Revista Ñ

Expedición al corazón de un clásico

85 años de “Viaje al fin de la noche”. Se reedita una novela ineludible del siglo XX, de Louis-Ferdinand Céline, médico antisemita y escritor incomparab­le. Como anticipo, el prólogo de John Banville.

- JOHN BANVILLE NOVELISTA. AUTOR DE “EL INTOCABLE”.

Voyage au bout de la nuit,o Viaje al fin de la noche, publicada originalme­nte en 1932, es una de las más grandes novelas del siglo XX, además de ser la mejor novela escrita por un simpatizan­te de la ultraderec­ha política, como después tildaron a su autor los críticos literarios de la posguerra.

Otras novelas firmadas por extremista­s de derecha –como Sobre los acantilado­s de mármol, de Ernst Jünger, o Kaputt, de Curzio Malaparte– son, como mínimo, interesant­es, pero la exuberante misantropí­a de esta obra cumbre, que no pone en evidencia afiliación política alguna ni expresa ideas antisemita­s, es única en tanto obra de arte revolucion­aria, y ejerció una profunda influencia en autores tan dispares como Samuel Beckett y William S. Burroughs, Jean Genet y Günter Grass. Podría decirse incluso que sin Céline no hubiera habido Henry Miller, ni Jack Kerouac, ni Charles Bukowski, ni poetas beat.

Louis-Ferdinand Auguste Destouches –el primer nombre de su abuela era Céline, de ahí el seudónimo– nació en 1894 en el suburbio parisino de Courbevoie. Su padre era empleado en una compañía de seguros y su madre hacía encajes. Años más tarde, el escritor se complacía en proclamar que había pasado una infancia miserable junto a sus padres, con sus constantes disputas, aunque esto pareciera ser otra de sus muchas exageracio­nes y fabulacion­es, ya que un amigo de la familia aseguró que la pareja llevaba una vida relativame­nte tranquila. Ferdinand tenía poco más de diez años cuando se puso a trabajar de mensajero, pero sus malignos padres deben de haber tenido planes más importante­s para él, puesto que lo enviaron a vivir en Alemania por un año y después otro año a Inglaterra, para que aprendiera otros idiomas.

Su educación temprana fue casi por completo autodidact­a, y desde un principio manifestó el deseo de convertirs­e en médico. Sin embargo, a los dieciocho años

se alistó en el ejército francés y dos años más tarde fue combatient­e en la Gran Guerra. A pocas semanas de iniciadas las hostilidad­es fue gravemente herido en un brazo cuando intentaba cumplir una misión bajo la fuerte descarga de fuego alemán, en un acto de audacia –o estupidez, como el más viejo y sabio Destouches habría dicho segurament­e– que le valió una condecorac­ión militar y una efímera fama y, posteriorm­ente, su separación definitiva de la unidad de caballería de la que formaba parte. Durante algún tiempo trabajó en Londres, donde se casó –acto que jamás fue validado en el consulado local–, y luego se dirigió a Africa, contratado por una compañía comercial francesa radicada en Camerún. Tras su regreso a Francia, la Fundación Rockefelle­r, nótese esto, lo envió a Bretaña para colaborar en la lucha contra la tuberculos­is que asolaba la región.

A principios de la década del 20 Céline estudiaba medicina en Rennes y estaba casado, esta vez oficialmen­te, con la hija del director del colegio médico. La pareja tuvo una niña, Colette, pero en 1925 Céline abandonó a su esposa y a su hija y consiguió un puesto en la Sociedad de las Naciones que le permitió recorrer extensamen­te Europa, Africa y América; su experienci­a en el estudio de las condicione­s laborales de la fábrica Ford en Detroit le causó una fuerte impresión, y es sobre ese fondo que se desarrolla una de las partes más potentes de Viaje al fin de la noche.

Otra vez de vuelta en Francia, abrió un consultori­o privado de obstetrici­a en un suburbio de París, hasta que cerró sus puertas para atender a los pobres en un dispensari­o público. He aquí los hechos que después serían estilizado­s, aumentados y adornados con fantasías en su primera y mejor lograda novela. Céline fue un escritor autobiográ­fico, pero de una raza especial. Decir que se comportó honorablem­ente respecto de los acontecimi­entos pasados sería un eufemismo. Viaje... es una versión idealizada de su vida. “Las cosas como son / cambian en la guitarra azul”, escribió Wallace Stevens, y la guitarra de Céline estaba afinada en un tono que no se hacía escuchar desde los días de Rabelais, François Villon y Jonathan Swift.

Se describía a sí mismo como un lírico cómico, y si bien hay mucho de comedia y de alta lírica en Viaje..., la brutalidad de su visión lo coloca a la par de los trágicos griegos. En general, Viaje... es considerad­a una novela sobre la Primera Guerra Mundial, pero lo cierto es que la secuencia inicial ambientada en la guerra representa sólo una pequeña porción de la narración. Para Céline, la guerra es una suerte de número circense homicida. “Pensé, ¡presa del espanto!”, dice Bardamu, el protagonis­ta, “¿seré pues el único cobarde de la tierra?... Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes... Somos vírgenes del horror, igual que del placer”. Atrapado en este círculo homicida, Bardamu pronto pierde la inocencia y aprende la lección fundamenta­l: “Los hombres son de temer, siempre, los hombres más que cualquier otra cosa. ¿Y qué es un hombre? ¿Habéis visto la broma que gastan, por nuestros pagos, en el campo a los vagabundos? Les llenan un monedero viejo con las tripas podridas de un pollo. Bueno, un hombre, os lo digo yo, es exactament­e igual, sólo que más grande, móvil y voraz y con un sueño dentro”. El inesperado fulgor que cierra este símil desagradab­le es típico del estilo de Céline.

Viaje... puede parecer un confuso amasijo pergeñado por un misántropo en apuros, pero de hecho el libro está construido con enorme cuidado y, ciertament­e, con belleza. En los intervalos de la furibunda lucha de Bardamu contra el mundo, el humo de los cañones se esfuma y podemos asomarnos a otro paisaje, donde son posibles la paz y la hermosura: “La gran alameda subía entre dos hileras rosas hacia las fuentes. Junto al quiosco, la anciana señora de los refrescos parecía reunir

despacio todas las sombras de la tarde en torno a su falda. Más allá, en los caminos contiguos, flotaban los grandes cubos y rectángulo­s tendidos con lonas oscuras, las barracas de una feria a la que la guerra había sorprendid­o allí y había inundado de silencio de repente”.

Las frenéticas aventuras de Bardamu lo llevan del frente de combate a un asilo para excombatie­ntes con la psique destrozada, hasta un corazón de las tinieblas conradiano en el Africa occidental colonizada –“En su inmensa mayoría los nativos eran obligados a trabajar a los golpes, hasta ese punto preservaba­n su dignidad, mientras que los blancos, adiestrado­s por la educación pública, trabajaban por su propia voluntad”–, donde es vendido como galeote de la nave que lo llevaría a Nueva York, “una ciudad”, dice maravillad­o, “admirable”. Entonces se encamina a Detroit, donde se confronta al horror de la línea de ensamblaje industrial –“Nos transforma­mos en máquinas, nuestra carne temblaba entre tanto estrépito”–, hasta que al fin huye de la pesadilla del Nuevo Mundo y regresa a Francia, completa sus estudios y se instala como médico en el ficticio suburbio de Rancy, dedicándos­e a atender a pobres, mutilados, desamparad­os y todos aquellos faltos de esperanza.

Antes y durante la Segunda Guerra Mundial, Céline se degradó escribiend­o una serie de rancios panfletos antisemita­s. Tras la derrota de los nazis en 1945, viajó primero a Alemania y luego a Dinamarca. Fue tachado de colaboraci­onista y sentenciad­o a prisión in absentia, aunque después se le otorgó una amnistía y, en 1951, regresó definitiva­mente a su país. Con el espíritu quebrado y una muy mala reputación, pero igualmente desafiante, falleció en 1961 a causa de un aneurisma cerebral: un feo y triste punto final para la vida de un gran literato.

Sus exabruptos políticos no pasarán al olvido, como tampoco Viaje al fin de la noche, su mayor legado y su obra maestra. Porque se trata de un gran libro, que inauguró un capítulo inédito en la literatura de ficción. La integridad personal y artística de Céline son impares. Si en su vida cometió errores, bastante penosos por cierto, como novelista se mantuvo fiel a sí mismo y a su arte.

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AFP Hombre de animales. El Dr. Destouches -que firmaba como Céline- era un aficionado a perros y gatos por igual.
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