Regreso cool a la vida cavernícola
Crónica. Edgardo Cozarinsky recorrió las cuevas de Matera (Italia) y leyó las huellas que dejaron la Iglesia, el fascismo y quienes las habitaron hasta los años 50. El autor y cineasta viene de publicar el libro “En el último trago nos vamos”.
En primer término, para hablar de Matera es necesario distinguir dos ciudades. Una de ellas está construida en las alturas, en el terreno llano que llaman precisamente il piano, ciudad no demasiado diferente de otras italianas de provincia, con su catedral medieval de interior remozado a partir del 1600, sus palacios renacentistas y barrocos, un museo de arte que esconde sorpresas, plazas que a final de la tarde se convierten en escenario de convivialidad amable, sin prisa. Esta ciudad fue en un tiempo capital de la antigua Lucania, la región hoy llamada Basilicata, hasta que el Bonaparte de turno transfirió esa dignidad a Potenza.
Y después están los sassi, literalmente “las piedras”, altos peñascos cuya piedra caliza ha sido excavada desde tiempos prehistóricos, en parte por la naturaleza, en parte por el hombre. Son dos: los sassi Barisano al norte, hoy los más habitados, y los sassi Caveoso al sur, donde se cuentan unas ciento treinta iglesias rupestres. Los separa una honda cañada: la Gravina.
En las cuevas excavadas en esos sassi vivió, hasta mediados del siglo pasado, una población a la que cabe sin metáfora la palabra troglodita. Hacia el siglo XVIII, sus antepasados habían ejecutado un sistema de distribución y evacuación de aguas, admirado por los ingenieros de tiempos recientes. Más tarde, terremotos y sequías llevaron a refugiarse en esas grutas nuevos habitantes, una sobrepoblación que hizo colapsar las condiciones de vida higiénica. El fascismo, al hacer pavimentar algunos senderos rupestres, ultimó el desastre ecológico.
Entre 1935 y 1936 el escritor y pintor Carlo Levi estuvo confinado en la Basilicata por haber militado en el grupo Giustizia e Libertà. Tuvo ocasión de visitar a menudo Matera y dejó un testimonio truculento de la vida en los sassi en un libro, Cristo se detuvo en Eboli, que solo pudo publicarse en 1945. Traducido a más de veinte idiomas, los políticos de la incipiente democracia italiana no tardaron en sentirse obligados a descubrir una realidad que ignoraban.
“La vergüenza de Italia”. Así reaccionó Palmiro Togliatti, fundador del Partido Comunista italiano y su líder histórico, cuando visitó los sassi en 1948. Lo escuchó Alcide de Gasperi, fundador del Partido Demócrata Cristiano y su líder histórico. Como presidente del consejo de ministros surgido en la posguerra, de Gasperi planeó la evacuación de los sassi y la mudanza de sus habitantes a un conjunto de “complejos habitacionales”, construidos en las afueras de la ciudad y diseñados por los urbanistas más avanzados del momento, con Adriano Olivetti a la cabeza. El desalojo forzado de dos tercios de la población de los sassi empezó el 17 de mayo de 1952.
No todos los evacuados, unos dieciséis mil, se sintieron cómodos en sus nuevos domicilios. Los barrios, diseñados en estilo escandinavo, no más de tres pisos, poca densidad de ocupación, rodeados de espacios verdes, entusiasmaron a los jóvenes pero resultaron extraños a los más viejos, habituados al paisaje áspero, a la sociabilidad forzada de las grutas.
Visito el Palazzo Lanfranchi en las alturas del piano. Antiguo seminario, construido hacia 1670 alrededor de una iglesia, la del Carmine, la fachada del palacio sacrifica su equilibrio arquitectónico para incorporar la de la iglesia preexistente. Este “defecto” me parece proclamar, felizmen- te, que la Historia no solo se hace por destrucción sino también por superposición de napas temporales.
En 1864 el edificio conoció su primer paso hacia un destino laico. El seminario se mudó al lado de la catedral, y el palacio pasó a albergar el Liceo Classico, donde veinte años más tarde enseñó el poeta Giovanni Pascoli, recordado en el nombre de la plaza frente al palacio. Con el nuevo milenio, el Palazzo Lanfranchi ha pasado a ser el Museo Nacional de Arte Medieval y Moderno de la Basilicata.
Lo que retiene mi curiosidad es menos la colección de arte religioso, o algunas telas de la escuela napolitana de los siglos XVI y XVII, sino la donación de doscientos óleos de Carlo Levi. Confieso que no conocía esta faceta del talento del autor de Cristo se detuvo en Eboli. Como su lejano pariente por alianza Primo Levi, Carlo pertenecía a esa burguesía judía de Turín (los Treves, Disegni, Terracini, Segre, di Porto) que se distinguió en la vida intelectual y en la actividad empresarial piemontesa. En 1929, a los veintisiete años de edad, cinco años después de diplomarse en medicina, Carlo Levi participaba en la Biennale de Venezia como pintor. Era miembro del grupo “los seis de Turín”, artistas sostenidos por el crítico e historiador del arte Lionello Venturi, uno de los doce universitarios que en 1931 rehusaron prestar juramento de fidelidad
al fascismo y perdieron su cátedra.
Me conmueve, más allá del descubrimiento de una faceta que ignoraba en la obra del autor, que haya decidido legar estas obras al museo de la región donde pasó su “confinamiento”, el exilio interior que el régimen fascista imponía a sus opositores. A mitad de los años 30 del siglo pasado, Levi estuvo “confinado” en Grassano y Aliano, dos municipios más bien insignificantes de la provincia de Matera, pero visitó los sassi y una década más tarde su testimonio se convirtió en su obra literaria más reconocida y resultó el impulso decisivo para la transformación de la ciudad. Su condición de médico le permitió acceder a la vida cotidiana de sus vecinos, que hubiesen podido desconfiar de la presencia de un intelectual llegado del norte.
La mirada del pintor está presente en la prosa fuertemente visual del libro, y aun años más tarde la Lucania, la Basilicata de hoy, le iba a inspirar muchas de sus pinturas. Se me ocurre que como otros vencedores de la adversidad, Levi supo hacer de su castigo una fuerza vital que dio sentido a su vida.
Sentado ante una mesa del café Tripoli, leo salteado Cristo de detuvo en Eboli. “Cada familia, por lo general, tiene una sola de esas grutas por habitación, y allí duermen todos juntos, hombres, mujeres, niños, animales. Los niños eran innumerables, desnudos o cubiertos de harapos. Vi niños sentados ante la puerta de esas cuevas, en la suciedad, bajo el sol ardiente, con los ojos entrecerrados y los párpados rojos e hinchados: era el tracoma. Las moscas se posaban sobre sus ojos y ellos no parecían sentirlas, rostros fruncidos como viejos, esqueléticos por el hambre, el pelo cubierto de costras. Mujeres flacas con niños desnutridos prendidos a sus pechos vacíos. Tuve la impresión de estar en medio de una ciudad atacada por la peste”.
Cierro el libro. En mi caminata matutina pasé frente a un sushi bar y a una cupcake bakery. Unos setenta años me separan del lapidario juicio de Togliatti. Durante ese lapso, intervino, involuntariamente, definitivamente, el cine. En los sassi despoblados, abandonados a una lenta ruina en los años 60 del siglo pasado, Pasolini entrevió una posible imagen de la Tierra Santa para su Evangelio según San Mateo. Su prestigio de poeta, la fuerza del filme, descubrieron ese paisaje para una avalancha ininterrumpida de producciones que no se detuvo con la polémica Pasión de Cristo de Mel Gibson en 2002. (En la carta de una trattoria leo “pizza alla Mel Gibson”).
En 1986 una ley visionaria autorizó la habitación en los sassi, en aquel momento desiertos. Fue el principio de una gradual, verdadera resurrección. La electricidad y la plomería avanzaron sin perturbar el intrincado laberinto de habitaciones y calles a distinta altura, a menudo trazadas sobre los techos de otras casas. A pesar de la aparición de algún boutique hotel, de alguna hostería con carta bilingüe, podría decirse que por ahora el espíritu del lugar ha devorado todo intento de “gentrificación”. El hotel donde me hospedo en los sassi Barisano ofrece wifi pero las paredes encaladas de mi habitación respetan la irregularidad de la piedra donde fueron excavadas; construido como todos los edificios sobre una ladera, es necesario subir o bajar varios escalones para acceder de un cuarto a la recepción, de esta a la calle, y una vez en esta subir y bajar cuestas y escalinatas ubicuas.
Esta exigencia de ejercicio constante tal vez sea una de las razones por las que Matera no ha sufrido hasta el momento un aluvión de turismo masivo. La principal, sin embargo, es que el sentimiento de exotismo que procura aunque solo sea la estadía de un par de días en los sassi, al margen de la ciudad construida en el llano superior, supone un gusto adquirido por el desplazamiento en un tiempo y en un espacio desconocidos, lejos del prestigioso sentimiento estético que en Florencia o Roma dispensa la historia del arte, o por la excentricidad suntuosa de Venecia. Su atractivo, es necesario subrayarlo, atrae al viajero curioso por explorar fuera de senderos consagrados. Y con una buena dosis de prestancia física.
En esta resurrección de los sassi, al cine y a las empresas inmobiliarias siguieron los especialistas de la Unesco, que reconocieron las bondades del primitivo sistema de recolección y distribución de aguas, único en el mundo, cuyo ejemplo mayor puede visitarse unos metros bajo tierra, bajando a partir de la Piazza Vittorio Veneto: la cisterna Il Palombaro (el palomar). Este primer reconocimiento tuvo por resultado en 1993 la declaración de los sassi como patrimonio mundial de la humanidad.
Un paso más y en 2019, ha sido anunciado, Matera y sus sassi serán Capital Europea de la Cultura.