Romanticismo siempre a punto de comenzar
El artista impacta con “Ad infinitum”, una muestra que combina todas las técnicas y soportes plásticos con los que experimentó a lo largo de cinco décadas. Y, sin pausa, vuelve a empezar.
La obra de Jacques Bedel es vasta, compleja, polifacética y comprometida con su tiempo. Eso hace que encarar una muestra retrospectiva sea todo un desafío a la hora de seleccionar un corpus de piezas que den cuenta de cada etapa creativa transitada con todos los cuestionamientos estéticos y conceptuales presentes en cada uno de los contextos espacio-temporales en que se desarrollaron las obras, la riqueza de la variedad técnica y los recursos estilísticos explorados a lo largo de cincuenta años de producción incesante.
Con Bedel como protagonista, la Galería Maman Fine Art como escenario y Rodrigo Alonso llevando adelante el relato como director de escena, Ad Infinitum despliega un conjunto de obras históricas partiendo de sus comienzos en el Grupo CAYC (Centro de Arte y Comunicación) –liderado por Jorge Glusberg– hasta sus trabajos más recientes. Fotografía, pintura, escultura, libros de artista, objetos, todos formatos montados en múltiples soportes, utilizados como vehículo para registrar reflexiones sobre temas diversos que atraviesan vida y obra del artista: la finitud, el universo, el tiempo, lo divino, la capacidad humana de comunicar, aprender, conocer, hablar, el poder, la arqueología, el vacío, el infinito. ¿Quién no se siente identificado con alguno de estos interrogantes?
Siguiendo el recorrido que propone el curador, un primer lote lo integran aquellas obras que involucran espejos y acrílicos como materiales principales. El brillo y la luz del cristal, así como el bronce, el acrílico y el aluminio, acercan estas obras a temáticas relativas al espacio, muy ligado a los conocimientos que ya adquiría hacia los años setenta el incipiente arquitecto. El espejo permite multiplicar, expandir el campo de visión, establecer una dialéctica entre lo que se ve y lo que se supone que es la realidad, como podemos apreciar en la serie El ojo de Dios (1969-70). También el acrílico problematiza la relación entre lo material y la condición de inmaterialidad que se le suele atribuir al vacío y que– hace falta aclararlo– nunca es tal.
La obra “Hipótesis para una prisión” (1971) –que inspiró a Víctor Grippo un año más tarde para hacer su obra “Analogía IV”, compuesta de papas y acríli- co– pone el debate en puerta: los ladrillos de madera interactúan con la transparencia del acrílico para construir paredes concretas y reales por un lado y otras que únicamente se levantan en un espacio mental que nosotros mismos establecemos, tapiando pensamientos y sentimientos.
Sin duda, el marco político y social de esos años ayuda a crear el clima necesario para que estas obras cobren forma. “Hipótesis para el incendio de una iglesia” (1973) es otro trabajo que sigue esta línea experimental propuesta por el CAYC y se presenta en formato libro de artista; es el primer ejemplo de este tipo. Pero es quizás Los crímenes políticos (1973) su serie más famosa al respecto: allí se articulan el collage, la fotografía, el grabado, la referencia arquitectónica de edificios emblemáticos enmarcando las escenas, para dar por resultado obras de exquisita factura pero de una contundencia visual y conceptual que no admite concesiones. El de Las ciudades es otro tema de interés en esos años. Por ejemplo, haciendo referencia a cuestiones arqueológicas, geográficas y territoriales como “Las ciudades de Plata” (1976), donde hace foco sobre las civilizaciones ocultas del territorio latinoamericano
–obra incluida en el envío del Grupo CAYC a la Bienal de San Pablo de 1977 donde obtiene el Gran Premio Itamaraty–. La ciudad se extiende abarcando todo el territorio y es así como Bedel estudia también el paisaje.
En sus libros aparecen condensadas estas preocupaciones que lo acompañarán a lo largo de toda su búsqueda creativa en estos últimos cincuenta años: el rol del conocimiento, la sabiduría, la palabra, el territorio, el paisaje. Y este último también fue estudiado en sus pinturas de los años ochenta, las cuales remiten a la llanura pampeana y su inmensidad inagotable. Pero también los libros de Bedel pueden asemejarse a papiros, enrollarse en metal o papel fotográfico e, incluso, ser pintados.
Capítulo aparte merecen las fotografías, y de hecho la curaduría dispone un espacio especialmente dedicado a ellas. Las experiencias de Bedel en esta área pasan por explorar las tecnologías modernas de impresión. Es allí donde el juego de luces y sombras cobra protagonismo en su obra: las imágenes intervenidas se replican en las paredes cual grabados, expandiendo los límites de los propios marcos, también ellos fotografiados y ya no como elementos materiales externos que recortan y determinan la obra de arte. La transparencia característica de sus fotografías, en cualquiera de sus formatos, permite que las imágenes vibren, se muevan, ganen o pierdan nitidez según el ángulo desde el cual se las mire. Ya se trate de paisajes, arquitecturas y retratos en pequeño y gran formato, de libros o de verdaderas instalaciones, todo responde a la misma lógica.
Mencionamos luces y sombras, materialidad e inmaterialidad, binomios que siguen en la producción más reciente de Bedel: visiones imposibles que se forman en la retina del espectador y desaparecen cuando se evidencian los soportes que les dan vida. Obras que sorprenden y emocionan, pero que también develan el recurso plástico utilizado, logran llevar al espectador a escenarios que coquetean con el Romanticismo del siglo XIX.
En toda la obra de Bedel, más allá de las fotografías que impactan por lo vívido de las imágenes, la mirada romántica asumida acerca al artista al concepto de lo sublime, la inmensidad que supera la capacidad racional del hombre y despierta sentimientos de sobrecogimiento que vuelven insuficientes las palabras. Algo así sucede con sus mares de polietileno arrugado, paisajes de amenazante belleza en los que el espectador queda preso. También con las fotografías de cielos tormentosos, portadoras de un poder de seducción que nos atrae hacia aquello que nos genera temor. La serie Aproximación al mal (2005-2008) es un ejemplo emblemático que resume toda esta búsqueda de trascendencia del ser humano por sobre lo inabarcable del universo que lo contiene.
Sostiene Rodrigo Alonso en el texto curatorial: “(…) Jacques Bedel erige un corpus de una versatilidad plástica inusitada, y una profundidad crítica, emocional y conceptual muy personal. En sus cincuenta años de recorrido artístico no ha dejado de experimentar, delinear vías de investigación propias y asumir riesgos, al margen de los parámetros discursivos que guían el rumbo de la contemporaneidad institucional”. Es el propio Bedel quien confirma esta cita cuando atribuye a la selección de obras exhibidas un cierto aire de vecindad a pesar de responder a etapas y preocupaciones históricas diferentes: “Los personajes pertenecen a distintas familias pero se percibe que algo los une con vínculos extraños pero coherentes”. También los une la perspicacia de Florence Baranger-Bedel, mano derecha y compañera inquebrantable del artista, quien notó que en 2017 se cumplirían 50 años desde su primera exposición Cromosombra, en la galería Pizarro, y propuso celebrarlo.
La metáfora de los espejos me resulta apropiada para referirme a una obra que siempre contempló la mirada del espectador como copiloto en la formación del sentido en una obra ciertamente abierta, parafraseando a Umberto Eco. Un trabajo que nos interpela con una estética impecable y un contenido sensible intenso que no le permite al espectador ser indiferente.
Jacques Bedel es portador de un espíritu sin tiempo que avanza –como bien dice el título de la muestra– hasta el infinito, un futuro incierto, eterno por delante, que se le presenta como la posibilidad de asumir nuevas aventuras cada día. “Esto recién empieza”, dice él. No me cabe la menor duda…