La guerra de un hombre solo contra el sistema. Sobre la nueva película de Ken Loach
La última película de Ken Loach denuncia, por momentos con trazo demasiado grueso, la vulnerabilidad de los trabajadores británicos.
Daniel Blake es un carpintero de casi 60 años que tiene que dejar su trabajo debido a un problema cardíaco. Viudo y sin hijos, queda suspendido en la intrincada burocracia estatal: mientras espera el certificado de invalidez que le permita cobrar una pensión, tiene que pedir un subsidio de desempleo para subsistir. Los dos trámites se realizan en el mismo centro de empleo, a apenas un par de metros de distancia. El sistema parece diseñado para atrapar a los solicitantes en una red infinita de obligaciones: para cobrar satisfactoriamente el subsidio de desempleo, Blake debe realizar mil trámites y buscar trabajo de manera activa (trabajo para el que tal vez no esté capacitado y ponga en riesgo su vida). La deriva del personaje le permite al relato presentar un cuadro social en descomposición: los empleados estatales maltratan a quienes asisten a la oficina en busca de ayuda, el Estado obliga a sus beneficiarios a mudarse de ciudad separándolos de sus familias, las colas para recibir alimentos gratuitos son largas. En un momento de ese trayecto, Blake se topa con Katie, madre soltera con dos hijos recién llegada a Newcastle con la que el protagonista habrá de entablar casi inmediatamente una comunidad íntima de solidaridades mutuas.
Ganadora de la Palma de Oro de Cannes 2016, la última película de Ken Loach encuentra al director inglés interesado una vez más en las distintas formas de desigualdad que atraviesan la sociedad británica. Yo, Daniel Blake puede inscribirse en la ola reciente de cine europeo de corte social que se propone denunciar los males que aquejan a las clases obreras urbanas, y que incluye a realizadores como los hermanos Dardenne y películas como El capital humano, de Paolo Virzi, o El precio de un hombre, de Stéphane Brizé (ambas estrenadas en la Argentina). Lo que une a autores y filmes tan disímiles parece ser la confianza en una ficción sin estridencias, el realismo como forma de representación y una circulación más o menos amplia que se inicia y crece con el paso por festivales hasta llegar al estreno comercial. En resumen: un cine que reniega del documental (aunque a veces se apropie de sus formas) y las historias altisonantes, y que no ve restringida su exhibición a espacios marginales. Curiosamente, lo último de Loach dialoga con un cine que su misma carrera de más de cinco décadas parece haber ayudado a consolidar.
Pero el aire de familia con ese cine que exhibe Yo, Daniel Blake también incluye el efectismo a la hora de elaborar una visión de la sociedad: como si la denuncia, para asegurar su contundencia necesitara de subrayados y de cierta crueldad descargada contra los personajes. En la película de Loach, ese trazo grueso se anuncia ya desde el comienzo, cuando el protagonista choca contra la barrera de la burocracia estatal: los empleados, pedantes que se amparan en el ejercicio de una pequeña cuota de poder, son contrapuestos con la población desvalida que acude al lugar en busca de una solución. En la misma oficina trabaja una mujer atenta y comprensiva cuya ternura funciona como la excepción que confirma la bajeza de sus compañeros. La mirada corrosiva de la película se derrama sobre otros espacios, pero ese comienzo ya deja entrever una tensión evidente entre una visible búsqueda de realismo y la maldad exagerada con la que se construyen algunos personajes y las instituciones que encarnan.
Sin embargo, lejos de ese tono recargado, muchas escenas cotidianas del protagonista exhiben un tratamiento discreto y, por eso mismo, resultan interesantes y creíbles. En sus largas recorridas, Blake se cruza con ex compañeros de trabajo y vecinos. En esos encuentros, la película acrecienta su capacidad para retratar la ciudad de Newcastle y a sus habitantes con una notable naturalidad. Los intercambios son veloces y económicos: con pocas palabras, algo del acento local, una mención al pasar a los problemas económicos y alguna que otra cargada mutua, el guionista Paul Laverty puede capturar la fugacidad de un habla que dice más sobre los personajes que muchos otros parlamentos más explícitos. En este punto, resulta decisiva la actuación del casi desconocido de Dave Johns.
Por otra parte, cuando no se preocupa por reforzar el mensaje, el director demuestra un ojo muy atento a la materialidad del relato. Las escenas que transcurren en los departamentos de Blake o de su amiga Katie, por ejemplo, relevan una red de objetos y de hábitos que definen a los personajes, y que incluyen tazas que pasan de mano en mano, mesas más bien pequeñas que arremolinan en torno suyo la actividad de los ocupantes y muebles escasos, aunque atestados de cosas (es decir, marcados por el uso). Como contrapartida, la frialdad del Estado parece resumida a la perfección en la asepsia que reina en las oficinas del centro de empleo y en los consultorios médicos que visita Blake, todos lugares pulcros, de superficies pulidas y colores apagados que comunican permanentemente la distancia impersonal que mantiene la institución con las personas. Se trata de un talento poco comentado de Loach: incluso en una película de época como Tierra y libertad hay un trabajo infrecuente sobre la precariedad de los espacios que ocupan los protagonistas, como esa pensión que recibe gratuitamente a simpatizantes del socialismo revolucionario. De esto se habla poco, tal vez porque la mayoría de los espectadores termina encandilada con la famosa escena de la discusión sobre la colectivización de la tierra y pierde de vista lo otro. Después de todo, la política no es sólo un asunto de grandes proclamas y acciones nobles, sino también de espacios y las formas de habitarlos.
En la segunda mitad, la película recurre a una serie de viñetas con situaciones degradantes que intentan dejar en claro el estado de intemperie al que se reduce a los personajes. Conviene no revelar algunos aspectos de la trama, pero baste con decir que, salvo por un breve y triunfal momento de revancha moral, el relato somete a sus protagonistas a una violencia inusitada, incluso al precio de forzar los hechos en forma arbitraria. En rigor, el problema trasciende la película y a su director y puede extenderse a una buena parte del cine llamado político: se trata de la mala costumbre de anteponer una tesis a la vida narrativa de los personajes, que muchas veces deben oficiar de víctimas sacrificiales en el altar de una ideología. En Yo, Daniel Blake, esta manipulación atenta contra la veracidad del conjunto, tal vez porque los momentos narrativamente menos estruendosos exhiben una factura audiovisual elegante y precisa que deja en evidencia los pasajes más burdos (en especial, el final). En este sentido, no es casual que Blake sea carpintero y que se pueda ver al personaje trabajando pacientemente muebles y adornos de madera: los mejores momentos de la película revelan el cuidado con el que el director presenta las texturas que envuelve a los protagonistas, la trama de las cosas que remite a todo un mundo, a una clase social con su historia y sus costumbres, donde la ambigüedad de lo real desborda los límites escuetos que exige la denuncia.