Espionaje ocular en el Louvre
Las imágenes que hace años hizo Alécio de Andrade en el museo del Louvre prueban que los museos envejecen rejuveneciendo. Es decir, que cuantos más años cumplen, menos aspecto de viejo tienen. No es sólo un efecto del blanco y negro de las fotos de Andrade. Los museos de arte no odian el pasado, desde luego, pero sí odian el paso del tiempo. Cualquier decorado o ambientación por detrás de la línea del presente es síntoma de desmejoría. Mientras, cuadros y esculturas siguen impertérritos ante su propia edad restaurada. Son los dueños de casa los desvelados. Los museos que no atesoran arte, en cambio, conviven y aun alientan una decadencia sutil o suntuosa.
¿Qué es lo que no callan las fotos de Andrade? El eco entre la ropa y la pose del que mira y las de los protagonistas de la obra contemplada. La gente exhausta, las criaturas dormidas. ¿Qué es lo que cansa tanto en un museo? ¿El tiempo, la impaciencia, las conclusiones que no aparecen? Las instantáneas no cuentan el secreto mayor: cuánto tiempo estuvo cada uno delante de un cuadro. Andrade detiene, como en una pintura, a los concurrentes que se mueven a su alrededor, y demuestra que en un museo presidido por una divinidad llamada Gioconda pueden montarse escenas hilarantes.
El Louvre fue retratado, asimismo, por el cine de Nicolas Philibert y por un cómic de Jiro Taniguchi. Es una materia interminable (por eso plantea problemas de duración). En la película Bande à part de Godard hay una escena de segundos en que un trío cruza el Louvre a las corridas, buscando batir el tiempo récord de un recorrido total. Lo hacen –este Godard morirá con sus boutades puestas– para matar el tiempo.
Un día de 1990 Philibert entró al museo con linterna y en la oscuridad le apuntó con el cono de luz a esculturas y autorretratos de artistas. El efecto fantasmagórico es irresistible. Registra en blanco y negro el traslado de cuadros y de esculturas que pasean con ojos desorbitados. En este film no hay visitas; el Louvre está en plena remodelación –es un documento sobre sus asalariados–, a punto de reabrir sus puertas.
Taniguchi enfrenta al museo con un arte fingidamente menor. Lleva la elipsis recurrente de la novela gráfica al espacio de la elipsis suprema: una pintura. Su paseante sufre fiebre y alucinaciones en el lugar que las propicia. La pintura hace delirar, cierto, pero la arquitectura de este laberinto desestabiliza tanto como lo exhibido. Se le aparecen “los guardianes del Louvre” –título del libro– de una forma distinta a como en el filme Francofonia de Sokurov se materializa en los pasillos del museo, toscamente, la Mariana que encarna los ideales de la Revolución de 1789. La delicadeza de Taniguchi –incalculable discreción de su dibujo– hace pasar su ingenuidad de un modo natural y logra una obra maestra. Algo que quizá sólo se percibe en una segunda lectura. A un cómic se lo lee de un modo raro, levemente incontrolado, con tiempos diversos para cada cuadrito, y la relectura da tantos frutos como en una novela de Natsume Soseki, que hace un cameo para decir de una pintura: “flota algo profundamente secreto”. No es otra cosa lo que sucede en el museo encuadernado de Taniguchi, abierto las 24 hs.