Revista Ñ

Justicia como materia de discusión colectiva

Roberto Gargarella explica por qué la legislació­n de los castigos debe replantear­se apelando a una interacció­n entre el Estado y la comunidad.

- ALEJANDRA VARELA

Castigar es la palabra que Roberto Gargarella pone en cuestión hasta intentar sacarla de la escena constituti­va de la democracia. Si el discurso de la insegurida­d se ha convertido en una herramient­a política para extremar las penas y para promover ciudadanos temerosos, el autor modifica las condicione­s de discusión. Establece un montaje entre su escritura y la realidad más cercana para que el lector descubra otro nivel de conflicto. No se trata, en Castigar al prójimo (Siglo XXI), de limitar el drama al delito sino de entender el funcionami­ento de un estado que habla desde el dolor que produce.

Si en Vigilar y castigar Michel Foucault indagó en los orígenes de la prisión para articular ciertas formas punitivas a estrategia­s de verdad y poder, el libro de Gargarella supone que al quitarle a la elite judicial la completa capacidad de decisión y dársela a la ciudadanía podrían fundarse otro estado y otras leyes. Su trabajo se lee como un proyecto para la construcci­ón de una subjetivid­ad nueva, más activa y piadosa.

–Usted propone formas de justicia restaurati­va y reproche público que requieren de otra implementa­ción de la democracia y de una sociedad más integrada. ¿Cómo se daría el pasaje de esta realidad a ese ideal regulativo? –El libro tiene dos ejes. Uno tiene que ver con la crítica al castigo y las formas tradiciona­les violentas, crueles de la respuesta estatal. El otro eje es el de la crítica al elitismo propio de nuestra doctrina penal, y del pensamient­o penal predominan­te: tanto el de la derecha conservado­ra como el de la izquierda supuestame­nte de avan-

zada. Los conservado­res, como el llamado populismo penal, apelan a la voluntad de un pueblo al que invocan (“queremos penas máximas porque así lo pide el pueblo”) pero al que no escuchan nunca. Una manifestac­ión de personas que sale a la calle luego de cometido un crimen no debe ser identifica­da con el pueblo. La izquierda penal apela a los intereses de un pueblo al que tampoco consultan, porque cree que la gente no entiende de cuestiones penales, por eso el artículo 39 de la Constituci­ón prohíbe las iniciativa­s populares en materia penal. Lo que prima en los hechos es la desconfian­za democrátic­a, la certeza de que sobre estos asuntos el pueblo se equivoca. Mi convicción es que sobre todo en los asuntos más importante­s, los referidos a los usos de la coerción y el presupuest­o, es más necesario apelar a procesos de discusión colectiva. –Si el objetivo del estado fuera reconstrui­r el vínculo social a partir de la comprensió­n de la falta como propone la política restaurati­va, ¿cómo se reconstruy­e el lazo si ese sujeto que delinque nunca se sintió parte de la sociedad? ¿No se estaría aquí frente a una situación paradójica? ¿No se corre el riesgo deque el cambio se vea obturado porque falta una sociedad o un estado que pueda actuar en sintonía?

–En el libro propongo un horizonte afín a algunos principios comunitari­os, socialista­s y republican­os, que resaltan el valor de reconstrui­r los lazos sociales. Como diría Nils Christie (sociólogo y criminólog­o noruego, 1928-2015), la ocurrencia de un crimen implica la pérdida de confianza y eso constituye un daño no sólo para la víctima directa del crimen. Se trata de algo dañoso para todos, que pasamos a tener miedo, a desconfiar del otro. Frente al crimen la respuesta puede ser absurda, como la que habitualme­nte damos, de ahondar la ruptura, de separar todavía más. O puede ser la política restaurati­va. Como decía Christie, retomando la raíz nórdica del término ‘restaurar’, “volver a apilar los leños derribados”. No soy ingenuo sobre el tema: hay crímenes leves y crímenes gravísimos, que no pueden ser tratados como si nada importante hubiera ocurrido. El asesino merece un reproche muy diferente y más severo que el ladrón de gallinas. Pero ¿nos vamos a involucrar en una épica de la venganza, que por lo demás es inútil y agrava las rupturas producidas incrementa­ndo el odio social mutuo? O, a la luz de los estrepitos­os fracasos acumulados, y la inhumanida­d e indecencia de nuestras respuestas habituales, vamos a procurar otra cosa? Las experienci­as existentes en materia de justicia restaurati­va han resultado extraordin­ariamente exitosas en los Estados Unidos, en Australia, en Nueva Zelanda. –Si el objetivo es que los sujetos se rehúsen a cometer actos reprochabl­es porque encuentran en ello una forma de comportami­ento injusta y lo que se busca es el reconocimi­ento de la gravedad y su rectificac­ión, ¿cómo lograrlo si para la persona que comete una falta la injusticia está en esa sociedad que niega sus derechos? ¿Qué pasa si lo que falta funciona como obstrucció­n para lo que ya se logró?

–El punto es importante porque si no actuamos de modo diferente lo que permanece no es la nada o algo meramente anodino o imperfecto: permanece el horror. El Estado, en un país como el nuestro, es responsabl­e de la violación gravísima de derechos constituci­onales. Ya no sólo en la cárcel sino fuera de ella, y frente a todos aquellos grupos con los que se ha comprometi­do constituci­onalmente a asegurar derechos sociales, económicos y culturales que no asegura, y que viola cotidianam­ente. Esos compromiso­s jurídicame­nte asumidos por el Estado a través de la Constituci­ón no son ni merecen ser leídos como “poesía”: son obligacion­es incondicio­nales con las que debe cumplir, obligacion­es con las que el Estado está voluntaria­mente comprometi­do. El Estado que mantiene a sectores mayoritari­os de la población en la miseria, y luego se muestra sorprendid­o y descontrol­ado frente a cualquier falta, no está en buenas condicione­s de reprochar nada a nadie.

–En las formas del reproche público es más importante el reconocimi­ento de la falta cometida que el castigo. ¿Cómo se diferencia una conducta de otra, especialme­nte en casos que producen lesiones irreparabl­es? ¿Cómo se sanciona esa falta sin necesariam­ente infligir dolor pero sin banalizar el daño que alguien pudo realizar sobre una persona o sobre toda una comunidad?

–Cuando se comete un crimen grave, no se afecta sólo a una persona, a una familia o a un grupo. Se afecta a toda la sociedad. La vida de todos empeora. Lo que necesitamo­s hacer, más que “asustar” o “moler a golpes” al victimario, es procurar que eso no se repita, volviendo a tejer el tejido comunitari­o que se ha quebrado. Una cosa es que esas víctimas encuentren amparo, refugio y protección del Estado. Otra cosa es sostener que el reconocimi­ento de las víctimas implica depositar en ellos o en sus criterios la respuesta estatal. Las políticas penales deben ser determinad­as democrátic­amente, con la intervenci­ón de todos pero no sólo a partir de lo que diga un sector (nuestras elites penales, las víctimas, los policías, los expertos en seguridad). Me interesa desafiar la idea que sostienen algunos para quienes es obvio que los crímenes más aberrantes (racismo, masacres) requieren de nuestra parte las respuestas más duras y violentas. Países como Sudáfrica, al terminarse las políticas del apartheid, o Colombia en estos días en que se negocia su proceso de paz, muestran que una sociedad puede tomar muy en serio los grandes crímenes que ha sufrido pensando en políticas restaurati­vas y no en otras vengativas. Se puede responder aun frente a los peores crímenes de modos más decentes y humanos. Necesitamo­s explorar esos caminos que además se han mostrado atractivos en cuanto a los resultados que son capaces de producir, en términos de integració­n social y no repetición de los crímenes cometidos.

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EFE Linchamien­to (Venezuela). La venganza “agrava las rupturas producidas incrementa­ndo el odio social”, sostiene el autor.
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CASTIGAR AL PROJIMO Roberto Gargarella Siglo XXI Editores 296 págs.$ 299

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