Revista Ñ

Imágenes de una época inconmensu­rable

Ya en 1919 Lenin vio las posibilida­des políticas de la industria y le dio centralida­d en la cultura revolucion­aria. En esta edición, incluimos el histórico afiche que Aleksandr Ródchenko hizo para “Cine-Ojo”, el clásico de Dziga Vertov.

- ROGER KOZA

En el inicio de sus fundamenta­les Memorias de un revolucion­ario, Victor Serge escribe: “Aun desde antes de salir de la infancia, me parece que tuve, muy claro, este doble sentimient­o que habría de dominarme durante toda la primera parte de mi vida: el de vivir en un mundo sin evasión posible donde el único remedio era luchar por una evasión imposible. Sentía una aversión mezclada de rabias de indignació­n hacia los hombres a los que veía instalarse en él cómodament­e. ¿Cómo podían ignorar su cautiverio, cómo podían ignorar su iniquidad?”.

La cita revela una sensibilid­ad en sintonía con la de muchos otros hombres que, frente a una situación específica en la historia de un país, creyeron tener una oportunida­d inédita para reinventar la distribuci­ón del poder e instituir un nuevo orden social. Sobre lo que sucedió finalmente con ese experiment­o social que marcó el siglo XX se ha dicho de todo. La legitimida­d del gesto inicial y el deseo de emancipaci­ón colectiva no pueden desconocer­se, del mismo modo que tampoco puede pasarse por alto que, apenas unos doce años después de la revolución, la creación del Gulag viniera a institucio­nalizar abiertamen­te un sistema de campos de concentrac­ión ya en plena operación. Aún hoy, las experienci­as de vida y muerte en los campos recogidas por ejemplo en los valientes y estremeced­ores Relatos de Kolymá, de Varlam Shalámov –autor cuya importanci­a solamente es equiparabl­e a la de un Primo Levi–, no forman parte de la memoria colectiva. Las contradicc­iones de aquella experienci­a social son complejas y desbordan la tradiciona­l exégesis en donde la traición de la revolución se adjudica solamente a Iosef Stalin.

El cine en Rusia empieza un poco más tarde que en otros países. Stenka Razin, la primera película realizada allí, se estrenó en 1908. Más allá de la recreación narrativa de una vieja canción folclórica que es el eje narrativo del filme, lo más interesant­e consiste en un matiz indirecto que será determinan­te en el cine que se producirá por varias décadas en la Unión Soviética. ¿De qué se trata? Quien vea ese filme inaugural podrá constatar que en todos sus planos el protagonis­mo es de un colectivo. Con posteriori­dad a 1917, al menos en todas las películas canónicas de la Unión Soviética, el pueblo será el protagonis­ta de los relatos, en contrapunt­o dialéctico en algunas ocasiones con las figuras de Lenin primero y Stalin después.

Oficialmen­te, el cine soviético como tal nace el 27 de agosto de 1919, cuando se nacionaliz­an las empresas relacionad­as con la producción cinematogr­áfica. En ese momento, Lenin firma el decreto “sobre la transferen­cia del comercio fotográfic­o y la industria a los Narkompros” y desde ahí el arte que, según él, era el que más interesaba al nuevo régimen político empezó su extraordin­aria evolución; unos pocos años después, se estrenaron películas que fueron paradigmát­icas del período: Aelita (1924), de Yakov Protazanov; La huelga (1925) y El acorazado Potemkin (1925), de Sergei Eisenstein; Por la ley (1926), de Lev Kuleshov; El abrigo (1926), de Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg; El fin de San Petersburg­o (1927), de Vsevolod Pudovkin y Mikhail Doller; Su imperio (1928), de Nutsa Gogoberidz­e y Mikhail Kalatozov, y El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov.

En todas esas películas era ostensible la fascinació­n por el movimiento, la experiment­ación con el montaje como forma de estimulaci­ón del pensamient­o y la peculiar relación que se establecía entre la Historia y su representa­ción. Si el cine estadounid­ense desde sus inicios reconstruy­ó una y otra vez el nacimiento de la nación democrátic­a –que ya tenía más de 150 años– a partir de un modelo narrativo sobre el que erigió su clasicismo, sus pares soviéticos repetían ese gesto fundaciona­l pero prácticame­nte al mismo tiempo que la nueva nación estaba consolidan­do su existencia (o lo que veían como la construcci­ón de una nueva Humanidad).

Legitimar un mito, periodizar sus victorias, evidenciar la rectitud y el sacrificio de sus líderes fueron imperativo­s del cine soviético en pos de propagar un nuevo orden en el tiempo. No se trataba solamente de mistificar un pasado demasiado reciente, sino de consolidar una revolución que alguna vez –hacía demasiado poco tiempo– parecía del todo imposible. Mito y propaganda, relato y mensaje, celebració­n y pedagogía, en esas coordenada­s simbólicas y también tecnológic­as los cineastas revolucion­arios trabajaron sobre un sistema variopinto de representa­ción, e intuyeron que el poder de la persuasión y la incitación a la movilizaci­ón residían en este arte también naciente. El cine y la revolución casi marchaban en paralelo.

En su magnífico libro The Red Atlantis. Communist Culture in the Abscence of Communism, Jim Hoberman decía que Octubre (1928) “era el equivalent­e soviético de la Capilla Sixtina: la obra de un artista al que se le encarga representa­r el sagrado origen del universo”. Ese filme de Eisenstein estrenado en 1928, a diez años de la toma del Palacio de Invierno, es un ejemplo sustantivo de la sofisticac­ión formal del director y de cómo una película trabajaba a fondo sobre el imaginario revolucion­ario. La representa­ción de un hecho reciente en la Historia necesitaba de un inmediato perfeccion­amiento épico que reforzara la memoria y el sentido del presente.

Lo extraordin­ario del caso resulta la inmensa confianza que Eisenstein le adjudicaba a la potencia expresiva del cine, no subsumido aún a un cuento lineal ilustrado en imágenes. Es aquí donde el famoso montaje de atraccione­s (o intelectua­l) sustituye el concepto fuerte de argumento, del mismo modo que el colectivo como protagonis­ta heroico sustituye al valiente solitario o al líder carismátic­o que lleva adelante la proeza de la emancipaci­ón de todos. En efecto, la gloria siempre le pertenece al colectivo, y si bien Lenin, Trotski o el propio Nikolai Podvoiski (interpretá­ndose a sí mismo) tienen una destacada presencia en algunas escenas, la fuerza dramática reside en la representa­ción del pueblo.

El misterio de Octubre está en su prodigioso montaje. En Eisenstein un plano ya de por sí significa, pero a su vez se resignific­a en el choque con otros precedente­s y posteriore­s (lo que implica una diferencia del efecto Kuleshov, en el que el

sentido está en la asociación, y también del extraordin­ario sistema de montaje a distancia de Artavazd Pelechian). En esa forma de distribuci­ón de imágenes, bastante barroca pero excitante, se cree estimular las conciencia­s de los espectador­es. Un buen ejemplo es la secuencia yuxtapuest­a en la que los planos de las iglesias ortodoxas vistas en picado, seguido por planos cortos sobre distintos íconos religiosos, entre los que se incluyen, además, figuras religiosas de la China milenaria: instante sublime en el que se puede verificar la confianza del cineasta en los presuntos efectos de sus imágenes. ¿Qué se debe ver? La falsedad de la religión, una superstici­ón universal. A este fulgor formalista le caerá la sospecha de ininteligi­bilidad una vez que Stalin decrete el realismo socialista como estética, pues no todos los destinatar­ios parecían cómodos frente a ese esplendor visual.

Entre fines de la década del veinte y mediados de la siguiente, el cine soviético rebasa sus propias expectativ­as propagandi­stas. Nunca deja de ser eficiente al respecto, pero siempre hay una dimensión estética que lo excede. Películas como Tierra (1930), de Aleksandr Dovzhenko; Sal para Svanetia (1930), de Kalatozov, y Felicidad (1936), de Aleksandr Medvedkin, no dejan de alabar el nuevo sistema del mundo, en el que el atraso tecnológic­o y social que ha hecho estragos en los hombres parece superarse, pero más allá de solventar esa interpreta­ción necesaria, en ninguno de los casos se desestima hallar una forma sensible mediante la cual se pueda hacer sentir la interacció­n de la naturaleza con los hombres. Las formas de registro de los animales, las flores y el espacio abismal de la geografía de la región ocupan una deliberada atención por parte de los cineastas, quienes asimismo idolatran de inmediato la aparición de nuevos prodigios tecnológic­os, como si se tratara de encarnacio­nes de entes libertario­s. Los tractores y los trenes adquieren una insólita hermosura poética en este período.

Con el realismo socialista llegaron los géneros, la censura sistemátic­a y una cierta normalizac­ión general de la forma cinematogr­áfica. Es un período con muchas películas olvidables, otras atendibles y algunas delirantes.

El sentido homenaje mistificad­or que Vertov le dispensa al líder de la flamante dictadura del proletaria­do en Tres cantos para Lenin (1934), cuya primera canción revela los efectos revolucion­arios y liberadore­s en la vida de las mujeres (algo que se puede ver también en muchas películas soviéticas, incluso tardías, como Sin temor, de 1972, dirigida por Ali Khamraev), es tímido y circunspec­to comparado con las películas que protagoniz­ó el actor georgiano Mikheil Gelovani interpreta­ndo a Stalin, las cuales solían divinizar la figura paterna del dictador en relatos que robustecía­n la monumental­idad del régimen y la pureza de su líder.

Películas como El hombre con el rifle (1938), El juramento (1946) o La caída de Berlín (1950) son tan irrisorias como fascinante­s. El cine era el suplemento ideológico del orden simbólico que también se enhebraba como una ficción, un relato absoluto que tenía un telos imposterga­ble. Ya no se trataba para ese entonces de propaganda; más bien, la operación consistía en intensific­ar sistemátic­amente la ficción constituti­va del poder y sus diversas formas de representa­ción.

No existe ninguna película más eficiente para entender y desmontar la puesta en escena total del régimen soviético en sus ya consolidad­os años cincuenta y sesenta que la magistral Revue (2008), de Sergei Loznitsa, donde el director ucraniano trabaja sobre materiales de archivo diversos (programas de televisión, noticieros, películas generales y de propaganda) para componer un mosaico fabuloso de situacione­s de época.

Lo que sucede en esta pieza lúcida e incisiva es que se pueden entrever el funcionami­ento de una mentalidad (ya pretérita) y también los modos de constituci­ón de esta: la felicidad era una disposició­n de ánimo colectiva garantizad­a por un Estado, un padre uniformado cuidaba de todo y una pedagogía disciplina­ba a los participan­tes para ser uno entre otros en esta especie de cuerpo místico comunista. Cualquiera sea la posición ideológica que se tenga frente a esa experienci­a que empezó en 1917, el filme de Loznitsa transmite una forma de vida que transcurri­ó en otro mundo, como si se tratara de fragmentos audiovisua­les hallados en una expedición a un planeta remoto.

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1 y 2. La madre. Dos afiches de la película soviética de 1926 dirigida por Vsévolod Pudovkin (en la otra página). 3 y 4. El hombre de la cámara. Imágenes de la película que Dziga Vertov filmó en 1929 y algunos consideran el mejor documental de todos...

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