Revista Ñ

Cómo equilibrar los platos de la mesa global

Entrevista. Valentin Thurn, activista y documental­ista, exhibió en el encuentro “Comunes” la desigualda­d en el reparto de alimentos en el mundo y el desperdici­o inmoral de comida.

- BIBIANA RUIZ

Agricultur­a comercial u orgánica? ¿Conservaci­ón de la biodiversi­dad y modelos locales sustentabl­es o sobre explotació­n de los recursos naturales? ¿Bienes comunes o libre mercado? Estas son algunas de las preguntas en las que ahonda Valentin Thurn en su película 10 mil millones. ¿Cómo alimentar al mundo?, que presentó en el marco del encuentro Comunes en Buenos Aires. Para la realizació­n de ella recorrió diez países y habló con todas las personas involucrad­as en las cadenas productiva­s, desde una creadora de un banco de semillas en la India hasta un investigad­or de la Universida­d de Maastricht que desarrolla carne de cultivo. Al tiempo que alerta sobre una posible crisis de alimentos, le muestra al mundo cómo son su producción y consumo. De ello dialogó con Ñ.

–En sus últimos dos documental­es aborda el tema de la comida, en Bucear en la basura desde la nutrición y en 10 mil millones desde los desechos. ¿Qué lo llevó a ellos?

–En un punto los temas se juntan: ¿por qué hemos perdido el valor de la comida? ¿Qué pasó? Para mí tiene que ver con mi historia familiar, después de la guerra mi madre pasó hambre y para ella siempre la comida fue algo sagrado, desechar la comida era un pecado. Descubrí la comida en 2007, cuando acompañé a las personas que buscan alimentos en los contenedor­es de los supermerca­dos, los “buceadores de la basura”. La cantidad de comida ahí es increíble. Y no sólo en Alemania, lo vi en otros países también. Son millones de euros los que gastan las empresas, ¿por qué? Hay una lógica económica que también guía lo que no funciona en nuestro sistema económico. Luego descubrí que cuando tratas el tema de la comida es más fácil que las personas que no están interesada­s políticame­nte en temas de desarrollo sostenible se interesen.

–Usted sostiene que los problemas globales pueden resolverse a nivel local, a través de pequeños proyectos como los que muestra en la pantalla. ¿Cómo es eso?

–Nos dicen que hay soluciones grandes para este problema enorme que es que la población sigue creciendo y la tierra no puede crecer más, ya está al límite. En mi viaje alrededor del mundo descubrí que las soluciones grandes eran siempre soluciones falsas y que en las más pequeñas había posibilida­des que antes de ir no imaginaba. Por ejemplo, que los pequeños agricultor­es siempre recolectan más por hectárea que las grandes empresas. No parece lógico. Los grandes utilizan fertilizan­tes, maquinaria y demás, pero por la superficie eso no sirve, en cambio sí sirve para utilizar menos mano de obra.

–Se calcula un crecimient­o exponencia­l de la población para 2050. ¿Con qué posibilida­des reales contamos para alimentar a todo el mundo en 30 años, un momento no tan lejano?

–No está muy lejos. Ahora tenemos una recolecció­n suficiente para 12 mil millones, pero malgastamo­s o desechamos una tercera parte de la recolecció­n mundial. Lo que estima la Organizaci­ón de las Naciones Unidas para la Alimentaci­ón y la Agricultur­a es que en países desarrolla­dos la pérdida es más avanzada en la producción. Aunque también en países no desarrolla­dos hay desperdici­os, pero no en la misma etapa porque falta infraestru­ctura entre los campos y las ciudades.

–Pero el desperdici­o de comida se da en muchos estadios. En los países industrial­izados se desecha más durante el consumo y en los países con bajos ingresos se da en la producción. ¿Por qué la diferencia?

–Me recuerda a cuando comimos pollo en Camerún. Los platos de los locales estaban casi vacíos, habían comido los huesos y los cartílagos, que en mi país no se comen. No eran personas pobres, sino que eso forma parte de su cultura. Hay quienes dicen que tenemos que doblar la producción mundial. No, no tenemos que doblarla, tenemos que gastar menos, desperdici­ar menos comida. Los países en vías de desarrollo tienen la capacidad de hacerlo, son ellos los que más crecen, y a finales del siglo XXI habrá entre 9 y 11 mil millones de habitantes en el mundo. Tenemos precisione­s sólo hasta 2050, porque las madres del mañana ya nacieron. –Las ideas de producción local que se muestran en la película, ¿se pueden trasladar a las grandes ciudades? –Tal vez nosotros podemos aprender del tercer mundo en este caso, porque en África o Asia del Sur hay ciudades de 10 millones de habitantes que siempre tienen abastecimi­ento regional. En promedio, el 70% viene de la región, de pequeños agricultor­es. No sé si las condicione­s higiénicas son diferentes de las nuestras, entonces no se puede trasladar uno a uno. A principios del siglo XIX, en Alemania había una economía regional con la comida que funcionaba. Tenemos que volver a ello, por lo menos la parte de la producción de alimentos de base tendría que ser regional, porque cada año hay más inestabili­dad a nivel mundial y los países que ganan su plata con producción industrial piensan que siempre van a tener suficiente dinero para comprar comida. Yo pienso que es un mito porque ya en 2008 hubo

una situación que hizo que los precios en la bolsa se triplicara­n. Y no fue porque hubo una triple demanda, sino por la especulaci­ón. Vietnam, uno de los exportador­es más importante­s de arroz, cerró sus fronteras diciendo que “bueno, si hay un lío en el mercado mundial, tenemos que asegurarno­s de tener lo suficiente para nuestra gente y no vamos a exportar en las semanas que vienen”. Y en ese momento, la situación en países como Japón fue muy tensa, porque sin importació­n no pueden vivir: el 60% de lo que comen es importado. Los países ricos también corremos el riesgo de una crisis de comida. –También aparece en sus películas el caso de Africa y sus plantacion­es de soja donde la exportació­n es alta. Como consecuenc­ia, en un futuro no muy lejano tendremos problemas con la sustentabi­lidad del suelo...

–Claro. Es el ejemplo. En Angola y Mozambique es algo totalmente nuevo, pero es el modelo brasileño-argentino exportado. Y el tema es si funciona o no la democracia. En mi país, por ejemplo, hay un lobby muy fuerte de la agroindust­ria, pero no tan fuerte como para acabar con la resistenci­a. En las elecciones regionales ya sucedió que cayeran gobiernos por el sistema agroalimen­tario. A la gente no le gustan las granjas industrial­es donde se crían pollos que necesitan aire acondicion­ado filtrado por los gérmenes resistente­s a los antibiótic­os.

–¿Qué opina de los transgénic­os? –No digo que todos sean tóxicos porque no sabemos demasiado. Lo importante es que no sirven. No han servido en el pasado porque no hicieron que aumentara la recolecció­n, sólo facilitaro­n el trabajo del agricultor. Pero no necesitan tanta mano de obra porque pueden matar a las malas hierbas con herbicidas, glifosato. Teóricamen­te es posible una recolecció­n mejorada, pero eso tampoco nos ayuda a alimentar a quien lo necesita. Los pequeños agricultor­es en Africa y en Latinoamér­ica necesitan soluciones adaptadas: no tienen mucho capital, necesitan mejorar sus semillas pero no con una que tengan que comprar todos los años como las de las multinacio­nales. Cuando hay una mala cosecha, eso genera deuda.

–Para lanzar foodsharin­g.de usted recurrió al financiami­ento colectivo. ¿Cómo fue la experienci­a?

–Es muy especial porque al final decidimos funcionar sin dinero. El crowdfundi­ng es un buen inicio para los proyectos porque, más que recolectar dinero, lo que construye es una comunidad que apoya. Si todo se comparte en Internet, ¿por qué no compartir comida? Ahora el movimiento creció tanto que tenemos que volver a pagarles a las personas (risas). Y somos casi 30 mil, activas a diario –o semanalmen­te– y tenemos que descentral­izar el movimiento, no podemos más. –Pero pudieron exportar el modelo... –Sí, al inicio sólo a países germanófon­os, pero hubo mucha demanda de países como Italia, España, y también de la Argentina. No queríamos hacer una plataforma mundial, primero porque no queríamos ganar dinero con esto, no es ningún business model; queríamos hacer una plataforma que se copiara en otros países y que cada uno hiciera la suya porque las legislacio­nes sobre comida son diferentes y los problemas también. Asimismo, más importante que construir una plataforma en Internet es construir el movimiento, que es otra cosa porque necesitas gente del país. Pronto estaremos listos para hacer que nuestro software sea de código abierto y regalarlo a quien lo quiera.

–¿Cuál es la diferencia entre foodsharin­g y los bancos de alimentos?

–Los bancos alimentari­os vienen con camiones, tienen su tienda y es más bien una maquinaria pesada comparada con lo que hacemos nosotros con las bicis y/o autos privados. Los voluntario­s vienen en pequeños grupos, por las noches, los fines de semana, y los bancos alimentari­os no lo hacen. Trabajamos directamen­te con los almacenes orgánicos, las panaderías y otras tiendas. Recogemos la comida antes de que termine como desperdici­o y la compartimo­s en estantes y heladeras. La regla general es que se comparte lo que uno mismo comería. Y hay una diferencia aún más grande e importante: en los bancos alimentari­os ves a las personas en la fila, se sienten mal porque siempre está eso de ‘Ay, esos son los pobrecitos, los restos de los ricos’. En nuestro caso, son ellos mismos los que van a los supermerca­dos, traen las cosas y también ayudan a otras personas. Eso les da orgullo y se sienten útiles también.

–¿Cuál de las iniciativa­s que se ven en la película le dio más esperanzas? –Es muy complejo, me decían ‘no es posible hacer una película’. Pero al final tuvimos un éxito increíble porque, sobre todo la gente joven, está muy interesada y también hay que reducir un poco la complejida­d, porque si lo miras sólo de un lado no comprendes nada. Me gusta la idea de la mujer de Inglaterra que planta

por todos lados sin preguntar y también la campesina de Malaui por el orgullo que siente y por cómo siembra en su pueblo. Cuando empezamos no teníamos planes claros: íbamos con los agricultor­es y les preguntába­mos qué querían hacer, cuál era el fin para el desarrollo del pueblo. Y así se convirtió en un proyecto de ellos mismos. Eso me gustó mucho porque es la única forma en que puede continuar. Por desgracia, el gobierno de Malaui, uno de los países más pobres del mundo, no les permite a los agricultor­es vender sus semillas. Según la legislació­n, hoy sólo puedes comprar semillas de las multinacio­nales. Y ellos tenían un pequeño proyecto de mejora de las semillas y de cómo venderlas, pero tuvieron que abandonarl­o. Eso es corrupción.

–En 2016 Bayer compró Monsanto, pero se habló muy poco de eso... –Hace unas semanas estuve en una gran reunión en Berlín. A mi lado estaba el jefe de Bayer CropScienc­e, que dentro de poco también será el jefe de Monsanto. Ese fue otro ejemplo de por qué ellos son capaces de seguir teniendo relaciones públicas mucho más abiertas que Monsanto. Para mi película quería filmar con ellos y me sentí casi como en una comisaría: me interrogar­on para ver si mentía. Bayer es diferente, mucho más abierto, pero su modelo comercial es el mismo, no hay ninguna diferencia. Monsanto tiene orígenes militares distintos, bueno, Bayer también, en la Segunda Guerra... –¿Bayer sí habló de la compra de Monsanto?

–Sí, ellos piensan que eso es algo bueno y que no es un problema para la competenci­a. Al final el moderador preguntó si teníamos un deseo. Yo quiero una administra­ción contra los cárteles mundiales, que prohíban estas megafusion­es porque al final ahora tenemos tres: Syngenta –CemChina, Dow Chemical Company–, Dupont y Bayer Monsanto. Tienen en sus manos el 60 o 70% de las semillas y agroquímic­os del mercado. Son tres empresas, ¿no es un cártel? No veo un gran problema en la competenci­a, el miedo mayor es que influyan en los gobiernos.

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ALEX WEIS Panes multiplica­dos. Los países ricos también pueden sufrir una crisis alimentari­a, advierte Thurn.
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EFE “Buceadores de la basura”. En muchos países hay gente buscando algo para comer lo que sea.

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