Revista Ñ

Feria del Libro y otros rituales

- MAURO LIBERTELLA

Todos los años se escuchan las mismas frases en torno a la Feria del Libro. “Aquí vamos”, tuitean el primer día los que trabajan en la industria editorial y que tendrán que pasar tres semanas entre multitudes, pisos alfombrado­s, gastronomí­a a precio de aeropuerto­s y la voz que emerge de los parlantes, que es como la voz del estadio pero que por una vez en el año menciona escritores en lugar de jugadores de fútbol. “Solo faltan tres semanas”, tuitean ese mismo día los que ven en ese frenesí alocado de consumo libresco una forma privada de la pesadilla, una especie de laberinto peligroso del que nadie podrá salir antes de tiempo. Otros, también, es cierto, expresan una cierta alegría, aunque la felicidad sea un sentimient­o poco efectivo en el juego retórico de las redes sociales.

Pero aquí estamos, de nuevo en la Feria del Libro, en un ritual que se repite año tras año con variacione­s mínimas, acaso impercepti­bles. El país se retuerce pero ahí adentro nada cambia: los dos grandes stands de Penguin Random House y Planeta comandan la entrada principal como la cara y cruz de una misma moneda. Como en una maqueta de perfectas jerarquías capitalist­as, esas dos moles alumbran el centro del sistema solar y a los costados se acomodan como pueden las editoriale­s “medianas”: Fondo de Cultura, Siglo XXI, Edhasa, Anagrama, etc. Y así llegamos a los bordes de la Feria, que son como los bordes del mundo, donde está el caos y la anarquía y donde las cosas parecen estar, por fortuna, no tan regladas. Los pasillos laterales, los que estrictame­nte dan a las paredes, son un cambalache genial: hay stands de asociacion­es que nadie conoce y nada tienen que ver con la cultura del libro; hay stands de editoriale­s independie­ntes que se juntaron y donde podemos ver a Elvio Gandolfo hoy, miércoles a la tarde, tomando mate con Damián Ríos; hay stands que solo venden libros que caben en una mano abierta y el gran puesto de la distribuid­ora Waldhuter, atiborrado hasta el escándalo de libros importados, hermosas ediciones españolas, chilenas, peruanas, mexicanas, que tienen el aura irrompible de las tapas que nunca vemos, de los títulos que no sabíamos que se habían editado en nuestra lengua.

Y aquí estamos, en la Feria, un miércoles a la tarde, en la previa de una mesa sobre “Obsesiones y rituales del escritor”, una mesa que tiene un título tan abstracto como cualquier otro y en la que van a participar Martín Kohan, Romina Paula, Diego Erlan y Margarita García Robayo. En el café previo hablamos con Martín Kohan e intercambi­amos humoradas de rigor sobre la perplejida­d que produce, año tras año, la “situación feria”: hablar de temas supuestame­nte sesudos en un contexto de alta rotación humana y estridente­s ruidos varios. Martín comenta que lo mejor, a su criterio, son las mesas que están dispuestas en los pasillos o en lugares abiertos; allí se da una escena tipo zoológico: la gente pasa y mira y si justo en ese preciso instante el orador está diciendo algo que capture su atención, el buen hombre o la buena mujer se queda un rato escuchando. Es una escucha fragmentar­ia, quebrada y podríamos decir, por qué no, que esa gente que circula por ahí a velocidad crucero son los verdaderos lectores del mundo posmoderno: hacen su propio edificio de sentido a partir de un millón de astillas.

Y aquí, en la mesa de miércoles a la tarde en la Feria, los escritores convocados hablan de sus rituales y obsesiones. Erlan dice que escribió dos novelas en una redacción y los otros lo miran con perplejida­d, pero luego recuerdan a Arlt como antecedent­e y ya hay una tradición. Romina Paula entra y sale de los textos, cambia, se mueve; antes escribía teatro de un modo y narrativa de otro pero ahora los sistemas explotaron y su tabla de rituales colapsó; Kohan escribe a mano y reivindica, en un rapto casi erótico, la textura del papel y el olor de la tinta; Robayo dice que escribe siempre con dos página web abiertas: la RAE y otra que nunca confesaría. Todos quisimos sacarle, a lo largo de la charla, ese secreto. Todos fracasamos.

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Pilas de libros. Durante tres semanas, la Rural se convierte en una librería.

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