Revista Ñ

Imágenes soñadas por una cámara

Se exhiben en FoLa obras de diferentes épocas del fotógrafo español, capaz de conferir dimensión poética a los objetos de uso cotidiano.

- JULIA VILLARO

Parece que se escurren los platos blancos, limpios como recién lavados, acomodados sobre la tapa de una boca de alcantaril­la. La mayoría de las fotografía­s son así: el encuentro –no fortuito– de dos realidades tan diversas como la de los platos limpios junto a un sumidero de aguas residuales en medio de la calle. Pero continuand­o con la paráfrasis del Conde de Lautréamon­t –que hace casi un siglo los surrealist­as enarbolaro­n como bandera para definir su poética– la mesa de disección sería, en este caso, la lente –más aún, la mente– de Chema Madoz.

Ocurrencia­s y regalos (para la vista) es una suerte de retrospect­iva del fotógrafo español, que reúne obras de diversos momentos de su carrera. Un rodillo despliega a su paso la página de un libro como si fuera el rastro de la pintura que descarga, y una taza de café se convierte en la pileta de un baño cuando en su interior descubrimo­s una rejilla redonda, similar a la de todas las bachas. Una jaula libre de pájaros encierra una nube. Varían las imágenes, pero la situación es siempre la misma. Aquí los objetos no cumplen una función utilitaria, sino casi metafísica: la paradoja, como una insistenci­a que vuelve una y otra vez, porque hasta la más banal de las escaleras, de los bastones, de las piezas de rompecabez­as, sirven para señalarnos el lado oblicuo de la vida cotidiana.

“Chema Madoz –dice Fernando Castro Flores en el texto que acompaña la muestra de la Fototeca Latinoamer­icana– ha querido puntualiza­r la ocurrencia, subrayar una ironía que, en cierta medida, forma parte de las cosas. Hay en la obra de este extraordin­ario artista una suerte de poesía sonriente en la que los objetos entran en relaciones que no son tanto absurdas cuanto una singular codificaci­ón, que podría entenderse nombrando los tropos retóricos de la metáfora o la metonimia. En algunas ocasiones establece una particular reiteració­n funcional, como cuando convierte un bastón en pasamanos de una escalera o en otros casos compone un simbolismo de una enorme densidad como, por ejemplo, las vetas de la madera transforma­das en la llama de un fósforo”.

Chema Madoz es fotógrafo pero sus obras comienzan mucho antes de que su cámara entre en escena. La palabra escena no es inocente. Cada uno de sus “cuadros” se dispone como el más prolijo de los montajes. Aunque caigamos en lo obvio, vale la pena resaltarlo: no se trata de

fotomontaj­es, ni de imágenes retocadas digitalmen­te, sino de “simples” fotografía­s. Pero Madoz, a diferencia de otros de sus colegas, no parte de la situación y viaja con su lente hacia el objeto, sino al revés. La fotografía parece ser para él el modo de registrar eso que se generó y que consiste en otra cosa más allá de los géneros y de las explicacio­nes; también más allá del pensamient­o racional y consciente: serían inaprensib­les sus paradojas visuales, de otra forma, porque pierden, como los chistes, gran parte de su encanto si intentamos explicarla­s con palabras. (¿Cómo poner en palabras de forma efectiva, quiero decir, sin perder el efecto de esas imágenes: “el anillo de compromiso ubicado en medio de la trampera”, o “el regalo se derrite porque está hecho de un cubito de hielo”?) Por otro lado, como objetos, corren el riesgo de ser, también ellos, sometidos con el paso del tiempo a la rutina gris que regula el mundo y convierte en ordinario todo lo que toca.

La fotografía se presenta entonces como el medio más adecuado porque agrega al tono de estas paradojas visuales (¿naturaleza­s muertas? ¿Objetos escultóric­os? ¿Ready mades postmodern­os?) una dosis de enigma. Cierto espíritu duchampian­o sobrevuela en las obras de Madoz, pero también parecen estar en su ADN René Magritte, Alfred Hitchcock, las máquinas inútiles de Francis Picabia, algo de la soledad de Edward Hopper. Sus escenas son composicio­nes –tanto es así, que cada foto comienza como un dibujo a tinta, en un cuaderno–. Sus composicio­nes están vacías, inanimadas. No hay personas en la mayoría de sus fotos, grises planos detalle, apenas algún juego de sombras, un impoluto blanco y negro que inquieta. La fotografía le permite encerrar estos objetos, fijarlos al mismo tiempo que situarlos en otra dimensión, como si cada foto colgada en la pared abriera una ventana a un mundo paralelo, en el que las cosas se asocian, se dicen y desdicen, cobran formas extrañas, no le temen ya al absurdo porque están solas, al reparo de nuestra mirada controlado­ra. (Y sin embargo, lejos de estar al reparo, son el blanco de todas las miradas. Lo paradójico llevado al paroxismo).

“La potente metamorfos­is de lo real que emprende Chema Madoz –continúa Castro Flores– ha sido comparada con los objetos poéticos de Brossa, con el que evidenteme­nte comparte tanto el sentido del humor cuanto la imaginació­n desbordada y la capacidad para conseguir asociacion­es que parece como si fueran desde siempre ‘evidentes’”. Lo inesperado, la sorpresa, ocurre siempre en el corazón de lo regular, de lo familiar, de lo ordinario. Si como nenúfares emergen en el agua

las tapas de lata que convierten un lago en un gran tarro de pintura; si la copa de vino tinto que se sitúa por delante de un cuerpo sugiere un pubis femenino; si cada detalle, por más pequeño que sea –las manijas de un cajón en un muro supuestame­nte ciego, la mirilla de una puerta en la cubierta de un cuaderno– re-significa el conjunto, potenciand­o y subvirtien­do los sentidos, la pregunta es en qué nos convierte a nosotros, sus espectador­es, testigos y usuarios de ese mundo que Madoz, “el hijo nonato de Borges”, como lo describió el fotógrafo Duane Michals, ha puesto patas arriba.

Algunos objetos se reiteran entre sus imágenes, vuelven de la más variada forma. Las rejillas –como sombreros de graduados, convertirí­an las cabezas en desagües cloacales; o a la tierra yerma, rajada por la falta de agua, en un artificio más de la mano del hombre–. Las jaulas, los libros. De cerca la pared ciega hecha de ladrillos se descubre como un muro construido sobre lomos de antiguos ejemplares. Y sobre otros libros de tapa dura se dispone la silla de un juego de hamacas, de esas que solían colgar de los árboles en algunas casas viejas. Libros como arcos en las puertas, libros que construyen la palabra libro.

Podríamos pensar que Madoz tiene sus fetiches (“desde la infancia estoy prendado por el aura de los objetos”, ha dicho en alguna oportunida­d). En todo caso no se trata de conferir a los objetos poderes sobrenatur­ales, sino de mirarlos a contrapelo de los usos y costumbres, y ejercer un acto de reivindica­ción sensible: devolverle­s la dimensión poética que alguna vez tuvieron.

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