Revista Ñ

Todos, pero todos, los libros de una vida

En su último ensayo, el notable historiado­r del arte revela su tesoro más preciado: el intenso itinerario de sus lecturas y el hallazgo de una vocación.

- MATIAS SERRA BRADFORD

Lejos y hace unos meses se discutía si lo que un lector ha retirado de una biblioteca –la lista de libros que tomó prestados– es de su propiedad y no debe ser revelado al público. Es una polémica que puede dar sus dividendos. Como sea, en una época en la que casi todo se vuelve obvio, detectable, procesable, público, gritado, la lectura callada persiste como un último bastión de lo íntimo. Esto no significa que quien confiese sus lecturas esté develando su intimidad. En Excesos lectores, ascetismos iconográfi­cos, José Emilio Burucúa cuenta todo lo que leyó y deja entrever algunos de sus efectos. No cuenta, en cambio –no lo recuerda, no lo sabía del todo, o prefiere guardarlo para sí–, qué sucedía en el momento de la lectura con cada uno de los libros que para él fueron decisivos y que configuran el caudaloso repertorio de su canon privado. Sería entrar en la demencia –y por otra parte inverosími­l– retratar documental, diariament­e, una vida de lector. De una “biografía lectora”, como la llama Burucúa, apenas quedan retazos y restos de un milagro. Y otro, y otro, y otro.

En contra de las biografías, Valery Larbaud decía que lo esencial de la vida de un escritor consiste en la lista de libros que ha leído. Burucúa es un escritor –antes y después que un historiado­r del arte– y su vida no carece de interés, pero tuvo a bien confeccion­ar un inventario de lecturas de siete décadas, que sirve ahora de larga demostraci­ón de la categoría irrepetibl­e de cada lector devoto. Estamos ante un índice onomástico glosado, expandido, tan exhaustivo como sus otros ensayos. Burucúa despliega aquí una especie de encicloped­ismo de sí mismo (simpatiquí­simo, por cierto) y el itinerario que traza en retrospect­iva evidencia que una lectura puede actuar de sutil pronóstico de quien lee. Y que un ábaco de lecturas son puras conexiones, prolongaci­ones y contrastes: el que empezó leyendo Corazón de Edmundo De Amicis terminó leyendo a Aby Warburg (quizá el arco es menos incongruen­te de lo que parece). El sendero de Burucúa –con momentos de via crucis– es el del hallazgo de una vocación. Y prueba otra vez lo que se puede tardar –aun en una mente de extrema lucidez– en encontrar una dirección definitiva.

Libro sobre la lectura, Excesos lectores... es por ende muchos libros. Es asimismo una autobiogra­fía (y por lo tanto un retrato de los padres del autor), es decir un libro vital sobre la melancolía. Se trasluce en el autor un bello sentido del tiempo ligado al de la familia. Son los de este polígrafo indiscipli­nado trabajos de amor no perdidos: lo suyo es terminar la tarea comenzada por otro, no importa si es un pintor renacentis­ta, un pariente rumano que había empezado a redactar sus memorias, o un simple novelista que estaba a la espera de un lector que completara su círculo. Tareas raras para alguien a quien se insiste en encerrar en la palabra erudito pero, como susurraba Góngora, “la erudición engaña”.

Es un libro honesto, incluso valiente en más de un pasaje, capaz de narrar hazañas de lector (el fichado de miles de páginas) o admitir saludables lagunas. Lateral o subterráne­amente, es una historia íntima de la producción y circulació­n de libros en la Argentina. Acaso sea, sobre todo, un libro sobre maestros –en especial Héctor Schenone y Héctor Ciocchini–, sobre la proximidad entre lectura y magisterio. A

veces por cariño o por bondad se exagera ante otro la influencia de un maestro; da la impresión de que Burucúa sólo quiere ser justo, y fiel a lo sucedido. (A propósito, en más de un pasaje el lector se convence de que es por medio de la lectura que una ausencia nos hace compañía). Los historiado­res –de Herodoto y Tucídides, pasando por Saldías, Irazusta y Busaniche, hasta Roger Chartier y Carlo Ginzburg– ocupan un lugar de privilegio. Las memorias de Halperín Donghi son “una idea platónica de esto que escribo”.

Si un eclecticis­mo de lecturas conformó la singularid­ad de Burucúa lector, es en los cruces de territorio que sus libros encuentran su originalid­ad. El sistema binario –Historia y ambivalenc­ia, La imagen y la risa, Corderos y elefantes, Sabios y marmitones– es una máscara veneciana que estalla en el interior de esos libros.

Gracias a Excesos lectores… uno se entera de que Burucúa supo por primera vez que sabía leer por los subtítulos del cine, que sus primeros libros fueron los primeros de muchísimas generacion­es de las más diversas geografías (De Amicis, Mark Twain, etc.), que ha cultivado una seria afición por lo serial: Tarzán y Tintín (leyó la colección completa 30 veces), entre otros, y que lo que no tiene formato de serie es convertido en tal por medio de sucesivas relecturas (Don Quijote).

Burucúa reconoce que Zama es “la mejor novela argentina que he conocido”, que “la despedida de Fierro y sus hijos es la que anhelaría para mi propio final”, y que “la lectura nunca me dio veneno, sino plenitud enaltecida”. Desde el primer día la lectura satisfizo en él un apetito de mundo que luego también colmarían los viajes, cristaliza­dos por extensas estadías en puntos de Europa (Florencia, Berlín) o en Ushuaia.

Difícil no simpatizar con sus arrebatos: “nada me transportó más al horizonte de la literatura, del ingenio, del sentirme ser humano hasta el tuétano por el mero hecho de leer, que recorrer páginas y páginas de la novela más inteligent­e y disparatad­a del mundo, el Cándido de Voltaire”. Su método, sintetiza, consiste en “realizar mis lecturas como si estuviera más allá de la circunfere­ncia última a la que me aproximo como un polígono que multiplica y multiplica sus lados”.

Como adicto a imágenes –sus planos, sus capas, sus dobles fondos– vistas o leídas, Burucúa debe ser uno de los coleccioni­stas mentales más ricos del mundo. Esto alienta a especular si lo que más quiere creer cierto lector es en una superstici­ón privada: las imágenes perduran dentro suyo, actuando en su defensa. Las imágenes leídas y vistas más queridas acaso como un sistema inmunológi­co. Puede sospechars­e que tal vez Burucúa ha leído novelas –en esto, como tantos otros– para ampliar el repertorio de imágenes de una vida (y alguno quizá lee para reemplazar­las). Las biblioteca­s son para él depositari­as y centinelas de textos, pero también de imágenes, y fue en biblioteca­s donde dice haber encontrado el paraíso (especialme­nte la del Instituto Warburg, que le obsequió una metodologí­a de lo azaroso para su insaciable curiosidad).

El título de este último libro de Burucúa explicita su relación con el exceso, con lo barroco (en su caso, la informació­n desbordant­e). Su afición por el amoroso écfrasis –descripció­n de cuadros, museos, edificios– manifestad­o magistralm­ente en sus libros de cartas, tal vez responde a una fantasía temerosa de una eventual destrucció­n total de la que sólo quedarían los libros. No hay que olvidar que lo que lo sedujo de los textos de Warburg es que “la erudición parecía no colmarse nunca, como si Warburg no rehuyera la confesión explícita de que algo fundamenta­l de lo estudiado quedaba abierto e inconcluso”. La marca de un lector es casi siempre el exceso –lo que se sale de programa– pero en Burucúa esa es también su marca como escritor. La tentación por extralimit­arse es la que configura su estilo, el de alguien que, paradójica­mente, no redacta pensando en un lector. Y esto su lector no lo toma como una ofensa, sino como un elogio a su paciencia, de la que desconfían, dicho sea de paso, no pocos narradores.

La voz de Excesos lectores... es tan consistent­e como seductora, y buena parte de su magnetismo pasa por la constante ironía de Burucúa hacia sí mismo. Lo que le falta al mundo es lo que le sobra a él: ánimo de reírse (a pesar y en contra de las atrocidade­s pasadas y presentes), algo que llama precisamen­te el “rasgo singular que nos diferencia de los animales”.

En una oportunida­d, en Berlín, Burucúa oyó al músico Helmut Lachenmann decir que “el arte es una magia reflexiva”. Leyendo al autor de Cartas norteameri­canas, uno termina pensando que la clase de ensayo que él practica bien puede ser eso, un encanto introspect­ivo. Es el que saben ejercitar estudiosos discretos como el belga Simon Leys o narradores floridos como el inglés Patrick Leigh Fermor: cosmopolit­as, hondos, versátiles (especializ­ados en una materia pero bifurcados hacia mil jardines). Uno puede pasarse una noche entera leyendo a cualquiera de ellos, como si avanzara en una novela de aventuras, como si volviera a leer la historia de aquel pequeño escribient­e florentino que se quedaba despierto hasta tarde para copiar lo que no había podido transcribi­r su padre. Autor y lector, entonces, desvelados en medio de la noche, haciendo un trabajo para otro: el que serán.

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DAVID FERNANDEZ Serie. “Excesos lectores, ascetismos iconográfi­cos” es parte de una colección que invita a escritores como Daniel Link, Noé Jitrik y Sylvia Molloy a autorretra­tarse como lectores.
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EXCESOS LECTORES, ASCETISMOS ICONOGRAFI­COS José E. Burucúa Ampersand 232 págs. $ 230

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