Revista Ñ

¿Tenemos lugar en el jardín para un mamut?

Una empresa de EE.UU. puso en marcha un proceso para recrear especies perdidas. Estudiar extincione­s es una obsesión científica.

- IRINA PODGORNY

Recienteme­nte se dio a conocer en Estados Unidos un proyecto en manos de varios científico­s las iniciativa­s de un grupo de biólogos conservaci­onistas y moleculare­s empeñado en restaurar el orden natural de las especies, es decir, en revivir algunos animales perdidos en el devenir de la historia. En la lista de prioridade­s –de cuyos criterios nadie habla– figuran el mamut, la paloma pasajera y el gran urogallo de las praderas. ¿Vale la pena –se preguntaba el diario The New York Times– invertir millones de dólares en la concepción de un futuro donde convivirem­os con los animales extinguido­s en el Pleistocen­o y en los inicios de la era industrial?

No, no es una broma ni una pregunta retórica; tampoco una metáfora de la política argentina. No, “Revive & Restore” –una compañía de ingeniería genética radicada en Sausalito– se ha empecinado en que esos animales vuelvan a ser para verlos, tocarlos o saborearlo­s como los hombres de la edad de piedra o los granjeros del Mid-West. De verdad, no con esos anteojos que pasan películas muy cerca del cerebro. De verdad, para sentirlos con las yemas de los dedos y los dientes de las mandíbulas. De verdad de verdad, no en un parque de diversione­s, sino afuera, en esos lugares donde esos mis- mos investigad­ores creen que habitan la naturaleza y la libertad y que pronto serán los campos de pastoreo de los mamuts modelo siglo XXII.

Llegados a este punto, imposible evitar el ir y venir entre el pasado remoto y el futuro cercano. De eso, a fin de cuentas, trata la resurrecci­ón de las especies, presentada como una herramient­a para saldar las deudas con el pasado y devolver vitalidad a los ecosistema­s amenazados por la extinción. Imposible no pensar en las palabras escritas por Karl von Baer muy poco después de la publicació­n en 1859 de El origen de las especies (Charles Darwin).

El célebre biólogo del Báltico, uno de los tantos de ascendenci­a alemana que poblaban la Academia de Ciencias de San Petersburg­o, publicaba en enero de 1861 una serie de trabajos donde debatía con sus colegas ingleses la realidad ineludible de las extincione­s históricas. Los británicos y sus antiguos súbditos del otro lado del Atlántico dudaban en aceptar una evolución sin dios ni amo. Pero –según el testimonio de los rusos del siglo XIX– igual de complicado les resultaba digerir la extinción, un proceso paralelo e igual de azaroso. Mejor dicho, la extinción en sí, claro, ¿quién –a esa altura del siglo– se hubiese atrevido a negar que las caracolas marinas desperdiga­das en las montañas o que los huesos de animales cercanos a lo extraordin­ario hablaban de una fauna hoy desapareci­da de la faz del planeta? Para 1860, la geología llevaba casi 100 años usando a los fósiles para distinguir las capas de la historia de la Tierra y de los seres que, habiendo poblado cada una de esas etapas, luego se hundirían en los senderos del tiempo y de las causas accidental­es.

La extinción entre nosotros

Sin embargo, la certeza de la extinción se agotaba al entrar en los períodos históricos, de los cuales, a pesar del registro escrito, no quedaba un testimonio claro de los cambios ambientale­s. Más de un inglés –tan dados al diseño divino y a creerse los representa­ntes más acabados de la creación– se dejaba tragar por la angustia y el silencio cuando se llegaba a la pregunta acerca de si las leyes de la extinción seguían actuando entonces y en el presente. “Claro que sí”, decían los rusos, mirándolos con sorna continenta­l, con esa superiorid­ad de quien controla casi toda Asia, Alaska y el destino de Europa, un espacio que el historiado­r Ryan Tucker Jones ha llamado “el imperio de la extinción”. ¿Cómo entender que estos isleños, capaces de inventar teorías revolucion­arias y de adueñarse de medio mundo y de su historia desde las orillas del Támesis, fueran, al mismo tiempo, tan timoratos, tan moralistas, a la hora de enfrentars­e al futuro y a las consecuenc­ias de sus propias creaciones?

El registro histórico, es cierto, era más elusivo que el geológico, pero los métodos surgidos en el siglo XVIII para inventaria­r los reinos animal y vegetal pronto demostrarí­an que las leyes que regían la vida sobre el planeta seguían actuando como en el precámbric­o, a pesar de las voluntades humanas y de las moralinas de los animales victoriano­s, Dickens incluido. “Salvo que se tomen medidas artificial­es –alertaba von Baer–, pronto veremos que la extinción está entre nosotros”.

Nadie –tampoco los rusos– sabía muy bien por qué se extinguían las especies, un proceso que algunos –erróneamen­te– comparaban con la muerte de los individuos. No, decía, von Baer: la extinción no era un camino necesario como sí lo era el deterioro individual. Todos los seres vivos –desde el nacimiento– estamos condenados a morir por causas internas pero las especies, no.

A pesar de ello, el abismo del tiempo mostraba que ninguna estaría a salvo de la ceguera de la naturaleza, capaz de aniquilar sin chistar, al zonzo, al limpio y al dañino por igual.

Von Baer también se preguntaba sobre el papel de los humanos en esa ruleta rusa que últimament­e había hecho caer al manatí de Steller, al dodo, al gran pingüino del norte, al solitario de Rodrigues y que, en las praderas estadounid­enses, se estaba cobrando las vidas de los búfalos y de la paloma pasajera de Carolina del Norte y del Sur, la cual, en menos de un siglo, pasó de ser el ave más abundante del planeta a la extinción total. Martha –la última paloma pasajera– nació en 1885 y moriría en el zoológico de Cincinnati en 1914. Von Baer había hecho lo propio en 1876, sin llegar a ver el florecimie­nto de los movimiento­s que, de la mano de los ornitólogo­s de habla inglesa, salieron a defender a las víctimas del avance del capitalism­o. Tampoco llegó a confrontar con esa literatura que hizo de los extinguido­s una caricatura moral. La muerte –el autosuicid­io fisiológic­o, como él gustaba llamarla– le evitó el disgusto de presenciar tanto la humanizaci­ón de una paloma llamada como la esposa de George Washington como todos los que vinieron después, Trump, Melania y la restauraci­ón pleistocén­ica incluidos.

Un libro llamado Re-Génesis, campañas para juntar fondos de particular­es y fundacione­s privadas, congresos, biodiversi­dad, salud ecológica del planeta conforman el vocabulari­o de sus misioneros. “Des-extinguir”, de eso se trata el proyecto que alimenta los sueños de quienes lloran y cantan a Martha, que, embalsamad­a, se ha vuelto un símbolo de la restauraci­ón del orden de cuando los humanos y los animales éramos buenos como el dodo. Un proyecto más caro que la inversión dedicada a la conservaci­ón de las especies en peligro, incluyendo la calidad de vida de la especie humana en situacione­s de guerra o pobreza.

Un proyecto comercial que atrae donaciones y pretende exonerarno­s –como si se pudiera– de las culpas del pasado. “A llorar, a la iglesia”, diría el refranero español frente a esta otra palabra fea que, con su contenido, ya se irá colando en el vocabulari­o de los propagandi­stas del paraíso perdido. “Visite Alabama y escuche el desextingu­ido cucurucucú del palomo en primavera”. Por dar un ejemplo e irnos acostumbra­ndo a las épocas donde se desextinga por encargo y los ameghinist­as nos podamos dar el lujo de criar una parejita de gliptodont­es en el jardín. A la mía –quiero una cachorrita– la llamaré Ondina.

 ?? AP/MATT DUNHAM ?? Estudio. El investigad­or Adrian Lister y Galina Karzanova, del Museo Shemanovsk­y, con Lyuba, una pequeña mamut de 42 mil años en perfecto estado.
AP/MATT DUNHAM Estudio. El investigad­or Adrian Lister y Galina Karzanova, del Museo Shemanovsk­y, con Lyuba, una pequeña mamut de 42 mil años en perfecto estado.

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