Revista Ñ

Mamá, el más extraño de los seres

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El plano es tan corto, llena la pantalla de tal modo el rostro de esa mujer a la que vemos envejecer y modular su belleza lunar como una melodía, que en ocasiones parece no existir nada más que mirar. Ejerce una fascinació­n que raya el vampirismo. ¿Habrá sentido eso Stéphanie Argerich? ¿La necesidad de apagar ese furor sin fondo llamado madre? “A veces me pregunto si no he estado siempre tratando de escapar del poder tan suave y tan absoluto que tiene sobre mi vida”, dirá. El padre no ayuda: “Ya empiezan a salirme canas y aún espero que me reconozca”. Bloody Daughter (“maldita hija”, anche “hija sangrienta”) es el título del impactante documental que la benjamina de Martha, excelsa pianista argentina, estrenó en 2012. Disponible en Internet, el filme ha vuelto a emitirse por cable reponiendo la ruleta rusa de emociones que despierta en los espectador­es desandar los secretos de esa casa de puertas abiertas y madre de paso, definida por la directora y guionista (“la menor, la mimada de mamá”) como “una zona de recreo llena de gente excéntrica”. Imágenes de archivo, películas caseras y entrevista­s en presente narran ese hogar de mujeres (Argerich tuvo tres hijas y sólo convivió brevemente con un hombre, el director Charles Dutoit, padre de la segunda). Una casa llena de silencios (“mamá era una extraña familiar”) que tragaron nombres fundamenta­les como el de Lyda, su primogénit­a. Stéphanie supo de ella y conoció a su hermana cuando la mayor tenía 16 años y ella 4. En el corazón de esa omisión, oprobio: Lyda vivió en Nueva York con su padre, también músico, luego de que Martha Argerich perdiera la custodia de la niña, secuestrad­a del hogar de Bruselas en el que vivía por Juanita, su abuela materna.

“Soy la hija de una diosa”, define la voz en off de la directora, hilo conductor del filme que narra su versión de la relación medular, escabrosa y apasionada que la une a esa diva libérrima, de humor cambiante, que abandonó la Argentina con 12 años, gracias a una beca para radicarse en Europa. “Intentemos compartir algo. Es difícil filmar y compartir”, le dice mamá, mientras recorren, durante una visita, el Botánico de Buenos Aires, donde Argerich recuerda los paseos que daba allí con su padre y la joven graba cada rincón, cada gato, cada manchón verde (una manía, la de filmarlo todo, que adquirió en los años 80, cuando Argerich compró una cámara en Japón).

Catarsis, grito y declaració­n de amor a la vez, la película de la hija sume en el extraño humor que depara el dolor inevitable. “Adoro estar cerca de ti. Adoro mirarte. Perdóname”, le dedica Martha Argerich en uno de esos primerísim­os primeros planos. Les creemos a las dos.

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Martha Argerich y su hija Stéphanie, directora del documental “Bloody Daughter”.

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