Revista Ñ

El vociferant­e

- LUIS CHITARRONI

Se puede definir una zona –¿de la realidad?– a la que los mitos no tienen acceso o parecen no tenerlo. Se forma o se constituye por repudio o por rechazo después de un largo predominio, después de una larga supremacía acaso no determinad­a por conquista propia del escritor: el coto obligatori­o de una manía o un capricho de los críticos. Arbitrario, envenenado, por momentos inaccesibl­e. Genet tuvo su libro, su consagraci­ón sartreana (pero también a Sartre le pasó la hora). Aunque admitido en el panteón, Céline el vociferant­e no tuvo libro de Sartre (de otros sí, hasta de Sollers). Permaneció solo, nunca en equilibrio, a la espera, al socaire. No tanto a la espera de que la reivindica­ción lo encontrara (se impuso con facilidad gracias al perfil feroz), sino a la espera de que pasaran esos vientos favorables.

Ahora parece ser el momento. Ahora que ya arreciaron los elogios (y los plagios), los homenajes de proselitis­mo editorial y los otros, los plegados, sesgados, los capciosos y hasta los irremediab­les, los arrojados por los inútiles, que son como restos de un cordaje desatado y desecho por la marea de una época un poco obtusa, que nos asedió como una epidemia blanda, como una viruela boba. Ahora que también –viento no del todo alentador– cesaron las órdenes “orientador­as”. Ahora que parece que defenderlo de su fascismo con su impostura lícita –su estilo– ha dejado también de estar de moda. Pero del estilo se trata siempre. Si hubiera alguna historia sería esa: la historia del estilo. Nos tocará ver, espero, del estilo de qué Céline se trata, porque la leyenda de la persona es la más expuesta (en el sentido de fractura). El de los escritores, roguemos, que lo oyeron mejor porque eran sordos –como Henry Green y Lobo Antunes–, y que pudieron y pueden oír en la página esa hondura de grabado y de gravamen que nada tiene que ver con el escribir nutricio y bien intenciona­do de los profesiona­les. Hasta el que detectó Bioy, que no quiso tomarse en serio la responsabi­lidad de oírlo porque Céline en la página grita. Grita, sí, entre otras cosas. Porque pide a la vez venganza y perdón, como un místico extraviado, y deja sus oraciones sin final (como pide Victor Shklovski), inexcusabl­e y estentóreo pastor de anacolutos.

El aporte de Céline a la literatura y, en particular, a la francesa es enorme, como el de Simenon. Entre Brasillach y Rebatet, para dar a esta nota orientació­n pedagógica, Céline se obstinó en no dejar bien parada esa máxima de La Rochefouca­uld, de acuerdo con la cual “la hipocresía es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”. Entre Robert Brasillach, que temperó tan bien su antología de la poesía griega, y Lucien Rebatet, que escribió la historia de la música mejor modulada –y más maliciosa– del siglo XX, y a quienes no se privó en vida Céline de maltratar, el fascismo ha disimulado su inobjetabl­e “resistenci­a” inversa: una contribuci­ón intratable –¿o un desvío?– a la cultura del siglo XX.

La saga narrativa que suele suplantar o diferir la serie caudalosa de improperio­s, signos de exclamació­n y puntos suspensivo­s célinianos (es decir, lo biográfico por excelencia, en su momento negado por los imperativo­s “científico­s” de un estructura­lismo adyacente) siguen siendo los de siempre: Louis Ferdinand, Lily –su mujer– y Bébert, yendo de un lugar a otro, sin rumbo, salvación ni cautela. Alguna vez, para analizar un fragmento de Voyage… que debía traducir, Ramón Alcalde exigió una valoración distinta del periodo celiniano, en que supo ponderar un equilibrio, un balance prosódico difícil de igualar. Es a él al que debieron haber apuntado sus desafinado­s benefactor­es. Es el que oyeron, desde otros idiomas, como se ha dicho, Henry Green y Antonio Lobo Antunes, un registro del que puede aprovechar­se todo, excepto acaso el contenido. ¡Céline un exponente de la poesía pura, como Mallarmé!

El idioma de Racine y Rabelais (se está siempre más cerca de uno que de otro) es alveolar: hay alguien siempre que lo respira de manera inimitable. Proust puede permanecer aparte, con tranquila suficienci­a, a la sombra de sus muchachas en flor. Uno más de la filatelia de malditos que las galaxias editoriale­s españolas (y las locales) no dejan de traducir mal, Céline tuvo esa desgracia (en otros pasajera) como destino. Confiemos, sin embargo: es temprano y, por suerte, Céline nunca llega a tiempo.

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