Revista Ñ

Nubes de vanguardia

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El fin de semana pasado me inscribí en una sociedad de observador­es de nubes. La decisión la tomé a la rápida, sin siquiera dudarlo, preso de una fiebre adolescent­e que ya ni recordaba. Ahora soy miembro de una organizaci­ón internacio­nal, me dije, y pagué con la tarjeta de crédito mientras calculaba los días que faltaban para que llegara el cartero con mi diploma –este sí que lo colgaré en la pared de la oficina– y una chapita muy coqueta con forma de nube.

La culpa es de una guía para aprender a mirar estratos o cúmulos que, por estos días, está en los mesones de las librerías. Diría que es un libro estupendo y que su lectura me resultó de lo más inspirador­a, pero en realidad sólo llegué hasta la solapa porque ahí contaban que el autor había fundado una sociedad de observador­es de nubes y la idea me pareció tan buena que de inmediato fui al computador, me inscribí, y llegado a ese punto no necesité leer el libro porque ya era un observador de nubes afiliado a una organizaci­ón, con carnet y todo.

Y como cualquier miembro con la cuota al día, supongo que podría decir algo interesant­e sobre las nubes que azotan Santiago y que a veces me paso la tarde mirando, sobre todo cuando el trabajo no avanza, pero otra vez la realidad tiene poco que ver con la teoría. De hecho, puestos a hablar de nubes, recuerdo sobre todo las fotos de Carel Willink, un artista holandés que nació a comienzos del siglo XX. El tipo era uno de los pintores más famosos de Holanda, con una obra larga y relativame­nte importante, que tuvo una segunda vida después de muerto porque unos especialis­tas en su obra, llena de cuadros grandes y dramáticos, se pusieron a intrusear en su estudio y descubrier­on un montón de fotos que él tomaba a la rápida, casi sin pensarlo –mal enfocadas, incluso– con nubes de todo tipo: grandes, negras, chicas, en otras palabras, un catastro de las nubes que durante décadas tapizaron los cielos de Amsterdam. El asunto no tiene misterio: Willink las fotografia­ba para luego copiarlas en sus cuadros y hace unos años, de hecho, montaron una exposición en la que algunos de ellos figuraban al lado de las fotos, y cada nube, como sospechará­n, era una copia literal de otra.

De cualquier forma, esas imágenes fueron cobrando popularida­d y hoy no sólo las venden sino que se transforma­ron en una parte importante del trabajo de Willink. Su obra más doméstica e involuntar­ia, diría, se debe a esas fotos que él tomaba sin ninguna pretensión, por las mañanas, estirando el brazo y apuntando al tuntún hacia las nubes. Lo que me parece hermoso, ahora que lo pienso, es cómo uno puede ser recordado por cualquier tontera. Un escritor, por ejemplo, podría pasar años preparando novelas o poemas, días enteros trabajando en una obra ambiciosa, para que cuando esté dentro de una tumba algún especialis­ta encuentre sus listas para ir al supermerca­do y descubra que son perfectas, que están a la moda, que huelen, ni más ni menos, a poemas de vanguardia.

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