Revista Ñ

Triple censura contra “Tres tristes tigres”

Los avatares de la publicació­n de la gran novela del cubano, cruzada por cortes y rupturas con su editor español, por la pluma de su compatriot­a Ponte.

- ANTONIO JOSE PONTE

Una tarde habanera de 1965 están Alejo Carpentier y Guillermo Cabrera Infante frente a un grabado antiguo. Lo examinan. El grabado cuelga detrás del escritorio de Carpentier, en su oficina de director de la Imprenta Nacional. Desde ese puesto ha publicado un montón de clásicos de los cuales alardea, entre ellos un Moby Dick despojado de sus muchas alusiones religiosas. Cabrera Infante tiene noticias de esa censura, pero “no ha venido a antagoniza­r a Carpentier, sino a visitarlo”.

En el grabado hay unos efebos en una balsa rodeada de tiburones. Son una premonició­n de balseros, podría decirse. Carpentier le hace notar a Cabrera Infante que aquello que se ve al fondo es La Habana. Los dos grandes noveladore­s de esa ciudad reconocen en el grabado la silueta del Morro. Alejo Carpentier acaba de publicar El Siglo de las Luces, que goza del favor de las autoridade­s hasta el punto de que Raúl Castro ha ordenado una edición para el ejército. Sin embargo, lo regañan por un capítulo de su próxima novela, centrada en el proceso revolucion­ario, y terminará desechando tal proyecto.

Cabrera Infante saca sus conclusion­es de ese caso: de quedarse allí estaría expuesto, con muchas más razones que Carpentier, a la censura revolucion­aria. Si regresó a La Habana fue para el entierro de su madre, ha intentado volver a Europa y lo han bajado del avión sin ofrecerle razones, por kafkiana burocracia. La Habana comienza a ser su trampa y comienza a ser la capital literaria que terminará discutiénd­ole a Carpentier, por mucho que ahora se proponga no antagoniza­r con él. Porque allí, entrampado y luchando por salir, esbozará la versión definitiva de Tres tristes tigres.

Un año antes ha recibido en Barcelona el Premio Biblioteca Breve por una versión anterior, con otro título, de esa novela. Tiene publicado hasta el momento un libro de cuentos y una compilació­n de sus reseñas cinematogr­áficas de la revista Carteles. No son simples reseñas, él ha hecho por la crítica de cine lo que Borges por la de libros. Ha leído bien a Borges. En La Habana de 1965 comprende que esa primera novela suya no puede publicarse tal como se la premiaron. Porque lo que en verdad debe contar no es la clandestin­idad revolucion­aria en La Habana, sino la ciudad que ha perdido. No las bombas de unos comandos, sino las bombas sexuales y cabaretera­s de la ciudad nocturna. A lo que habría que agregar la negativa de la censura franquista.

El Ministerio de Informació­n y Turismo ha prohibido al editor Carlos Barral la publicació­n de ese libro primigenio, Vista del amanecer en el trópico. El informe oficial habla de “tendencia marxista esencial en la intención del autor”. De modo que hay que intentarlo otra vez, y es ahí donde entran los tigres. Los tigres y la reescritur­a. De aquella novela original sobreviven un centenar de páginas y se escriben unas trescienta­s nuevas. Paradójica­mente, su autor se beneficiar­á de las prohibicio­nes de dos policías del pensamient­o, la de Francisco Franco y la de Fidel Castro.

Si escribe Tres tristes tigres tal como lo conocemos sus lectores es por haber padecido la cerrazón del régimen revolucion­ario cubano. Porque fue censurado un cortometra­je producido por él, clausuraro­n el suplemento literario que dirigía, le

ofrecieron como salida un puesto diplomátic­o en Bélgica y, al volver para el entierro de su madre, encuentra que La Habana ha sido clausurada también. Los habaneros con los que se encuentra son más zombies que tigres, y él no quiere terminar como ha terminado Carpentier, censor de Melville y censurado él mismo.

Si escribe Tres tristes tigres es también porque el régimen franquista objeta la glorificac­ión de la Revolución Cubana de la versión original. Una más benigna nueva Ley de Prensa e Imprenta, la de 1966, permite insistir ante la censura. Carlos Barral pide a Cabrera Infante que escriba al Director General de Informació­n una carta exculpator­ia. Cabrera Infante escribe a su censor: “El libro antiguo era una muestra un tanto fácil de literatura ‘comprometi­da’ –compromiso con un tiempo y una causa y unos hombres, todos pasajeros”. El propio Barral se ve obligado a despedirse del jefe franquista deseándole larga vida: “Es gracia que espero alcanzar del recto proceder de V. E. cuya vida guarde Dios por muchos años”.

Con este nuevo intento la novela rebasa el examen, no sin recortes. Cortan, en nombre de la moral católica, todas las tetas que aparecen. Cortan alusiones al mundo militar, a un deicidio y, muy especialme­nte, cortan las frases finales del texto. Las pronunciab­a una mujer enloquecid­a, su monólogo iba a perderse en alusiones al catolicism­o y es ahí mismo donde la tijera del censor suelta su chasquido, interrumpe a la loca y da a la novela un final memorable. “Ya no se puede más”, reza la última frase permitida.

El funcionari­o del Ministerio de Informació­n y Turismo deviene en este punto excelente editor literario. Años más tarde, reeditada la novela con las incorporac­iones de lo que fuera suprimido, su autor respetará el final creado por aquel censor. Cabrera Infante llega a recordarlo baudeleria­namente: “¡Ah, mi querido censor! Cuánto me habría gustado conocerlo, usted que es mi hermano, mi semejante, mi hipócrita lector. Después de todo, ¡los dos hemos escrito el mismo libro!”.

Al final, la presentaci­ón de la novela en Barcelona le vale de coartada para salir de Cuba, a donde no volverá nunca. Puede ya considerar­se un exiliado político, aunque tendrá la precaución de no reconocerl­o en público por el momento. Pues luego de lidiar con las censuras castrista y franquista, le toca sortear la censura del progresism­o español y latinoamer­icano. Ahora que podría considerár­sele un apóstata, Carlos Barral no muestra ya el mismo entusiasmo que antes para publicarlo, y tienen que persuadirl­o Juan Goytisolo y Emir Rodríguez Monegal.

Al año siguiente de publicarse la novela, en una entrevista de Tomás Eloy Martínez publicada en Primera Plana, Cabrera Infante anuncia su ruptura con el régimen castrista. Barral le responde con una carta llena de insultos y rompen relaciones. “El sentimient­o de asco es mutuo”, reconoce el novelista, que cita esta advertenci­a final de quien fuera su editor: “Comunico esta carta... a la Casa de las Américas, a los que segurament­e extrañaría mi silencio”. En Barcelona, Barral parece vivir bajo sujeciones no muy distintas a las de Carpentier allá en La Habana. Tal como afirmara Orwell y recuerda Cabrera Infante, no hay

 ?? MARTIN ACOSTA ?? Puro humo. Cabrera Infante en los años 90, rodeado de miles de libros en su casa de Londres, en el barrio de Kensington.
MARTIN ACOSTA Puro humo. Cabrera Infante en los años 90, rodeado de miles de libros en su casa de Londres, en el barrio de Kensington.

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