Distancia y geografía: un país despedazado
FoLa exhibe imágenes de tres fotógrafos de un territorio atravesado por la disgregación y la violencia, donde la idea de nación es apenas una ficción.
Si bien desde hace años se habla con pertinencia de las limitaciones filosóficas y políticas del concepto de nación –e incluso existen quienes aseguran que la idea de país ficciona más de lo que describe–, los relatos que dieron forma y sustancia a aquellos conceptos, pero sobre todo a las imágenes emanadas de esos conceptos, siguen funcionando en el presente como horizontes y referentes tangibles para delimitar geografías, sentidos o rutas de lectura. Esto es así aunque la realidad demuestre un día sí y otro también que a partir de las migraciones forzadas de grandes poblaciones, así como de las nuevas divisiones políticas impuestas por las reorganizaciones emanadas del crimen organizado, los países son muy otros de los que dictaminan sus políticos y gobernantes y sobre todo de lo que indican pasaportes de países en constante transformación tanto simbólica como de facto: el continente americano del siglo XXI puede ser ya catalogado como el de un doloroso desmembramiento por explosión, implosión y desplazamiento.
En el caso mexicano, cuyos relatos nacionales solían ser diseñados por el aparato de gobierno con la fuerza mitopoética de las leyendas prehispánicas (pero cosidos con las falencias argumentales de la telenovela de las siete), a partir del bosquejo del Estado emanado de la Revolución Mexicana, durante el siglo XX se construyó un país que, de distintas maneras y con variada intensidad, fue envileciendo paulatinamente la vida de la mayoría de los mexicanos durante más de siete décadas. Se trata de una circunstancia crítica que se corona en el presente con la crisis humanitaria desencadenada por el ex presidente Felipe Calderón y la llamada guerra contra el narcotráfico a partir de 2006 que, aunada a la incompetencia de la administración actual, ahogan al país en una espiral de violencia en la que, por mero instinto de conservación, resulta indispensable imaginarse como un territorio postmexicano; es decir, a través de la posibilidad de cohabitación con otros individuos a partir de las nuevas coordenadas que amplica el contacto permanente con el horror y la violencia desaforada.
En ese tenor, la exposición que puede verse estos días en la Fototeca Latinoamericana permite un acercamiento en tres tiempos a aquel lugar conocido –antes sin ningún conflicto– como México desde flancos que se complementan gracias a su asimetría, así sea para decir: “en este espacio triturado sólo puede haber un país”, a semajanza de los contornos trazados por la policía que indican el lugar de un asesinato.
Curada por Pablo Cabado, las imágenes que dan la bienvenida al espectador son las de Pablo López Luz, quien a través de fotos obtenidas desde un helicóptero recorrió los más de 2000 km de frontera que separan a los Estados Unidos de la República Mexicana. Esas imágenes recuerdan no sólo que el pretendido muro de Donald Trump existe desde los tiempos de la administración de Bill Clinton, sino también las diferencias ocasionadas al paisaje por dos concepciones de mundo radicalmente distintas como lo son la mexicana y la estadounidense. Concebida desde la óptica del paisaje, su Frontera fotografía desde el cielo las dimensiones de una herida que separa a América Latina de los Estados Unidos, cuyas políticas para el subcontinente han sido siempre las de la usura y el desprecio.
La segunda parte de la exposición de López Luz, Pyramid, es una exploración menos original sobre la realidad barroca y piramidal característica de la cultura mexicana. Estas fotografías exploran la disputa entre modernidad y el pasado prehispánico presente bajo formas rústicas, inacabadas o mal hechas que demuestran la permanencia de concepciones antiguas que se cuelan como escombros en el presente, diluidos en las dinámicas de amontonamiento anárquico de un país hipertrofiado y desigual. Lugar de superposiciones permanentes, formas y arque-
tipos del mundo antiguo emergen en el presente apenas como desechos.
En esa sintonía continúan las fotografías de Alejandro Cartagena, no sólo porque con Suburbia mexicana ofrece paisajes tan conocidos para cualquier habitante latinoamericano, sino también porque recuerda la concepción postapocalíptica que Carlos Monsiváis reclamaba para la ciudad de México y que pertenece a cualquier parte del mundo erigido para las masas por el orden neoliberal: agravios mortales contra la arquitectura, nulo sentido del urbanismo, concepción criminal del espacio público, precariedad de construcciones, hacinamiento, suciedad y otros elementos del entorno que nos recuerdan, como bien lo supo Borges, que el mundo también nos pertenece a los latinoamericanos pero desde una esquina maloliente, donde se gestan auténticas épicas del subdesarrollo; algo que comprende bien Cartagena y queda ilustrado en lo mejor de su muestra que es Car Show, una serie de más de 25 fotos tomadas desde un puente a las cajas de camionetas donde se registra a los pasajeros. La reiteración permite darse una idea de la extracción social y hasta el fenotipo de la gente que se desplaza por el país de esa manera: obreros y trabajadores de ascendencia indígena o mestiza mal pagos, mal vestidos y mal alimentados, que sobreviven con los empleos precarios –esos que vuelven a México un país tan competitivo en el mundo– que obligan a buena parte de la clase trabajadora a desplazarse por las carreteras del país como ganado.
La muestra de FoLa cierra con fotografías y un video de Miguel Calderón, que resultan lo más sustantivo del conjunto. Es que las imágenes de Calderón –desde hace tiempo dueño de una estética propia– están cargadas de un humor y una ironía no panfletarias que capturan las atmósferas delirantes, barrocas y desopilantes emergidas del diario vivir del lugar anteriormente conocido como México.
Celebrado por sus imágenes que mezclan lo espeluznante con lo sobrenatural que emergen de los objetos y las circunstancias de todos los días, las desplegadas en Independientemente de con quien duerma expresan el humor negro de lo real con la naturalidad de quien registra un teatro de horrores que en sí mismo contiene ya sus anticuerpos. En ese sentido, es macabramente elocuente que sobre la señalética terrestre que indica los kilómetros que faltan para llegar a Acapulco, se encuentre parado un zopilote, ave carroñera en espera del festín de muerte que baña todos los días al estado de Guerrero.
La segunda parte de la exposición de Calderón consiste en el video Caída libre, donde se encuentran dispuestos aparejos propios de la cetrería y en donde asistimos a la jornada de un cetrero de la ciudad de México que también trabaja como patovica. Esta pieza no sólo reitera el interés del artista por las aves de rapiña; también invita a pensar las herramientas propias de la cetrería como una serie de extrañas esculturas que, desprovistas de su contexto original, pueden interpretarse de forma nueva, cargadas de un extraño simbolismo pero sobre todo imbuidas de cierta elegancia aurática decididamente animal.
De chile, de mole y de manteca, suele decirse en México cuando es grande la variedad en los tamales: una invitación en tres tiempos a las imágenes de un país en obra negra.