Límites borrosos de lo fantástico
Ficción. La escritora boliviana Liliana Colanzi viaja en “Nuestro mundo muerto” de lo extraño y lo mágico a la ciencia ficción y la imaginación pop.
En su paso por Buenos Aires este año, Liliana Colanzi participó de una mesa redonda sobre Juan Rulfo. Allí, los mexicanos que la acompañaban señalaban el peso de la lectura escolar obligada de Rulfo, mientras que Colanzi enfatizó la libertad de haber leído sus relatos en Inglaterra, sin presión “oficial” alguna, y haberlos leído como historias de fantasmas. Algo de esa perspectiva que hace posible la distancia parece actuar en los relatos de Nuestro mundo muerto, tanto por la forma de convocar y entretejer las voces de la región en otros contextos, como por la libertad para revisitar y difuminar los límites de lo fantástico.
Los matices en estos cuentos pueden bordear lo extraño, lo sobrenatural, lo mágico y atávico, pero también internarse en la imaginación pop o explorar el sentimiento desolado de la ciencia ficción. El escenario puede ser Bolivia, la selva chaqueña, Ithaca en Estados Unidos.
Las geografías de Ithaca y Santa Cruz de la Sierra se contraponen en el cuento “La Ola” como los polos opuestos del racionalismo y la magia. Una ola de suicidios juveniles alarma a la universidad de Cornell, cuyos psicólogos son incapaces de interpretar en su dimensión existencial: “Llega la Ola al campus y arrasa de noche, de puntillas, a siete estudiantes, y lo único que se les ocurre es llenarte los bolsillos de Trazodone o regalarte una lámpara de luz ultravioleta”. En Cornell nadie cree en nada, cuya sensibilidad se traduce en señal de extranjería, tanto como el nombre de la fruta sobre la que intenta escribir –el achachairú–, y que la conecta con su lugar de origen. De pronto, la enfermedad del padre vuelve imperioso el regreso.
Ya en tierra boliviana, la trama se complejiza en una puesta en abismo, con la historia de una indígena que atraviesa el desierto alucinada en busca del padre; los paralelismos con la historia principal son múltiples. Pero sobre todo el relato de “la chola” instaura una realidad en la que las formas de conocimiento incorporan el sueño y el misterio, lo irracional sobrevuela lo cotidiano: la narradora ha logrado volver a casa.
La infancia entretejida con relatos y creencias ancestrales de los indígenas es el sustrato potente de la imaginación. En “Alfredito”, la posibilidad del fantasma se vuelve palpable ante la muerte de un compañero de clase. “Los muertos nunca se van” es la frase de la “nana” Elsa, la india ayorea que cuida a la protagonista, cuyas historias son el trasfondo de la percepción exacerbada del grupo de púberes. En otros cuentos, la cuestión indígena reaparece con el foco en la explotación, aunque lo sobrenatural siempre está presente. En todos, la escritura es el imán que lleva al lector hacia adelante, con imágenes precisas, a veces sorprendentes.
El título del libro proviene de una canción de los indígenas ayoreos: “Ese es el tronco de todas las historias, habla de nuestro mundo muerto”. Y es también el título de un cuento que no transcurre en el Norte ni en el Sur, sino en Marte. Como si su autora se preguntara qué tanta distancia hay que tomar para enfocar las cuestiones de nuestro mundo, qué vuelta dar para tratar, una vez más, los temas que la literatura de la región ha transitado, para sintonizar una voz nueva y contemporánea con el tronco de todas las historias.