Locura femenina con ojos victorianos
La directora de escena anticipa cómo será la puesta de “Lucia de Lammermoor”, la ópera que ella trae al Teatro Argentino después de años de trabajar en Madrid.
Hace ya once años que la directora de escena Rita Cosentino vive en Madrid, donde concursó y ganó el puesto de Coordinadora Artística del Programa Pedagógico que sostiene el Teatro Real como una posible usina de un nuevo público para la lírica. El Real es hoy su territorio. El teatro que dirige Joan Matabosch muestra el potencial de una institución que –sostenida por el aporte privado, con bajo porcentaje de subvención estatal– se mueve con sus tiempos internos, independientemente de los vaivenes de la política española.
Antes de su regreso a la Argentina, Cosentino atraviesa rápidamente la plaza que rodea al Real para reunirse con Ñ en la terraza del Café de la Opera. La primavera no decidió todavía instalarse plenamente en Madrid. Abrazada a su saco de cuero negro, con la cara pálida enmarcada por un pelo encendidamente rojo, Cosentino saluda a la madrileña, con dos besos, y se entrega a la conversación.
La tragedia de Lucia de Lammermoor, la ópera de Donizetti con libreto de Salvatore Cammarano, es el desafío que Martín Bauer, director del Argentino de La Plata, le propuso a Cosentino. El estreno la inquieta: se trata del reencuentro con la actividad profesional en el país que dejó hace más de una década.
–¿Cuál será tu concepción de esta Lucia de Lammermoor?
–Lo primero que quiero decir es que he hecho poco belcanto. A Donizetti y a Rossini siempre los miré de costado. De cualquier modo, siempre me pasa que al principio digo “uh, esta ópera”, pero apenas empiezo a trabajarla, me enamoro.
–Es cierto que en todas estas obras belcantistas está el problema de lidiar con divas y divos, que las obras contemporáneas no suelen tener. Los divos suelen tener su idea sobre cómo son las cosas, que no están dispuestos a cambiar así nomás.
–Lo que sucede es que el repertorio belcantista está construido para dejar espacio a ese lucimiento del cantante, dejar el lugar para que se paseen por todo el pentagrama. Ir en contra de esto es imposible, pero si fuera posible, estoy convencida de que sería un error hacerlo. La ópera tiene espacio para eso y hay que dejar que el cantante la habite. Es verdad que si en este tipo de repertorio uno pone al cantante en una posición que le resulte imposible para cantar, es uno el que se equivoca. La obra es lo que es, no se puede ir en contra de ese formato.
–¿Estás queriendo decir que dentro de ese formato el director de escena tiene poco que hacer?
–No. El director de escena puede entrar en el modo de contar esa historia, siendo muy respetuoso de esos espacios que contiene la obra. Hay que romperse la cabeza para que no se corte el discurso teatral mientras la cantante hace lo que tiene que hacer, que es cantar ese aria. No hay que olvidarse de que la obra está basada en la novela de Scott, una novela muy buena, plenamente romántica. Esta obra está en el corazón del romanticismo.
–Por lo tanto, no harás ninguna actualización.
–Bueno, creo que no ganaría en nada con una actualización. Está ubicada en la época victoriana. Muchos de los problemas que plantea la obra funcionan dentro de esa época: el tratamiento que recibe la mujer, la prevalencia del mundo masculino sobre el femenino. A partir de ahí, las consecuencias: la locura es algo que está en esa época, especialmente la locura femenina. Porque la locura de la mujer no es una simple histeria sino el resultado de la oscuridad, del sometimiento, que sufre el universo femenino. Y el componente sobrenatural que aparece no deja de ser una especie de síntoma de esa opresión. Hasta 1870 todavía estábamos en tiempos previos al psicoanálisis. Y hasta que no apareció el psicoanálisis, los fantasmas tenían una existencia real para la gente. –¿Trabajás con un equipo de gente propio o del teatro?
–Trabajo con la gente que me proporciona el Argentino. Reconozco que es caro llevar gente así que acepté trabajar con Nicolás Boni, entre otras cuestiones, porque lo conozco personalmente. Hay que decir que en esta puesta es muy importante también la iluminación porque la escenografía está muy desnuda.
–Es evidente que Argentina está en una situación económica muy diferente de la española. ¿Pensaste esta puesta en escena en función de no gastar mucho dinero?
–Sé que hay poco presupuesto, y desde la dirección me lo hicieron saber desde el primer minuto. No es una ópera barata, hay que pensar que ya vestir a toda la gente del coro, que son como 80 personas, es un gran gasto. Pero me comprometí a ajustarme todo lo posible sin resentir las ideas. Y estoy segura de que se pueden realizar muchas cosas con mínimos costes. Soy de las que confía en aquello de que menos es más, al menos en el teatro. Ade-
más, confío en Bauer. En su momento, le dio un repunte muy grande al Centro de Experimentación del Teatro Colón, que estaba en su peor momento, en 2001. –¿Trabajaste con él en el CETC?
–Sí, podría decir que mis primeros trabajos los hice ahí, antes de ganar una beca de la Fundación Antorchas que me permitió hacer una pasantía en el Real. En ese momento aquí se estaba haciendo La Flauta Mágica con puesta en escena de la Fura dels Baus. Fui asistente de ellos y aprendí muchísimo. Recuerdo que era una producción complicada; me gustaba porque era moderna y arriesgada. Ese fue el puntapié inicial de haber estado cuatro meses aquí cumpliendo con la beca. En realidad, en esos tiempos el CETC no existía, se llamaba Centro de Experimentación en Opera y Ballet. Mi primera puesta la hice allí. Fue Parodia, la obra de Pablo Ortiz basada en el Combatimento de Tancredo y Clorinda. Yo venía trabajando como asistente de Gerardo Gandini y de Rubén Szuchmacher. Luego hice Tenebrae, la única ópera que compuso Alejo Pérez, que fue compuesta especialmente para el Festival Internacional de Teatro. Me resulta difícil pensarlo ahora, pero ahí dirigí a Marcelo Lombardero, que todavía cantaba de barítono; también al mismísimo Szuchmacher y a Virginia Correa Dupuy. Esa experiencia fue tocar el cielo con las manos. No podía creer estar dirigiendo a semejantes nombres. Tiempo después, empecé a hacer repertorio tradicional. –¿Dónde?
–En el Avenida. Gracias a Juventus Lyrica tuve la oportunidad de dirigir Rigoletto, Eugenio Onegin y una Madame Butterfly. Y después, en 2004, estrené Werther en Buenos Aires Lírica. Empezaba a tener una carrera en Buenos Aires. Pero cuando el Colón cerró por las reformas me vine a instalar acá, con una segunda beca. Tuve suerte porque pude ganar el puesto de Coordinadora Artística del Programa Pedagógico, que es toda la ópera para niños. Estar en estos teatros tan grandes da muchas oportunidades, especialmente por el tipo de producción que se puede realizar. Se crece con la demanda del público. El programa había comenzado con Emilio Sagi, pero creció de modo exponencial. –La didáctica no marida del todo bien con el arte.
–Sin embargo, es imposible hoy pensar un teatro de ópera sin una programación juvenil e infantil. Antes el foco no estaba puesto ahí, pero ahora sabemos que, si no pensamos en los nuevos públicos, estamos perdidos.
–Voy a ser brutal con esta pregunta: ¿qué concesiones se hacen a las obras para que sean de consumo didáctico? –No es ninguna concesión porque hay mucho repertorio pensado para los chicos, hecho por los mejores compositores que uno pueda imaginar. Y siempre es música y drama de gran calidad.
–¿Qué incluye la programación que tenés a tu cargo?
–Conciertos para niños. El asunto es que cuando digo “niños” tengo que pensar en toda la familia entera. Cada espectáculo está pensado para una franja, el que tiene 5 no entiende lo mismo que uno de 8 u otro de 16. Así que son espectáculos que recomendamos a partir de una edad determinada. Hay funciones escolares y también familiares. Parte de la programación no didáctica del teatro es muy apta para los chicos.
–¿Por ejemplo?
–El año pasado se montó una producción de La Flauta Mágica, con puesta de Barrie Kosky. Una Flauta Mágica que retomaba la magia del cine mudo y Buster Keaton. Fue un éxito absoluto y la sala estaba llena de chicos.
–Estás en el Teatro Real hace once años, así que debés haber trabajado bajo la órbita de Gerard Mortier. ¿Cómo fue ese momento?
–Para mí fue muy bueno y, por supuesto, una experiencia enriquecedora. Mortier parecía descolocado en Madrid, una ciudad bastante conservadora.
–Pese a ser una ciudad del Primer Mundo, Madrid conserva cosas de pueblo: los negocios que cierran al mediodía para la siesta, por ejemplo. ¿El público de Madrid es también provinciano?
–Con esa contradicción, Mortier tuvo que pelear. Su propuesta era muy interesante, tenía una mirada filosófica sobre la lírica y luchó mucho para cambiar cosas. Sinceramente, creo que Madrid es muy europea pero ella misma no lo sabe.