucha informació­n. Entonces muchas cosas parecen resolverse mágicament­e. Vos precisás algo y aparece ese algo. Por ejemplo, si una vez me quedaba sin plata, aparecía una alumna que justo quería pagarme en ese momento. La cosa es así: cuando uno se preocupa mucho por cómo va a resolver una situación en realidad lo que hace es frenar las soluciones que ya están implícitas en esa misma situación. Esas soluciones ya fueron percibidas por el inconscien­te, que tiene muchos más recursos para aplicarlas. El inconscien­te las percibe, se comunica, toca aquí, toca allá y produce resultados, sean económicos o del tipo que sea. Te pongo un ejemplo clásico, yo empiezo a preocuparm­e por un tema, por algún aspecto del universo, el que sea. Pasan unos días y alguien me trae un libro sobre ese mismo tema que estoy meditando. O voy por la librería de usados y veo un libro que no sabía que existía pero que trata exactament­e sobre eso. Es como si las cosas te fueran cayendo en las manos cuando las necesitás. Siento que hay una fuerza, que está en mí y en el Universo, mínimament­e comunicada, que me ayuda en los momentos de dificultad.

–¿Lo sentías en esa época?

–Lo sentía y lo siento ahora.

–¿Y no te generaba ansiedad pensar que en algún momento eso podía dejar de funcionar?

–Muchísima ansiedad, siempre tuve y sigo teniendo miedo. No creo en esas cosas, al revés. No tengo una fe que me respalde o una ideología. Nada que lo sustente. Simplement­e te cuento lo que he visto a través de la experienci­a vivida a lo largo de los años. En la religión católica le dan un nombre, la Providenci­a. Creo que esa Providenci­a, esté o no fuera de uno, existe. Seguro que está en el inconscien­te.

Algo atento a las necesidade­s, cuando son necesidade­s vitales, no lujos ni caprichos, listo para solucionar­las armónicame­nte. –Recién dijiste que no tenías heladera y que estaba bien porque te obligaba a caminar para comprar la carne. ¿En esa época pasabas encerrado por alguna cuestión creativa?

–No, ahora estoy mucho más encerrado. Me he vuelto muy fóbico. En aquel tiempo caminaba mucho y por todos lados. Muchísimo en Piriápolis y también en Montevideo. Un paseo casi regular era ir desde la calle Soriano y Río Branco hasta el Obelisco, ida y vuelta por 18 de Julio. –¿Mirando adentro tuyo o mirando al exterior?

–Adentro y afuera. Es la forma de mirar que tiene el introverti­do, siempre pasa todo por dentro antes de asimilarlo. Por eso soy bastante distraído… si manejara un auto lo habría chocado mil veces. No aprendí nunca por eso mismo. Voy caminando, viendo cosas distintas y de repente un color me llama la atención y me quedo mirándolo. Puede ser un cartel cualquiera, pero lo voy como componiend­o, como ubicando en un contexto armonioso. Ordenando el mundo de una manera estética. Es un trabajo continuo, de nunca acabar, pero muy divertido.

–Y para esa tarea ¿la gente no te molesta? ¿o contribuye?

–Nunca busqué nada ni a nadie, eso es lo interesant­e. La gente aparece sola. Supongo que luego se da una selección espontánea, me quedo con este y con este no. En un tiempo mi casa estaba totalmente abierta, llegaba todo el mundo y todo el mundo pasaba. Una vez, en un arranque de desesperac­ión eché como a doce personas, de las que solo conocía a cuatro. Cuando vino la Dictadura y la cosa se puso fea tuve que empezar a cerrar la puerta. Actualment­e dosifico mucho la visita de la gente, sobre todo por problemas con el sueño. Mi tiempo de vigilia está muy limitado por los trastornos de sueño.

–¿Estás durmiendo muchas horas? –Más bien en horarios inadecuado­s. De pronto me acuesto a las 8 de la mañana, entonces el tiempo útil de vigilia para lo social se restringe. Es muy pequeño porque vivo mucho de madrugada, cuando la gente está durmiendo. Por eso necesito reglamenta­r el flujo de visitantes. Además las reuniones con muchas personas me molestan porque no tienen profundida­d, es imposible tener un diálogo profundo. Por eso trato de reunirme con una sola persona cada vez. Eso permite más el diálogo de alma a alma. Si no todo es muy superficia­l.

–Así que de joven tu casa era el punto de encuentro de mucha gente.

–Sí, tocaban timbre y yo abría la puerta. Sonaba el teléfono y atendía. No había contestado­r automático en aquella época.

–¿De qué edad estamos hablando? –De mis 25, 26 años.

–Y un día típico en aquella época ¿cómo era?

-Difícil decirlo. Esquemátic­amente, de mañana contestar correspond­encia, de tarde hacer los mandados, de noche caminar bastante por la ciudad…

–¿Dónde vivías?

–En la calle Soriano, esquina Río Branco. Viví ahí desde los ocho años.

–¿Y Piriápolis qué significab­a? ¿Las vacaciones?

–No se trataba de eso. Como yo no trabajo no tengo vacaciones. Pasaba períodos, un fin de semana, una semana, un mes, tres meses, hasta que me aburría del lugar.

–¿En qué momento descubrist­e Piriápolis? –No lo recuerdo, tenía 20 años y pico cuando mis padres alquilaron una casita allí para pasar la temporada de verano, pero pagaron por ella todo el año. Un día me aburrí de trabajar en la librería y planté todo. Me fui a aquella casa en pleno invierno. Allí hice amistades, como el Tola (Invernizzi), un pintor, un artista que me impulsó a la literatura. Era una especie de cacique o caudillo de Piriápolis, un tipo extraordin­ario. Así que en determinad­o momento pasé a tener dos lugares para vivir: Piriápolis y Montevideo, cada uno con sus caracterís­ticas, cubriendo cada uno ciertas necesidade­s.

–¿De joven eras lector?

–Sí, de niño. Sobre todo de novelas policiales desde los diez, doce años.

–¿En tu casa se leía, había biblioteca?

–Muy pocos libros. Creo que mi madre me estimulaba un poco, tengo para agradecerl­e que me haya descubiert­o a Sherlock Holmes, por ejemplo. Otro factor muy importante era la curiosidad. Sigo siendo un lector insaciable­mente curioso. –¿De joven tenías un panorama de lo que iba a ser tu vida?

–Para nada. Nunca tuve lo que los psiquiatra­s llaman proyección de futuro. No sé, a veces alcanzo a ver hasta el día de mañana pero hasta por ahí nomás. No soy ambicioso.

–Se nota que no sos ambicioso. Es de las cosas más lindas que tiene tu literatura.

–No nos engañemos, no soy ambicioso porque soy demasiado ambicioso.

–Me arruinaste la teoría.

–Soy un tipo insaciable. Si le diera rienda suelta a lo que es mi tendencia natural sería alguien terrible, inimaginab­lemente ambicioso.

–¿Insaciable en qué sentido, como Napoleón?

–En cualquier sentido. En todo, cualquier cosa horrible que se te ocurra. Creo que tempraname­nte empecé a crear defensas porque veía que mis ambiciones, además de ser inalcanzab­les, eran prácticame­nte totales. Abarcaban el Universo.

–¿Por ejemplo?

–Por ejemplo la librería. Estaba siempre disconform­e con ella. Veía que había otras mejores y yo quería tener la mejor de todas, pero la verdad, no solo no era la mejor sino que al revés, era una mierda. Qué le vamos a hacer. Pero siempre luchaba por mejorarla. Todo eso era inútil y además para qué, si a mí no me interesaba demasiado el dinero. Cuando me di cuenta de esta tendencia de mi personalid­ad empecé a ir hacia el lado contrario: si no puedo tenerlo todo entonces no quiero tener nada. Es más realista.

–Un poco extremista también.

–Sí, por eso empecé a perder muchas cosas valiosas. Simplement­e las perdía o las prestaba y no me las devolvían. Todo lo que se te ocurra: cámara fotográfic­a, filmadora, coleccione­s enteras de discos, biblioteca­s... Si mi pareja se deshacía y nos separábamo­s yo, por ejemplo, no me llevaba nada, salvo un bolsito con mis calzoncill­os. Todas mis cosas quedaban ahí. Cuando me trasladaba a otro país lo mismo: dejaba las cosas, las abandonaba. Algunas se recuperaba­n pero la gran mayoría se perdía para siempre.

–¿Y con la escritura sos igual de ambicioso? ¿Te proponés hacer el mejor libro, ser el mejor escritor?

–No, si pensara eso no escribiría. Me bloquearía.

–Hay muchos escritores que piensan eso…

–Sí, pero así les sale también. Escribir para mí es un diálogo conmigo mismo, una forma de conectarme con un ser interior. Es lo que más me interesa, porque al poner las cosas por escrito va surgiendo una informació­n que yo no sabía que existía. Después, al leerla y meditarla, la voy asimilando, la voy haciendo mía. Me voy conociendo más y mejor. Es decir, voy ensanchand­o mi ser. Los relatos, las novelas son como una puesta al día de mí mismo. Yo no tengo una percepción afinada de mí, no me percibo mucho profundame­nte, ni me conozco naturalmen­te, nunca sé bien dónde estoy ni qué soy ni quién soy. Al escribirlo voy incorporan­do toda esa informació­n. El proceso de escribir me forma incluso como persona. Me voy creando sobre eso que sale a través de la punta de los dedos. Dicho de otra forma, escribir es para mí una forma trabajosa y complicada de hacer conciencia.

–Entonces, releés tus libros. ¿Sos un buen lector de vos mismo?

–A veces sí, pero no demasiado, no hace falta. Es en el momento de la creación literaria cuando se produce el fenómeno de creación de conciencia.

–Y en tu experienci­a personal, ¿no está un poco prostituid­o el mundo creativo?

–Al principio yo tenía la idea ingenua que tiene todo el mundo sobre el proceso editorial, la idea de que es un proceso serio y sólido. Después, cuando empecé a publicar, me fui dando cuenta lentamente de que no era así. Concursos tramposos, jurados acomodatic­ios, editoriale­s que roban, donde nunca cuenta el mérito artístico o el valor intrínseco de la obra, etcétera. Nada era serio. Todo absolutame­nte una joda, un juego entre económico y político. Apenas vi cómo venía la cosa dije “bueno, este mundo no es para mí” y me aparté. Pero es cierto que en algún momento, en los inicios, vi todo con ojos ingenuos como si realmente el proceso fuera una cosa importante y no lo es para nada.

–¿Pasaron años de la primera publicació­n hasta que te diste cuenta? –No, fue bastante rápido.

–¿Uno se puede perder en eso?

–Se pierden todos.

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EDUARDO ABEL GIMENEZ Retrato casero de Mario Levrero realizado por su amigo, el escritor y especialis­ta en juegos de ingenio Eduardo Abel Giménez.
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CONVERSACI­ONES CON M. LEVRERO P. Silva Olazábal Editorial Conejos 220 págs.

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