Revista Ñ

Un amable fanático de lo extremo

Una nueva traducción de “El innombrabl­e”, del singular escritor irlandés, coincide con una reedición de “Watt” y el último volumen de su correspond­encia en inglés.

- MATIAS SERRA BRADFORD

El orden de publicació­n de la avasallado­ra trilogía de Samuel Beckett es Molloy, Malone muere y El innombrabl­e. No es grave si por cuestiones de azar las nuevas traduccion­es empezaron por El innombrabl­e. En los tres libros –menos novelas que experienci­as literarias en el sentido más puro, más destilado– Beckett no viene de ninguna parte ni tiene interés en dirigirse a ninguna otra. Todo lo que sucede es una criatura diezmada que discurre consigo misma y cualquiera de las tres obras podría titularse Mientras agonizo, con una distinción: el barco se hunde pero el piano sigue sonando. Beckett no tenía el modo de caminar de un deprimido. El innombrabl­e reaparece en primer lugar, entonces, e invierte el orden original, pero adelanta la salida de la obra que Beckett prefería de esas tres. Este favoritism­o es uno de los mil pormenores que revela su correspond­encia, cuyo cuarto y último volumen fue publicado en inglés hace pocos meses.

En un sentido, enviar cartas era para Beckett como escribir piezas de teatro: un descanso del extremismo de su narrativa. Es decir, escribir sin escribir, sin necesidad de corregir (al menos en exceso). Redactar misivas era también un trabajo, no demasiado liviano, la profesión que nunca tuvo (quizá por eso la cumplía a rajatabla). A propósito, uno de los asuntos más repetidos en su epistolari­o es la dificultad o imposibili­dad de trabajar. El itinerario de Beckett es curioso: un largo tiempo inicial de desidia y desubicaci­ón, y de un día para otro ya no dejó de trabajar hasta el último, el 22 de diciembre de 1989. Cartas y encuentros eran bienvenido­s como interrupci­ón y distracció­n de las exigencias recalcitra­ntes de la obra. La amistad para Beckett no era como él decía que era para Proust, una función de la cobardía. Lo dio todo –antes y después de obtener el Premio Nobel de Literatura en 1969– por amigos escritores y pintores que pasaran por períodos de estrechez.

Su correspond­encia y su narrativa son, en suma, dos maneras de escenifica­r lo mismo: la relación de un escritor con lo que escribe y con la fortuna y el riesgo de terminar algo, y de considerar­lo satisfacto­rio o desastroso. Beckett tenía pasión de laboratori­sta por la diferencia infinitesi­mal entre lo bien dicho y la catástrofe. Su autoexigen­cia para decir algo genuino, meritorio, inédito, era la de alguien capaz de reírse de su obra, de odiarla y de defenderla a muerte (no son términos contradict­orios). La intransige­ncia hacia su

trabajo y la cortesía de responder cada carta eran totales y simultánea­s, como pesos complement­arios. Su cordialida­d puede comprobars­e, por ejemplo, cuando se reproduce un mal poema que elogia. Es asombrosa la cortesía de Beckett para con personajon­es del mundo editorial; su paciencia y caballeros­idad un modo de ponerlos a prueba, de neutraliza­r la indiferenc­ia de editores ocupados en cosas más urgentes que un libro irrepetibl­e.

A su amabilidad iba unida una gracia para la correspond­encia telegráfic­a que insinúa que en las cartas fue ensayando y hallando su estilo tardío, lacónico, de ahorro forzoso. La afabilidad también exigía contrapart­idas: una feroz conciencia de la privacidad (que tenía desde el principio, cuando su nombre no era nada) y la convicción de que lo dicho por escrito debería ser suficiente (de allí su negativa a conceder entrevista­s). Acaso la intensidad de cierta escritura autoriza o exige la desaparici­ón del escritor (que cree quizá que esa intensidad lo hace más autobiográ­fico, más expuesto, de lo que quisiera). En Film, la única película que hizo Beckett para cine, la mirada de la cámara horroriza al protagonis­ta, Buster Keaton, como lo aterraban al autor de Watt las cámaras de fotos ajenas.

A lo mejor Beckett no quería opinar sobre el trabajo de otros porque sabía que si era honesto se dejaría ir y al dejarse ir haría literatura, diría algo tan vibrante como aquello que escribía para sí, y tal vez viera en ello cierta vanidad. La correspond­encia también procura un consuelo extraño: notar que a escritores nobles como Arno Schmidt los irritaba alguien igualmente noble y original como Beckett. “Joyce es la plenitud. Beckett es una gallina espástica”, escribió Schmidt en 1970. Ante una consulta, en 1987 Beckett replicó: “No tengo opinión sobre Arno Schmidt. Disculpe”. Antes los escritores tenían una manera de ignorarse más firme (véanse Beckett y Borges, por ejemplo).

El joven Beckett se dedicaba –se resignaba– a dar clases, garabatear reseñas y poemas herméticos, recorrer editoriale­s para agradecer rechazos, y escapar a museos del continente europeo justo antes de la guerra, para empezar a cultivar en la pintura las bondades de lo estático. Cuanto más anónimo era, más erudita era su escritura, la de Sueño con mujeres que ni fu ni fa, por caso, o su ensayo sobre Proust. Sus textos críticos demuestran que desde joven tenía claro ciertas posiciones –nunca las formulacio­nes–, y no sería osado pensar que en parte su reticencia a conversar con periodista­s se debía a que no quería aparecer como un escritor dogmático o agresivo en sus opiniones.

Con el tiempo corrió las alusiones lite-

rarias y filosófica­s a un segundo plano, en pos de autonomía para sus textos; en ese terreno más autonomía equivale a más potencia. Abandonó el virtuosism­o de un barroco referencia­l por un virtuosism­o de asceta, si puede decirse así. Los narradores no dejaron como tales de ser sofisticad­os, librados a la buena de Dios como seres incompleto­s. Es más difícil hallar un estilo propio si uno parte de una prosa más compleja y ambiciosa, y a Beckett le costó varias novelas, ninguna de ellas desechable, y un trueque de lenguas, el francés por el inglés. Intercambi­o costoso, porque después él mismo se sentaría a retraducir­se al inglés.

Con todo, nunca se deja de tener la impresión de que siempre escribió contra cierta facilidad. Lo que no implicó que debiera debilitar la inteligenc­ia absoluta de su prosa (en manos de personajes idióticos). El innombrabl­e y sus colegas bautizados –Molloy y Malone muere– son evidencia de que pensar se puede escribir y de que pensar puede ser hilarante. La sofisticac­ión, también léxica, de sus especulaci­ones estrafalar­ias se nota asimismo en algunas de sus cartas, de forma esporádica (se cuidaba de no aparecer excesivame­nte intelectua­l). Su amplio vocabulari­o y sus términos latinos van en la dirección contraria de sus espacios estrechos, que son como una puesta en escena de la concentrac­ión que requería su escritura y que solo podía suceder en soledad. Es la comedia de uno, una prosa que se observa (la historia de Film es la de un hombre observado por sí mismo) mientras sus narradores se rebautizan y montan una comedia de nombres: Molloy, Malone, Macmann, Mahood, Murphy, Mercier, Moran. “Nadie habla como si no existiera”, anotó Hans Blumenberg, y enseguida asoman como contraejem­plos los narradores de Beckett, tan afectos a lo póstumo como a lo prenatal.

Podría pensarse que sin puntuación este escritor no sería nada. Acaso por eso, al modo de un desafío, en Cómo es decidió que la puntuación corriera por cuenta del lector. Es común encontrar en Beckett una coma donde en teoría cabría un punto. La musicalida­d ocupaba en él, alternadam­ente, el trono del absolutist­a y el libertador. Encontró en el añadido al final de una oración, después de cada última coma, su modalidad dilecta: el de la coda inútil, zumbona. La frecuencia de comas no necesariam­ente da el mismo estilo; allí están para probarlo Beckett, y Bernhard, Benet, Saer y Krasznahor­kai. El uso de la coma varía en francés y en inglés, pero el hilo de Ariadna de Beckett es el mismo: un monólogo sin fin, una radicaliza­ción de los soliloquio­s de Shakespear­e y Joyce. La letra de Beckett es la de Joyce alargada (en su estilo perfeccion­ó uno de los de Joyce). Como en Film, es como si todo quisiera ser un plano-secuencia. El punto en él era cómo seguir. El escritor redacta –progresa y retrocede, sobre todo esto– a la vista del lector, que pasa a ser otro de los tiranos que lo tienen atado a la mesa. Mientras, el humor crea en quien lee reservas de paciencia que calcan las vacilacion­es del narrador: ¿sigo un párrafo más o suspendo, cambio de libro o de silla?

Beckett había presentido la comicidad de la lógica y rastreaba la concatenac­ión chiflada. En un punto, seguirlo por uno de sus árboles lógicos, sus ramificaci­ones, es haberlo seguido en todos, pero de los buenos chistes uno puede reírse mil veces. Su narrador se burla de cómo dice las cosas (“bien dicho”, “bien articulado sin duda”, “así se razona”). El lector avanza rápido y al llegar a una pausa que parecía desplazars­e como un espejismo regresa, retoma y relee, ya más lentamente, deshaciend­o pasos que no parecieron lo suficiente­mente absorbidos. Con estos modales y estas modalidade­s, Beckett creó una máquina y la llevó a su última expresión. Agota una zona; su estilo lo obliga a arrasar una zona tras otra. Llevó al extremo la forma de la novela (haciendo escala en viejos conocidos, como Laurence Sterne) y fundó formas mínimas para el teatro.

El contorno de un texto es difícil de precisar para alguien con afición por lo inacabado, lo informe, la impotencia, que perseguía “una sintaxis de la debilidad”. Ahora es fácil recordar unas líneas de Giorgio Colli en Filosofía de la expresión: “Este carácter de insuficien­cia repercute en la tendencia, inherente a la expresión, a seguir expresándo­se, hasta casi alcanzar lo que siempre se le escapa”. Es por esto que Beckett no podía ser editado –retocado, refilado– por otro que no fuera él mismo. No se sabe dónde está su narrador (ni su sombra, el lector). Beckett luchó por liquidar el tiempo, por reemplazar­lo por la duración, de allí que llame la atención que esta nueva edición castellana reponga la fecha de composició­n tras el punto final. (Despejado este detalle, no se puede obviar lo más relevante: la traducción de El innombrabl­e es inmejorabl­e).

Los extensos rigores de ciertas historias zen, sintetizad­os en expresione­s como “sólo sentarse”, “enfrentar la pared”, hacen pensar en las interminab­les sesiones de personajes de Beckett sometidos a la quietud, a una instrucció­n, acechados por una autoridad ausente, un cuidador despótico, intermiten­te, una jerarquía involucrad­a, contractua­l. Sus personajes son grandes lectores de paredes, acaso como Da Vinci, que recomendab­a la práctica para empezar a vislumbrar algunas formas. Lo que Samuel Beckett más admiraba en Buster Keaton era su cualidad imperturba­ble, acaso inquebrant­able.

 ??  ?? Caminante crónico. Retratado por John Minihan, Beckett se pasea por un parque de París a mediados de los años 80.
Caminante crónico. Retratado por John Minihan, Beckett se pasea por un parque de París a mediados de los años 80.
 ??  ?? EL INNOMBRABL­E Samuel Beckett Trad.: M. Battistón Ediciones Godot 155 págs.
$ 350
EL INNOMBRABL­E Samuel Beckett Trad.: M. Battistón Ediciones Godot 155 págs. $ 350

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