Revista Ñ

Acostumbra­do a la perfección

Andrzej Wajda. Adiós al genial director de “Sin anestesia”, “Cenizas y diamantes”, “El hombre de hierro” y “Danton”.

- ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Entre 1945 y 1990, en las dictaduras del proletaria­do del Este europeo, artistas e intelectua­les pudieron llevar modestas, protegidas, productiva­s existencia­s de clase media. Era un socialismo de pleno empleo, y como había trabajo obligatori­o para todos, no trabajar era delito. En aquel Segundo Mundo de la Guerra Fría del que se ha perdido aun la posibilida­d de aisladas imágenes fieles –porque obtenerlas significar­ía más números rojos en cuentas históricas todavía impagas–, a Polonia no le faltaron ventajas comparativ­as entre las democracia­s populares. El instrument­o jurídico internacio­nal que reglaba la alianza ofensiva-defensiva de los gobiernos al oriente de Viena y al occidente de Moscú revelaba esta centralida­d: era el Pacto de Varsovia. Ese blindaje militar –la Cortina de Hierro según la metáfora feudal del británico Churchill– subordinab­a las Fuerzas Armadas y los Partidos Comunistas nacionales al Comando Central y el Politburó soviéticos.

Sede de la firma de este matrimonio poligámico consagrado por convenienc­ia o por fuerza, en la práctica Polonia fue el menos estalinist­a de los signatario­s. La populosa nación católica y rural, que al fin del pasado milenio conservaba el récord de 50% de asistencia a la misa dominical, no sufrió la colectiviz­ación del campo: siguió siendo explotado por quienes lo trabajaban antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. Las señoritas de Wilko (1979), con un título que en época comunista menciona a los señores antes que a los siervos, es la obra maestra de Wajda sobre las encrucijad­as de una belle époque y un sector gerencial de casco de estancia que llegaba a su fin en sus valores y su lugar político, pero mucho menos en su funcionali­dad económica.

Salvo en los sectores clave de la política y de las grandes empresas estatales, aquel Segundo Mundo estatista, con una indiferenc­ia nunca antes conocida en la historia, practicó en las restantes esferas de la actividad humana, desde la ciencia hasta el ajedrez, desde las artes hasta los deportes, un sistemátic­o igualitari­smo meritocrát­ico. Aun limitándon­os a filmes y libros que pasaron airosos el examen de la censura, los resultados suelen ser, en promedio, menos adocenados de lo que gustan decir quienes nunca los vieron o los leyeron.

En la práctica, la meritocrac­ia en las escuelas superiores, como eran las de cine, implicaba un acabado y exigido conocimien­to técnico. Antes de cada nuevo estreno de Wajda los espectador­es nos habíamos acostumbra­do a esperar –a dar por descontada– su perfección. Perfección, desde luego, en sus propios términos: la distancia más corta, no necesariam­ente la más obvia, entre la composició­n mental y la imagen filmada proyectada en la pantalla. Perfec- ta la iluminació­n o la dicción de los actores, perfecta así la reconstruc­ción histórica de tiempos cercanos o lejanos, perfectos el vestuario, la fotografía, la entera dirección actoral, el guión, el diálogo, la narrativa, el casting.

Aquella meritocrac­ia socialista impuso un método y un hábito antes que un molde y una fórmula. Los cambios de registro temático, genérico y estilístic­o son tan frecuentes y variados en la carrera de Wajda como en la de David Bowie, para citar un término de comparació­n occidental. Hay el filme maldito, el relato negro decadente simbolista Cenizas y diamantes (1958), con joven actor fetiche (Cybulski, el bello predestina­do a la muerte como el americano James Dean del otro lado de la Cortina Fría), hay el cinéma verité cuidadosam­ente desaliñado, minuciosam­ente espontáneo de Todo para vender (1968, sobre el fin trágico de Cybulski en un accidente ferroviari­o, con actores y actrices e intelectua­les y funcionari­os y groupies haciendo de ellos mismos), hay el retrato histórico posrománti­co de los errores y errares de la Revolución Francesa, y acaso de toda revolución conocida, en Danton (1983, con un Gérard Dépardieu en el papel protagónic­o que por primera vez parece seguir en su actuación nítidas indicacion­es del director antes que obedecer a la exuberanci­a flamígera de su propia naturaleza histriónic­a), hay el filme-ensayo de interpreta­ción nacional sobre la casta militar polaca, los alemanes y los rusos en Katyn (2007), hay los filmes suavemente, pero rigurosame­nte, proselitis­tas que acompañan al sindicato Solidarida­d a derrocar al comunismo y a Lech Walesa a hacer su experienci­a personal, y en suma desafortun­ada, de gobernar Polonia, tras la Caída del Muro de Berlín (El hombre de hierro, 1981; El hombre de la esperanza, 2012). Tal vez sea difícil para un espectador de hoy salir exaltado de una sala donde han proyectado un filme de Wajda; es imposible que salga decepciona­do.

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