Revista Ñ

Cierta fascinació­n oscura por el mal

Al éxito de la novela negra se suma el de las series sobre crímenes y forenses. ¿Cuánto hay de ciencia y cuánto de ficción en esas historias?

- BETINA GONZALEZ B. González es narradora. Su nueva novela es América alucinada (Tusquets).

Sobrevivir a un peligro implica un aprendizaj­e. Quizás por eso jugamos a experiment­ar con el miedo en escenarios seguros: en la ficción, podemos ser víctimas o victimario­s sin transgredi­r ninguna norma. De chicos íbamos a la montaña rusa, más grandes veíamos cine catástrofe. Hoy, miramos no sólo series policiales sino documental­es –a veces en tiempo real, como Making a Murderer– sobre crímenes verdaderos. Y entre esos crímenes, siempre el que más atrae es el asesinato.

La literatura llegó antes a estos experiment­os con la muerte, el miedo y la justicia. Del policial de intriga que dominó el siglo XIX a las novelas de Hammett, lo que cambió (además del investigad­or) es el tipo de placer asociado a la lectura. Los fans de Sherlock Holmes o de Poirot se complacen en mirar por encima del hombro de sus detectives, en juntar pistas para descubrir juntos al asesino. Los lectores del hardboiled, en cambio, disfrutan de un mundo violento donde importa menos quién cometió el crimen que aceptarlo como algo cotidiano. En inglés este endurecimi­ento del género se definió con ese término que en español connotaría algo como “tener los huevos duros”. Mucho menos glamoroso que “novela negra”, o noir, color que usaron los franceses en los 40 para hablar de ese tipo de cine americano.

El género negro nunca necesitó de las distincion­es de la crítica académica porque siempre vendió. Pero detrás de la masividad no hay sólo una fórmula. Ya en 1944, Chandler advertía sobre esta idea simplista del género. Aún más hoy en día, pensar un buen policial es una tarea difí- cil. Quizás por eso, igual que en otros lugares sociales, es la ciencia la que irrumpe a la hora de imaginar nuevas peripecias. En las series de TV, esta irrupción implicó un desplazami­ento. El detective masculino, duro, que atrapa al criminal gracias a sus músculos o a la velocidad de su coche, ya no domina el escenario. Ahora los casos los resuelven los especialis­tas forenses o los criminólog­os desde la infalibili­dad de sus laboratori­os, sus computador­as y sus razonamien­tos. Es más, desde la llegada de CSI, Bones, Criminal Minds y la reciente Those Who Kill, el misterio en torno a la escena del crimen se ha transforma­do casi en un género aparte. Lo que cuentan el cadáver, una mancha en la pared o la tierra en la suela de los zapatos de la víctima es la verdadera historia a consumir. Detrás de esos indicios, ahora procesados por la ciencia, es la mente del criminal (más que su identidad) lo que se revela en el acto de magia narrativa. Estos “policiales científico­s” combinan varias convencion­es del viejo policial de intriga y del hardboiled en un producto al que se suma el saber técnico.

¿Cuánto de lo que muestran esas series refleja el trabajo real de los criminólog­os y de los criminalis­tas? Poco, responde Gastón Intelisano, oficial del Poder Judicial, criminalis­ta y escritor de novelas negras. “El problema de estas series es que enfatizan lo tecnológic­o y pierden de vista lo humano, el trabajo cotidiano. Un tipo pone una muestra en un microscopi­o, lee el resultado en un gráfico y resuelve todo. En la realidad importa mucho cómo tomás esa muestra, si no, no sirve en un juicio. También, lo que sabés de otros casos, lo que ya viste y aprendiste. Un caso no lo resuelve uno solo, es un trabajo en equipo”.

La representa­ción en TV de los profesiona­les que se encargan del perfil psicológic­o del agresor es aún más inverosími­l que la de los forenses. Criminal Minds muestra a los especialis­tas mirando fotos de un cadáver y charlando alrededor de una mesa. Al final de la sesión son capaces de decir si el asesino es portero o contador, si fue maltratado por sus padres, si le gusta jugar al fútbol o nunca tuvo novia. Laura Quiñones Urquiza, perfilador­a criminal y autora de Lo que cuenta la escena del crimen, confiesa que le aburren esas series. Prefiere las películas. “El rol del perfilador es fundamenta­l porque es quien conecta toda la informació­n de los criminalis­tas, de la policía, los médicos que hacen las autopsias y otros especialis­tas. Puede decir qué habilidade­s tiene el agresor, algunos rasgos de su personalid­ad, conflictos, preferenci­as sexuales. Y saber qué no está dispuesto a hacer, a partir de, por ejemplo, sus rituales o por cómo dejó a las víctimas de un homicidio, si se tomó o no un tiempo extra para acomodarla­s en una pose y por qué lo hizo. Lo que noto en las series es que le dan un tinte esotérico al perfilador, va al lugar del hecho y, sin basarse en los resultados de los otros profesiona­les, ya te dice todo”. Muchas veces, es el perfilador criminal el que, al ver una foto de la escena del crimen, guía las preguntas que la policía tiene que hacer sobre la víctima o su entorno. Y es poco frecuente que vaya al lugar del crimen.

También está el tema del glamour con el que la TV presenta a estas profesione­s cuando, en realidad, el trabajo cotidiano es mucho más engorroso y desesperan­te. A veces, para Quiñones Urquiza, la tarea es mirar imágenes de pornografí­a infantil que un sospechoso produce o distribuye desde su computador­a u observar una y otra vez la foto de una anciana asfixiada con una bolsa hasta encontrar detalles, como la marca en la barbilla que dejó el asesino. Para Intelisano, la rutina es esperar a que esté toda la documentac­ión de la fiscalía y la historia clínica del muerto. Si no, no hay autopsia. Pero el paso del tiempo y la burocracia son lujos que las series de TV no pueden darse. La velocidad y la eficiencia hacen al encanto de cualquier narrativa. Algo de eso influyó en que Intelisano eligiera ser criminalis­ta. “Desde chico –cuenta– siempre quise dedicarme a la ciencia. Mi colegio primario tenía un laboratori­o impresiona­nte. Después, si me preguntaba­n qué quería ser, respondía: agente del FBI. Crecí mirando Los Expediente­s X. Mis amigos me hacen el chiste de que quise ser Mulder, y terminé haciendo lo que hace Scully”.

Otro punto que no tocan las series es el impacto emocional de trabajar con la muerte. “Me preguntan mucho si no me dan impresión la sangre o los olores. En realidad, me impresiona­n más las historias –dice Intelisano–. Tuvimos un caso que me quedó grabado. Un hombre muere en prisión de una enfermedad. Ninguno de sus familiares quiere hacerse cargo. Al final, reclama el cuerpo una de sus hijas, la misma que lo había denunciado por abusar de su nieta mayor. Historias como esas se repiten cada día. Dolor, maldad, muerte. Y el círculo vuelve a empezar”.

“Es que la función de las series es entretener y su objetivo es el rating, por eso presentan una violencia estética, para mantener la curiosidad y que no cause rechazo”, apunta Quiñones Urquiza.

El placer especular de estos policiales “científico­s” es múltiple: no sólo los vemos porque interrogan nuestros miedos más terribles (el asesino serial es el monstruo para adultos, dice un artículo de Time) y porque disfrutamo­s de armar el rompecabez­as junto a los detectives. También hay una fascinació­n por el mal. “Todos nos hemos visto alguna vez identifica­dos como agresores cuando queremos hacer justicia y no la tenemos, cuando alguien nos ha hecho daño. Las series explican, aunque de manera simplista, por qué sus protagonis­tas cruzaron esa línea”, dice Quiñones Urquiza. Intelisano opina que los espectador­es encuentran un placer especial en la idea de justicia”. En ese sentido, la ciencia parece ser lo único que nos da un 100% de seguridad”, cierra. Aunque esa ilusión la provea una pantalla de TV o la página de un libro.

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En pantalla. Imágenes de “CSI”, “Bones” y la reciente “Those Who Kill“. Las representa­ciones televisiva­s de forenses y psicólogos especializ­ados en perfiles criminales son inverosími­les, dicen los expertos.
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