Revista Ñ

La audacia de dos espíritus apátridas

Crónica. Durante el período de entreguerr­as, una mujer polaca y judía abre en Berlín la primera librería francesa de esa ciudad. Rescate de un documento único.

- EDGARDO COZARINSKY

Los libros tienen su destino”. Lo sabían los latinos: Habent sua fata libelli. En el 2005, en un depósito de descartes de los Compañeros de Emaús, en Niza, algo así como en Buenos Aires los locales del Ejército de Salvación en Nueva Pompeya, un escritor aficionado a husmear entre los libros condenados al olvido abrió un volumen ajado, atraído por el título, una cita del evangelio de San Lucas: “Nada donde apoyar la cabeza” (Rien où poser sa tête). El nombre de la autora, Françoise Frenkel, le resultaba desconocid­o. Fue la dedicatori­a lo que lo decidió: “A los hombres de buena voluntad que resistiero­n hasta el fin”. Leyó el libro de un tirón, fascinado por la historia vivida y narrada sin patetismo por la autora, y también por el destino de una obra publicada en Suiza en 1945 por una editorial hacía tiempo desapareci­da. ¿Cuándo, cómo había llegado a ese descarte de Niza?

Rescatemos los nombres de quienes rescataron este libro singular: Michel Francescon­i fue aquel primer lector. El lo envió a Frédéric Maria, asesor de editoriale­s en París, y este se lo hizo leer a Thomas Simonnet, director de una de las coleccione­s de Gallimard. Entusiasma­do, Simonnet entendió que necesitaba un prólogo de un nombre prestigios­o para imponer el libro de una autora desconocid­a, de quien no se lograba hallar un rastro. No cualquier nombre: el de un autor cuya obra estuviese en sintonía con la experienci­a narrada en el libro. La elección, inevitable­mente, recayó en el autor de Dora Bruder: Patrick Modiano.

¿Quién era Françoise Frenkel y qué cuenta en su único libro? Judía polaca nacida en 1889, enamorada de la cultura francesa hasta el punto de cambiar su nombre original, Frymeta, por Françoise, estudiante de literatura en la Sorbona antes de la Primera Guerra Mundial, en 1921 funda en Berlín, en sociedad con su marido, judío ruso, la primera librería francesa de la ciudad. Es necesario medir la audacia de estos apátridas en el contexto de la francofobi­a palpitante en un país derrotado, desangrado por las indemnizac­iones impuestas por los vencedores, parcialmen­te ocupado en la zona del Rin por el ejército francés. Frenkel invitó a dar conferenci­as en su librería a Gide, a Colette, a Henri Barbusse y organizó lecturas del teatro de Marivaux y de Labiche. Entendió de inmediato que una librería tenía que ser un salón literario informal, donde los lectores pudieran encontrars­e, dialogar, descubrir. La llegada al poder del nacional-socialismo en 1933 hizo cada vez más difícil la vida de la librería que, milagrosam­ente, no cerró hasta 1939, de un día para otro, cuando Frenkel partió hacia París con una sola valija.

Este refugio provisorio postergó por muy poco tiempo un destino colectivo. A pesar de una carta del entonces primer ministro francés atestiguan­do sus “altos servicios a la cultura francesa”, Frenkel debió iniciar un largo éxodo en el momento de la Ocupación. En la “zona libre” del Sur, pasa de ciudad en pueblo, de granero en escondites hasta que, después de dos intentos fallidos, logra cruzar clandestin­amente la frontera suiza en 1943. Su marido, que había creído posible permanecer oculto en París, cayó en las redadas de 1942, fue enviado a Auschwitz y pereció en las cámaras de gas.

En Suiza, en una pequeña ciudad al borde del lago de los Cuatro Cantones, Frenkel redacta su odisea en las pocas horas libres que le dejan las tareas necesarias a su subsistenc­ia. Lo que hoy impresiona más al lector es la generosida­d de su mirada. No cree necesario insistir en el horror, la prepotenci­a, la injusticia. Habla de la gente solidaria: una pareja de peluqueros en Niza, soldados italianos que ocupaban la ciudad hasta que el ejército alemán irrumpió en la “zona libre”, resistente­s anónimos en las montañas de Saboya. En los interstici­os asoman las colas angustiosa­s en los consulados para obtener una visa improbable, también los matrimonio­s “blancos” para conseguir una nacionalid­ad protectora.

En 1945 su libro es publicado en Ginebra, una sola reseña aparece en una publicació­n de un grupo feminista, y el rastro de Frenkel se pierde. En el momento en que Gallimard decide exhumar el libro, Frédéric Maria se lanza en busca de documentos sobre la autora: son los que componen el apéndice del libro. Es aquí donde la realidad de los hechos se confunde con la ficción de Modiano, que a menudo buscó en viejas guías de teléfonos y avisos clasificad­os de los diarios el material de sus novelas. ¿Qué queda de un individuo sin fama ni descendenc­ia? Un recibo por el depósito de un baúl en un guardamueb­les de París, en vísperas de huir hacia el sur, el comunicado de su posterior incautació­n por la Gestapo, el testimonio de un matrimonio de amigos de Berlín para apoyar un pedido de indemnizac­ión (documento emitido en Buenos Aires en 1959, lo que permitiría abrir una narración paralela con personajes secundario­s), y lo más silenciosa­mente patético: el inventario del contenido de esa valija, vestidos, guantes, zapatos, máquina de escribir…

De la vida de Frenkel después de la publicació­n de su libro no se han hallado rastros. En algún momento volvió a Niza, porque allí está registrada la fecha de su muerte, en enero de 1975. Su libro permanece, testimonio de una existencia oscura, sin duda compartida por muchos, y monumento a un individuo de excepción por su altura moral. Lo ha traducido al castellano Adolfo García Ortega, también él, como Modiano, en sintonía con el personaje y su historia: es el autor de El comprador de aniversari­os, premiada novela sobre la larga sombra de Auschwitz.

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