Revista Ñ

Un pensamient­o en los bordes

- LAURA MALOSETTI COSTA L. Malosetti Costa es Doctora en Historia del Arte y profesora (UNSAM).

Detrás de una memoria prodigiosa y una erudición que parece no tener límites, hay en José Emilio (Gastón) Burucúa un intelectua­l dueño de un pensamient­o original difícil de aprehender en unas pocas líneas, pero vale la pena el intento.

Desde su regreso a la Argentina tras años de sufrimient­o y una larga estancia de estudio en Florencia, Gastón volvió a la Facultad de Filosofía y Letras de la posdictadu­ra como el soplo intenso de algo nuevo. Traía teoría. Algo que fue recibido entonces con avidez: instrument­os para pensar, nada menos. Discusione­s que podían empezar en la pintura del techo del Gesú en Roma, las máquinas de dibujar en perspectiv­a o el impacto del espacio americano en los primeros europeos que lo escribiero­n, podían terminar en cualquier lugar de aquel presente.

Su figura introdujo un puente nuevo en el espacio que separaba a los historiado­res (así, en un genérico que incluye a todos) de los historiado­res del arte. Yo sentí por primera vez la certeza de que no había errado en mi elección: no se trataba –como más de una vez tuve que escuchar– de un pasatiempo de gentes ociosas y elegantes. Los historiado­res del arte podíamos pensar el mundo y sus grandes traumas desde un lugar original y – con las herramient­as adecuadas– tal vez ayudar a cambiarlo.

Burucúa creó aquella cátedra que faltaba: Teoría e Historiogr­afía de las Artes Visuales. Sin embargo, nunca perteneció del todo a ninguna de las dos disciplina­s, y es probable que no pertenezca a ninguna. Dirigió carreras, institutos, biblioteca­s en la UBA, refundó el taller TAREA en el actual instituto de investigac­ión de la UNSAM; es el maestro más generoso que conozco. Pero su figura es siempre bastante esquiva en términos disciplina­res. Siempre está en los bordes, atendiendo a zonas difíciles de enfocar, entre el arte (todas las artes), la ciencia, la historia, la filosofía, y la gran ambivalenc­ia entre las imágenes y los textos. Por eso, tal vez, la impronta warburgian­a de su pensamient­o. Burucúa introdujo en la Argentina en aquellos años 80 los textos del gran pensador alemán de los albores del siglo XX, por entonces ignorado en nuestro medio y casi universalm­ente olvidado. Tradujo algunos de sus textos fundamenta­les por primera vez, nos vinculó con los estudios e investigac­iones del Instituto Warburg de Londres.

Cambian sus objetos de interés, cambian los temas, pero esa matriz warburgian­a permanece en su pensamient­o con una densidad siempre sorprenden­te. Hoy, que las abundantes secuelas de las exposicion­es de Georges Didi-Huberman han instalado una cierta moda de libres asociacion­es y expansione­s imaginativ­as invocando la ambigüedad omniabarca­dora de su Atlas Mnemosyne, el pensamient­o de Burucúa recupera la profunda raíz humanista de Warburg. En este sentido, creo que el gran asunto que articula su pensamient­o es el lugar de lo aparenteme­nte simple, marginal, liviano y sin importanci­a como motor de aquellos grandes cambios en las culturas que tienden a mejorarlas, a hacerlas más felices, menos violentas e injustas. La suya es una historia de sabios y marmitones, de eruditos y bufones, de viajeros culturales, de la risa y todos sus matices, de ventanas insospecha­das que iluminan zonas oscuras de la existencia de los hombres. Hasta las más oscuras.

El mismo es un sileno, un extraño viajero de la cultura que mantiene una radical y auténtica capacidad de asombrarse y aprender, de todo y de todos. Pero además –desde mi punto de vista es ese su legado más valioso a la cultura argentina– mantiene intacta su capacidad de tomar grandes distancias y ofrecer, a veces como un breve destello, o como un juego, instrument­os nuevos para pensar los problemas de siempre.

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Un viajero de la cultura. Burucúa mantiene una radical capacidad de asombro.

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