La fría Canadá al calor de un narrador único
La vida de un médico de pueblo le sirve al notable novelista Robertson Davies para retratar un mundo perfectamente anormal.
Cuando una novela de 468 páginas comienza con la muerte de un sacerdote en medio de una misa anglicana en Canadá, es evidentemente perdonable que el lector se sienta un poco amilanado. El temor será enfrentarnos con una larga meditación sobre la fe y temas afines, o con una especie de misterio pueblerino a lo Agatha Christie, pero la gran dama del crimen nunca escribió una novela de semejante tamaño y por buenas razones. La mala noticia es que Un hombre astuto de Robertson Davies tiene bastante de lo primero y, hasta el fin, poco de lo último. La buena tiene que ver con la erudición, ingenio y sentido del humor del autor y el ambiente único y raro que logra crear.
Robertson Davies ha sido elogiado como el “mejor novelista moderno de Canadá” y, aunque la dueña de ese título es Margaret Atwood, su importancia en las letras canadienses es innegable. Su obra prodigiosa, que suele estar agrupada en trilogías, nunca temió tratar grandes temas, combinando sus propias experiencias con ideas abstractas. La Trilogía de Deptford, por ejemplo, está basada en el análisis jungiano, con personajes pueblerinos canadienses que representan distintos arquetipos.
Más allá de lo psicológico, el proyecto de Davies fue esencialmente decimonónico –Anthony Burgess lo comparó con Anthony Trollope–: documentar el mundo y la sociedad con un cierto estilo. Un hombre astuto sigue ese modelo. Es la historia de vida del doctor Jonathan Hullah contada en sus propias palabras: su niñez en un pueblo chico; su educación en un colegio pupilo y su amistad con otros chicos, Brocky y Charlie; sus estudios médicos y aventuras con un grupo de teatro; el descubrimiento del amor; sus experiencias en la Segunda Guerra Mundial; y finalmente, lo que ocupa la mayoría del libro, su decisión de hacerse médico de una especialidad poco convencional en Toronto, ocupando un consultorio al lado de una iglesia que, además de su oficio y una pareja de vecinas artistas, será el foco de buena parte de su mediana edad y vejez.
Todo esto narrado en una prosa centelleante; a veces casi que se pueden ver las chispas saltando de la página, aunque quizá haya una sobreabundancia de detalle para lectores no familiarizados con la sociedad canadiense. Al lado de muchos episodios memorables –la crónica vívida de cómo de niño su vida fue salvada por una curandera india; su actuación como juez en una “competencia de halitosis”; sus cuatro días atrapado en un baño después de un bombardeo alemán en Londres– largos pasajes describen, por ejemplo, las distintas iglesias y feligreses de Toronto, la evolución de la oferta de música clásica en la misma ciudad o las particularidades y controversias de la misa anglicana, amén de digresiones del doctor Hullah y sus amigos sobre literatura, religión y moralidad, cuyo interés variará de acuerdo con los intereses del lector.
Aparte de la influencia junguiana y el gusto de Davies por la mitología, lo más sorprendente son las alusiones a Robert Burton, cuyo libro magistral del siglo XVII, La anatomía de la melancolía, provee no sólo el título – “Los hombres astutos... curarán todos los achaques del cuerpo y de la mente”– sino también inspiración para la práctica del Doctor Hullah. Cualquiera que haya leído un par de páginas de La anatomía de la melancolía podrá hacerse una idea inmediata de lo poco ortodoxos que son los métodos médicos del buen doctor. Es una aproximación holística, digamos, a la medicina y a la vida que, como la novela misma, deleitará a muchos lectores y probablemente dejará perplejo a muchos otros.