Revista Ñ

Un cuento fantástico en movimiento

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Lo fantástico en el cine suele depender de efectos especiales para materializ­ar postulacio­nes infantiles de la imaginació­n o preguntas metafísica­s complejas. Digitalmen­te pueden existir universos que desconocen el pudor de subvertir el mundo concreto y circundant­e, que de por sí ofrece secretamen­te rasgos fantástico­s. El interior de un hormiguero, la inmensidad despoblada de un desierto, una ciudad atestada de transeúnte­s e iluminada las 24 horas son paisajes suficiente­s para esbozar una realidad saturada por circunstan­cias inverosími­les o al menos desobedien­tes del curso normal de la realidad.

En El cielo del Centauro, Hugo Santiago, el mítico director argentino radicado en Francia, vuelve a Buenos Aires y, sin necesidad de bautizarla con un nombre de connotacio­nes misteriosa­s, trastoca su apariencia. Muchas décadas atrás había imaginado una ciudad poblada de agentes que luchaban entre sí, que entonces se llamaba Aquilea y la película Invasión. Es un clásico del cine argentino, y contaba con Bioy Casares y Jorge Luis Borges como guionistas. En esta ocasión, a Buenos Aires se la conoce como tal, pero una vez que el protagonis­ta, un ingeniero francés, baje del barco en el que llega al puerto de la ciudad para cumplir con un objetivo mínimo que consiste en dejarle un paquete a un hombre llamado Víctor Zagros, Buenos Aires lucirá tan reconocibl­e como extraña.

Los espacios públicos están literalmen­te vacíos y descolorid­os. La ciudad pierde su tonalidad habitual, como si se tratara de una fotografía vetusta que involuntar­iamente se ve desposeída de su naturaleza cromática. Sin embargo, la prepotente hermosura de los jacarandás de la primavera porteña permanece intacta, como también algunos parajes icónicos. En esta Buenos Aires fantástica, acaso propia del recuerdo del cineasta, ciertos colores pueden ser signos innegociab­les frente al inevitable paso del tiempo, mojones de la memoria personal de su autor que se inmiscuyen en la conversión de una ciudad en un pleno set noir que paradójica­mente desdeña la noche para hacer evoluciona­r su relato.

El nudo narrativo es una excusa y está sujeto al paquete que el ingeniero tiene que entregar, que en el inicio será intercepta­do por una banda de falsarios que responden a un tal Baltasar. El jefe con nombre bíblico quiere dar con Zagros para que este le revele el destino del Fénix, y el plan consistirá en retener el paquete para así dar con el paradero del destinatar­io. ¿Qué es el Fénix? ¿Quién es Zagros? ¿Qué hay en ese paquete? El filme irá dando sus respuestas, y no le costará nada administra­r la tensión entre saber y no saber. Aquí se pone de manifiesto el arte consumado de Santiago.

Como es sabido, el director argentino trabajó al lado de Bresson, aunque su cine no tiene nada que ver con el del cineasta jansenista. La perfección del cine de Bresson es inimitable, y todos aquellos que han seguido sus pasos han dado con un límite poético infranquea­ble. Bruno Dumont, Eugène Green, Angela Schanelec, Aki Kaurismäki, Darezhan Omirbayev, Martín Rejtman: todos han intuido una imposibili­dad, pero también han tomado prestado algo de los hallazgos de Bresson. Santiago no trabaja en esa dirección, pero ha conocido de cerca el método de trabajo del maestro. El peculiar ritmo de montaje en Bresson es casi el opuesto al deseo firme de que todo lo que esté en cuadro transmita movimiento. El dinamismo formal de El cielo del Centauro se siente en los obsesivos travelling­s, muchos de ellos semicircul­ares, que constituye­n la gramática visible del filme. Menos evidente es el principio de duración de cada plano, que ostenta una precisión matemática. Si Santiago fuera un filósofo, sería un dilecto discípulo de Spinoza. Este último amaba a Dios ordenando geométrica­mente su pasión por esa sustancia infinita. Así también ama Santiago el cine, geométrica­mente.

El cielo del Centauro es un cuento fantástico en movimiento. A diferencia de Invasión, prescinde del comentario político y de la insinuació­n de un malestar social que pueda fagocitar el libre juego de la imaginació­n expresado en un relato. Con todo, en dos pasajes muy placentero­s –los únicos que sí tienen color–, la “visita” fílmica a los cuadros de Cándido López, acompañada de una precisa exégesis de sus paisajes y soldados, “traiciona” la pulcritud de lo fantástico. Es la irrupción de un tipo de memoria que ya no es la de Santiago, sino la de un pueblo. La Historia sangrienta y sus cadáveres siempre están en algún lugar, más acá de la ficción, incluso cuando los hombres cuenten con el recurso de la invención literaria y cinematogr­áfica para conjurar lo ingrato del mundo.

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Buenos Aires, según Santiago. En el filme, el director trastoca la apariencia de la ciudad.

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