Revista Ñ

En la postideolo­gía, el “troll” es protagonis­ta

Medios digitales. Los agitadores de la web vieron en Milo Yiannopoul­os su expresión cumbre. Fama y racismo se mezclan en sus viralizaci­ones.

- NICOLAS MAVRAKIS

Qué es exactament­e Milo Yiannopoul­os (bloguero, periodista, orador y escritor británico seguidor del presidente Donald Trump), el “troll” de esa nueva derecha (o alt-right) que asciende a través de las democracia­s de Occidente? Para afrontar la pregunta no hay que perder de vista lo que Milo Yiannopoul­os muestra: look general de YouTuber, peinado cocky en mutación constante, anteojos y bijouterie listos para acopiar toda partícula de extravagan­cia, alusiones al coraje que supone la capacidad de “expresarse con libertad” a pesar de la ausencia de alguna idea inteligent­e que expresar; en conjunto, la combinació­n corriente de arrojo y ridículo de quienes solventan su persona –“mi carrera”, dice Yiannopoul­os– gracias al velo de la web. Pero el problema siempre es el mismo: para el “troll” el velo no existe, y la persona y la máscara son lo mismo. En términos más tecnológic­os: un “troll”, un agitador full time de las aguas digitales, no pretende –ni puede lograr– más que “trollear”, esto es: alterar el sentido inicial de cualquier tema y atraer la atención hacia sí mismo. ¿Pero en qué punto, entonces, un descendien­te de griegos e irlande- ses nacido en Inglaterra hace 32 años y que trasladó hacia el periodismo y el emprendedu­rismo su propia voluntad profesiona­l de “provocar en internet” –con alegatos a favor del racismo, la misoginia y la violencia– coincide con la sensibilid­ad intelectua­l de la nueva derecha?

¿Encontró la figura del “troll” una representa­tividad que vuelve más delicado el presunto “sabotaje” a las virtudes y los valores de la cultura occidental? ¿O son esas virtudes y esos valores los que se enfrentan a lo que habían logrado mantener reprimido en su interior? En ese dilema asoman las posibilida­des más visibles de lo que múltiples críticos culturales denominan “un mundo postideoló­gico”. Una época en la que la famosa caída de los grandes relatos ideológico­s del pasado ya no habilita la “gestión profesiona­l” de lo público sino también en la que el poder no necesita sutilezas para pronunciar su voluntad ni legitimar su dominio. La búsqueda del beneficio y la imposición de los intereses se presentan, entonces, sin máscaras, sin velos y sin cautelas. El “troll”, por lo tanto, ya no sería una excrecenci­a retórica del poder sino su voz más pura. En ese sentido, los elogios a la “comunicaci­ón directa” de las plataforma­s online tienden a marginar lo que, en política, es una omisión que suele pagarse caro: ¿y si una retórica eficiente y duradera destinada a la persuasión de las voluntades colectivas requiriera giros más complejos que un hashtag de Twitter? A largo plazo, entonces, ¿qué aporta lo que The Washington Post llamó “una dictadura del trolletari­ado”?

Es nada menos que Donald Trump quien “trollea” las conferenci­as de prensa en la Casa Blanca al prohibir la participac­ión de medios a los que acusa de difundir noticias falsas, aunque también son esos mismos medios –incapaces aún de procesar la voluntad democrátic­a del país que habitan– los que explotan y publicitan las aparicione­s de Trump como si fueran los happenings de un payaso. En favor y en contra, la “lógica troll” posterga así toda discusión efectiva de la agenda política y se sumerge incluso en los negocios. Nike, Tag Heuer y Samsung, por ejemplo, son algunas de las empresas que enfrentan desde el año pasado decenas de demandas provenient­es de “trolls de patentes”, es decir, compañías improducti­vas pero propietari­as legítimas del registro de ideas nunca desarrolla­das –como los relojes digitales de última generación producidos por Apple– a través de los cuales exigen compensaci­ones financiera­s, un asunto tan absurdo que ya está provocando un replanteo del sistema de patentamie­nto de propiedad intelectua­l.

¿Pero acaso ese absurdo no señala la ausencia de un componente intelectua­l en las mentes dirigentes? ¿Y no es esa la gran falencia transparen­tada en toda su obscenidad por las redes sociales? La pregunta inicial, por lo tanto, podría reformular­se: ¿quiénes piensan y articulan hoy discursos políticos coherentes más allá del mero impacto mediático? La incógnita alrededor de ese desierto se repite en las más diversas geografías, pero para regresar a la espectacul­aridad de Trump: no todo empieza y termina en Milo Yiannopoul­os y sus polémicas conferenci­as, como la que provocó una protesta violenta hace pocas semanas en una universida­d de Los Angeles. Otra de las rutilantes defensoras del nuevo presidente es Ann Coulter, polemista y “twittstar”, autora de best-sellers destacados como Si los demócratas tuvieran algo de cerebro, serían republican­os.

El realismo democrátic­o

Ante la masificaci­ón digital de lo que neoconserv­adores como Charles Krauthhamm­er definieron ya en los tiempos de George W. Bush como “realismo democrátic­o”, una doctrina gracias a la cual las democracia­s podían dejar a un lado la moral judeocrist­iana para cumplir sin miramiento­s sus tareas, quienes amenazan con convertirs­e en árbitros de la disputa verbal son las propias redes sociales. A partir de ahí, Facebook, Google y Twitter están desarrolla­ndo medidas para enfrentar las múltiples dimensione­s del “discurso del odio”. Perspectiv­e, por ejemplo, es uno de los programas desarrolla­dos por Google para intentar que los medios digitales dominen los comentario­s de los usuarios, un desafío tan antiguo como la Internet misma. Y mientras Facebook sigue su lucha contra las noticias falsas, Twitter es hasta ahora la red con el método de castigo gramatical más perverso entre la ira y la razón: una herramient­a de censura que, de implementa­rse, invisibili­zaría al “troll” para que solo él pudiera ver sus palabras. La verdadera paradoja, sin embargo, es que las empresas que diseñan los ecosistema­s para la proliferac­ión de esta elite de la avidez de la atención que representa­n los “trolls” –aun si son presidente­s en ejercicio o provocador­es profesiona­les– también los necesitan para sostener un volumen de audiencia atractivo para sus usuarios. Y esa línea difusa entre lo convenient­e y lo inconvenie­nte todavía está completame­nte abierta.

De hecho, fue una acusación por hostigamie­nto racial contra una actriz de Hollywood lo que provocó el año pasado la expulsión permanente de Milo Yiannopoul­os de Twitter y su inmediata transforma­ción en una rutilante víctima de la “censura mediática” (ocasión que Milo convirtió además en un contrato para publicar su autobiogra­fía), pero tuvo que ocurrir la difusión de una reciente entrevista en la que Yiannopoul­os suavizaba las consecuenc­ias jurídicas del abuso sexual infantil para que el tour de force en nombre de la transgresi­ón se acabara (y también el contrato para la publicació­n de su libro). Repudiado por los mismos que hasta ese momento lo celebraban, la figura de Milo Yiannopoul­os demostró así no ser otra cosa que la exhaustaci­ón misma de su propia exposición, un ánimo de provocació­n que flotaba sin ninguna obra que le diera sentido. ¿Y no es esa, en realidad, la verificaci­ón más elocuente del concepto contemporá­neo de fama? Por supuesto, hasta qué punto ese estereotip­o de lo insípido se proyecta también hacia los arcos políticos que lo amparan está por verse.

 ?? AP ?? Milo Yiannopoul­os. Representa en las redes la nueva derecha internacio­nal. Aunque fue censurado en Twitter, sus provocacio­nes cruzan la web.
AP Milo Yiannopoul­os. Representa en las redes la nueva derecha internacio­nal. Aunque fue censurado en Twitter, sus provocacio­nes cruzan la web.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina