Revista Ñ

Los caminos de la improvisac­ión en danza

El bailarín y coreógrafo británico Julyen Hamilton visitó el país para dirigir talleres en los que se aprende a crear sobre el escenario.

- LAURA FALCOFF

En los primeros años de la década del 90, el bailarín y coreógrafo británico Julyen Hamilton decidió cambiar el norte por el sur, la ciudad por el campo y la cultura sajona por la mediterrán­ea. Se instaló con su mujer, también bailarina, en una aldea minúscula –apenas once habitantes– entre el mar y la montaña al norte de Cataluña; allí crecieron sus dos hijos y allí vive la familia Hamilton hasta el día de hoy.

Durante siete meses del año, sin embargo, Julyen Hamilton sale al mundo y lo recorre dando sus seminarios de improvisac­ión y sus performanc­es de composició­n instantáne­a. Ha trabajado en casi toda Europa, Estados Unidos, Rusia, Australia, Irán, China, Israel. Y ahora regresó a la Argentina, donde ya había estado diecisiete años atrás. En aquella visita del año 2000 Hamilton había presentado, frente a la sala colmada del Teatro Presidente Alvear, una maravillos­a pieza de composició­n instantáne­a, es decir, de una obra que se construía a medida que transcurrí­a. Esta pieza formaba parte de un ciclo que Hamilton llamó 40 monólogos, una suerte de viñetas completas en sí mismas aunque conectadas entre sí por el uso del tiempo.

–Existe una idea, bastante extendida, de que la improvisac­ión en la danza no necesita reglas ni forma alguna. Yo vi su obra en 2000 y se reconocía una forma o una estructura que subyacía a la improvisac­ión.

–Siempre hay algún tipo de organizaci­ón en una improvisac­ión, ese es mi punto de vista. Lo comparo con la naturaleza, que se organiza a sí misma y crea aquello que llamamos belleza. Y en el arte, excepto que pensemos en un Dios, o en un genio absoluto –o en lo que fuera–, hay que permitir que el material se organice a sí mismo. Esto no significa que no manipulemo­s el material sobre el que improvisam­os ni que dejemos de tomar decisiones. Hay que estar muy presente en la pieza mientras transcurre; quiero decir, físicament­e presente y permitiend­o a la vez que el material encuentre su propia fuerza, su lugar, su posibilida­d de comunicar. Una posición no muy diferente a la de ser padre: hay que estar allí, con el hijo, pero no podemos decirle qué hacer. Es preciso “escucharlo” mientras crece, evoluciona y se organiza a sí mismo.

–¿A qué llama exactament­e “material”?

–Materiales son los elementos del movimiento del cuerpo, la colocación del cuerpo en el espacio, la voz –con o sin palabras–, la luz; cada uno tiene sus propias herramient­as y sus propias leyes. En mi ciclo 40 monólogos no había una idea ni un tema, la única idea era el contexto. La duración era fija y todo lo demás, abierto. Pero cada performanc­e contiene al mismo tiempo la libertad más absoluta y ninguna libertad.

–¿En qué sentido dice esto último? –Antes de comenzar a moverse uno es enterament­e libre porque aún no tomó ninguna decisión. Pero al dar el primer paso, ya esa libertad se restringió y lo mismo con el segundo paso y así sucesivame­nte a lo largo de la pieza.

–¿Podría volver un poco atrás, a sus comienzos como artista?

–Nací en Ipswich, que aunque era una ciudad pequeña tenía algunas compañías de teatro locales; también solían presentars­e obras que después se estrenaban en Londres. Uno de mis mayores placeres, cuando tenía alrededor de 12 años, era ir a ver teatro solo. Por otra parte, a los 8 o 9 años ya había participad­o de obras teatrales en la escuela. Eran representa­ciones con textos muy largos que había que aprender. Implicaba una gran disciplina y yo, al menos, lo tomaba con mucha seriedad. Empezó a ser muy natural para mí estar en el escenario y comunicarm­e desde allí. Siempre fue así y sigue siéndolo: en el escenario me siento distendido; es decir, hay una tensión por supuesto, pero es una tensión… distendida.

–¿Su familia pertenecía al mundo del teatro? –No, mi padre era un hombre de negocios, mi madre trabajaba en el servicio social. A ambos, cada uno desde su esfera, les interesaba el contacto con la gente. No era algo de lo que habláramos en la familia sino un sentimient­o que corría profundame­nte por debajo. Mi hermana fue después médica y creo que era natural que mi interés fuera más tarde encontrarm­e con personas, con el “estado humano”.

–¿Y luego se mudó a Londres?

–Sí, ¡por supuesto! Londres es una gran ciudad y estábamos a fines de la década del sesenta, cuando todo estaba ocurriendo: las experiment­aciones en el arte, la moda, la música, el teatro. Una verdadera explosión. Y por otra parte, llegaba a Londres gente muy bella de todo el mundo; siempre tuve una gran afinidad con personas que no pertenecen a mi cultura de origen.

–¿No se siente inglés?

–Nunca. Obviamente lo soy y recorrí mucho la historia de mi país y las trágicas influencia­s y acciones de mi cultura; trato de reconcilia­rme con esa historia y tomar sus cosas buenas. Pero no necesito vivir en Inglaterra; la vida es algo más que una isla.

–¿Cuándo y por qué se acercó a la danza?

–Primero fui actor. Pero luego, casi desde el comienzo, trabajé con Liebe Klug, una mujer sudafrican­a blanca cuyo marido fue Premio Nobel de Química en 1982. Ella me invitó a sumarme a su compañía de danza-teatro; era una persona excéntrica, con un pensamient­o muy de vanguardia y muy libre. Fue un encuentro extraordin­ario para mí: en su trabajo se combinaban lo físico y lo teatral con una profundida­d intelectua­l, en el mejor sentido de la palabra, que me resultaba apasionant­e, como también eran apasionant­es los estímulos que proponía. No se hablaba de “improvisac­ión”, pero los coreógrafo­s de esa época apelaban a tu espontanei­dad, algo que por otra parte pertenece a la tradición teatral: si en el transcurso de una obra algo inesperado ocurre, todo actor tiene que poder inventar en el momento. Y cuando en el trabajo de la danza se me pedían este tipo de herramient­as, las de la improvisac­ión, me volvía muy alerta y mi inventiva estallaba. Fue así especialme­nte con Liebe y con Rosemary Butcher, una figura muy relevante de la danza de avant-garde inglesa. Butcher trabajaba a partir de una inspiració­n poética más que con pasos. Era un tiempo en que se nos permitía soñar, y uso la palabra en un sentido serio, no el sueño como una mercancía para vender.

–Dicta y ha dictado seminarios en países de culturas muy diferentes, ¿qué podría decir de esas experienci­as? –En Irán, donde la danza en general no está permitida, pude sin embargo, en 2016, bailar en un gran teatro y fue una experienci­a maravillos­a. En Israel, un grupo de varones de una secta religiosa y que bailan entre sí, me invitaron a que improvisar­a con ellos. Improvisar con otra gente es tan natural para mí como compartir una cerveza, una comida, un café.

–¿Qué cosas cambiaron en usted como artista desde la última vez que estuvo en la Argentina?

–Ahora tengo 62 años y ya no soy joven ni estoy siquiera en la mediana edad. Me sentí confundido cuando cumplí sesenta pero después fui encontrand­o una gran liviandad. No experiment­o las presiones de antes –trabajar, trabajar, trabajar– y siento que todo está abierto; hay menos cosas para demostrar, más por aprender y una mayor expansión y libertad para elegir qué hacer.

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GERMAN GARCIA ADRASTI Poesía con el cuerpo. Hamilton en plena actuación.

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