El viaje sin fin del arte contemporáneo. Matilde Marín en Osde, por Julia Villaro
La literatura, las travesías por el mundo y la historia del arte son las fuentes principales de la artista, que exhibe una exquisita selección antológica de sus trabajos.
Apenas entramos a la sala “El manto de Próspero” se despliega rojo y vertical como un pequeño muro, como si un espíritu invisible lo estuviese portando para elevar vuelo. Su rojo es tenue pero intenso, convoca las miradas; su textura la componen cientos de pequeños papeles hechos a mano, acaso escamas, acaso la abstracción geométrica de los cientos de plumas que componen el ala de un gran pájaro. No es casual que de todos los mantos que la artista Matilde Marín confeccionó a principios de los 90, dando espacio a la serie Muros de papel, tan potente como delicada, sea el de Próspero, personaje condenado a la errancia a bordo de un barco en La tempestad de Shakespeare, el que da inicio visual y simbólico a su muestra antológica en Fundación Osde. No es casual, decimos, porque la artista ha configurado al viaje o mejor aún a la poética del viaje como uno de los ejes de su obra. Y porque, por la forma singular en que cada una de las piezas se dispone a lo largo del espacio de exposición, el mismo espectador parece emprender un viaje, una travesía fuera del tiempo al interior de los distintos tramos que confeccionaron el derrotero visual y plástico de la artista.
En Arqueóloga de sí misma cada obra es un fragmento en búsqueda de una identidad a la sombra (que no significa ensombrecida, sino a resguardo). “La suya –escribe, en relación con la muestra de Marín, Adriana Almada, su curadora– es una muestra antológica que no sigue un diagrama cronológico, sino un esquema de puntos radiantes”. Algo del espíritu de un libro sobrevuela las obras, cierta continuidad a pesar de las series, cierto relato difuso, evanescente. Por eso no hay conflicto en que las piezas que componen la muestra convivan, se digan y desdigan, contrapongan temporalidades diferentes, esbocen posibilidades nuevas. Contra “El manto de Próspero” se proyecta el video “Travesía”, que es decir: contra el rojo del manto se suceden en blanco y negro las miradas. Si podemos pensar la obra de Marín como una oscilación constante entre el ojo y la mano –por su viraje del grabado a la cámara; por su vínculo irrenunciable con la dimensión objetual del papel, aun en la fotografía– en el contraste entre esas miradas que se abren y cierran a la cámara y la textura de esos papeles (hechos a mano y a mano cosidos entre sí) esta pequeña área de la sala podría funcionar como un fractal de la exposición entera, un tejido de muestra de una estructura mucho más amplia, desplegada a lo largo de toda la exposición.
Es en esa oscilación entre la mano y el ojo donde emerge la figura del testigo, de las múltiples formas de ser testigo (de contar) lo que se vivencia. De la amplia serie Bricolage contemporáneo, las cuatro fotoperformances elegidas para integrar la muestra son las que tienen que ver con la recolección. Cuatro fotografías en blanco y negro en las que pueden verse las manos de la artista reuniendo entre sus dedos los fragmentos (de diarios, de nylon, de pompas de jabón); su particular crónica de la crisis de 2001, el deseo (poético) hecho gesto, de recoger lo que ha
quedado de entre los escombros. La relación ojo-mano en franca literalidad puede verse también en las serigrafías con proceso fotográfico de “Juego de manos”. Aquí las manos de la artista, otra vez en primer plano, son objeto de la acción, del juego de niños que, disparándonos hacia nuestra propia infancia, abre otra fuga más fuera del tiempo (estimulada también por el tono sepia, algo añejo, que la propia técnica serigráfica ha conferido a las imágenes). La fuga fuera del tiempo: consecuencia ineludible de cualquier tipo de viaje.
“Todo me ha sido dado en los viajes”, dice la artista. En la experiencia del viaje, Marín da el salto (nunca definitivo) de la mano que hace al ojo que observa. Su proyecto Pharus (un trabajo en proceso iniciado en el año 2005 para el que la artista ha registrado –y registra– con su cámara distintos faros alrededor del mundo) tiene entonces un potente alcance simbólico: el faro es la guía. También: la huella del humano en la naturaleza. Al igual que el paisaje, el faro es una construcción, una forma más de paliar la oscura hostilidad de la intemperie. Con la complejidad que guarda lo simple, Marín nos pone, con sus fotografías de los faros, ante la naturaleza, ante el humano, y ante un tiempo que se escurre: aquel en que (antes de los radares y de los GPS) los faros servían de guía a los navegantes. Frente a esos paisajes, un perfume de nostalgia –acaso atávica– nos invade.
De los múltiples compañeros de viaje de Marín (de Próspero a Ulises, de Virginia Woolf a Kavafis) hay uno que se reitera con más fuerza, acaso por ser él también un artista plástico, un viajero, exiliado de la forma. En su serie de fotografías El viaje imaginario de Kasimir Malévich (corolario del libro que la artista realizó con José Emilio Burucúa y que también puede verse en la sala) Marín juega a abstraer, de las imágenes que distintas ciudades le regalan (su condición de peregrina le permite tomarse el tiempo para el hallazgo) la posibilidad de una abstracción geométrica. Casi cien años después de que Malévich convirtiera el sol en un cuadrado negro sobre fondo blanco, Marín le guiña el ojo al maestro ruso convirtiendo una serie de escuálidos árboles polacos en un manojo de barras; un escenario vacío en Barcelona, en un círculo negro; el sol que se filtra por la ventana alta de un museo de Nueva York, en un trapecio.
No es Malévich el único artista con quien Marín dialoga: si su obra oscila entre el ojo y la mano, también lo hace entre la percepción de la naturaleza más sencilla, silvestre y despojada, y los complejos pliegues del arte contemporáneo. Siempre cámara en mano por las ciudades –de ahí que ni la tinta ni el celuloide sino el viaje sean la verdadera materia prima de sus obras– en la serie La persistencia del arte Marín descubre y retrata la palabra arte inmersa en los más disímiles contextos y a esas imágenes yuxtapone un coro de reflexiones y definiciones. De Gauguin a Marcuse y de una publicidad a la patente de un auto, el arte (como palabra, como idea, como fenómeno) prolifera. Aquí el guiño podría ser para Duchamp, que con espíritu afín lo ha definido como “un juego entre los hombres de todos los tiempos”.
Itinerario es una serie de cuarenta y seis fotos en que Marín retrata su propia sombra contra las más diversas superficies. Suerte de ancla de llegada, cada nuevo viaje implica una nueva fotografía de la sombra de su propia figura, que entonces se hace de ripio, de arena, de flores; sin develarse se muestra, mantiene su misterio.
Acaso por su condición de ojo magnánimo, el faro la deslumbra y entonces vuelve. Como las caras de una misma moneda los videos “Atlántico Sur” y “No demasiado lejos” se dan la espalda mutuamente. Mientras el primero registra el paisaje del Faro del Fin del Mundo (la nieve prolongándose en las nubes, los océanos en pugna, el viento desarmando cualquier posibilidad de territorio), en el segundo la artista filma desde adentro del faro: nada de viento ni de nieve, sino la tranquila candidez del cielo. “Matilde Marín tiene vocación de límite, de alcanzar el Finisterre”, dice en el texto de la muestra Adriana Almada. Llega al faro como quien alcanza lo más recóndito, el último horizonte. Filma desde el faro, acaso para darle espacio, y entonces cuerpo, a aquel que es, en algún punto como ella, siempre un ojo.
Por sus múltiples referencias literarias –desde Shakespeare hasta Fernando Pessoa–, por la presencia insondable del paisaje, la muestra podría ser una suerte de épica en la cual en lugar de los periplos de un héroe se reflejaran los de una artista contemporánea, sus cuestionamientos acerca de la función del arte, la oscilación entre el arte y la naturaleza, entre lo que como sociedad construimos y destruimos, constantemente. Sólo que ni la muestra ni la obra de esta artista quieren construirse a sí mismas como un gran relato heroico. Saben –confían– que son parte de una historia aún mayor que las contiene –de la historia del arte, de la historia del hombre, de la historia del mundo–; entonces se mantienen expectantes, en el austero lugar del testigo, o del faro: de quien cuenta lo que observa sin sentencias, de quien alumbra la penumbra sin erradicarla.