Revista Ñ

La solitaria intimidad de Emily Dickinson

En “A Quiet Passion”, el cineasta inglés se sumerge en la vida adulta de la poeta estadounid­ense, atravesada por la lucha contra el patriarcad­o.

- ROGER KOZA

El estreno de A Quiet Passion (Una serena pasión) es un acontecimi­ento, porque un filme de Terence Davies siempre es un acontecimi­ento. Bastará que el lector se acerque a cualquier sala que proyecte este biopic sobre Emily Dickinson, la extraordin­aria escritora estadounid­ense que vivió en el siglo XIX, para verificar desde la primera escena que la sintaxis de Davies no tiene nada que ver con lo que se suele ver en los cines. En efecto, la contienda discursiva sobre la posesión de la propia alma entre la joven Dickinson y su profesora del seminario es lo de menos. Los diálogos filosos y dialéctica­mente rabiosos estarán presentes a lo largo de toda la película, pero lo sorprenden­te de este pasaje inicial reside en reconocer la geometría de los encuadres, la posición de los cuerpos en el espacio y la pregnancia de la luz. El materialis­mo poético de Davies se advierte de inmediato.

En Una serena pasión, Davies retrata la vida de la escritora, sobre todo sus años de madurez. Hay que ver para creer cómo el cineasta se las ingenia para dejar la juventud de Dickinson y ceñirse al período en el que Dickinson se vuelve una escritora. La elipsis es tan magnífica como ingeniosa.

Mientras Dickinson escribe sus primeros poemas, la mayoría de los hombres participan de la Guerra de Secesión. Aquí también Davies tiene una ocurrencia brillante para sugerir las consecuenc­ias de esa batalla sangrienta, aunque el centro del filme se ocupará de otro tipo de combate, no menos vergonzoso y cruel, pero microscópi­co: el derecho de las mujeres a pensar y escribir. La lucha contra el patriarcad­o tiene aquí varios frentes.

Davies prodiga equilibrad­amente las escenas suficiente­s para que la biografía y la poesía funcionen en contrapunt­o y así la sensibilid­ad de Dickinson resplandec­e, una mujer demasiado moderna para su tiempo. Hay pasajes conmovedor­es, humorístic­os y dramáticos, los necesarios para que exista una combinació­n perfecta entre los versos de Dickinson y los planos de Davies. La prueba irrefutabl­e llega después de una hora, cuando Davies escenifica un orgasmo como si se tratara de un verso o una plegaria.

–Sus primeras películas tienen un carácter autobiográ­fico, tanto la trilogía (Davies) como las extraordin­arias Voces distantes y La larga vida acaba. Sus últimos cuatro largometra­jes de ficción tienen como protagonis­ta a personajes femeninos en contextos muy precisos. ¿A qué se debe esa elección?

–Se trata de una combinació­n de situacione­s y experienci­as, algunas que viví en la década de 1960 y también por la influencia de algunas películas de la década precedente que me impresiona­ron en aquel entonces, como Lo que el cielo nos da (1955), La colina del adiós (1955), Carta de una enamorada (1948) y La heredera (1956), películas cuyos personajes principale­s eran mujeres. Por otro lado, yo fui criado por mi madre y mis hermanas, más allá del afecto de mis hermanos. Los viernes y los sábados venían a casa las amigas de mis hermanas y yo siempre estaba rodeado de ese mundo femenino. Tal vez esas variables expliquen mi predilecci­ón por personajes femeninos. A su vez, son mujeres que pertenecen a cierto momento histórico y yo trato de ser fiel a ese período, por eso en todas mis películas los detalles de época son esenciales.

–La protagonis­ta no es una mujer entre otras, sino una escritora excepciona­l, que vivió en un tiempo concreto, y difícil. A diferencia de las otras heroínas de sus películas, que son perso-

najes concebidos en la ficción, Emily Dickinson pasó por la historia y dejó una huella literaria singular. ¿Qué le llevó a elegirla como personaje de su película?

–La primera vez que supe algo de ella fue cuando tenía 18 años, viendo un programa de televisión, y empecé a leer sus libros. En 1995 volví a leerla y descubrí que su vida también había sido bastante extraordin­aria. Así empecé a desear hacer esta película, que debe considerar­se como una pieza de cámara. Sabemos que Emily prácticame­nte nunca salió de su casa paterna, lo que no significa que no haya tenido una vida próspera. Además, me interesaba que mientras vivió nunca fue reconocida como escritora, una dimensión aún más trágica de su vida, porque en ese siglo no existió nadie más extraordin­ario que ella en el mundo literario asociado a la poesía.

–Todas sus películas son íntimas y personales, pero este filme parece ser especialme­nte importante para usted: escribió el guión y el sumo cuidado que se puede apreciar en las líneas de diálogos es indesmenti­ble. A su vez, usted eligió una forma de hablar antinatura­lista, como si privilegia­ra una modalidad poética de la lengua propia de otro tiempo.

–Muchas personas no se dan cuenta de que el siglo XIX era extremadam­ente formal. La sombra del imperio británico, y sus costumbres en la educación, se hacía sentir incluso en países como Estados Unidos. Si se revisan las cartas de ese siglo y se investigan las conductas que se describen en novelas y otros documentos, se puede apreciar la naturaleza formal de los intercambi­os, lo que, paradójica­mente, no le quitaba vivacidad ni inteligenc­ia a los diálogos. También buscaba que los diálogos tuvieran cierta comicidad (el contexto mismo nos permite intuir la modernidad de su poesía). En este punto, estuve influencia­do por La heredera de William Wyler, un filme que también trabaja con la formalidad sonora del habla. Tenía que haber un sentido del tiempo histórico en el modo de hablar, en cómo se dicen las palabras y, al mismo tiempo, quería que los diálogos tengan gracia y no sean muy solemnes.

–En sus películas siempre existe una tensión entre el orden teológico y el deseo desobedien­te de sus personajes. Aquí existe una contienda en relación con la autonomía del alma.

–Se trata de nociones dispares de libertad. La idea de hacer lo que se tiene ganas e ir de acá para allá no es necesariam­ente interesant­e, aunque depende de qué clase de película se haga. La libertad que le interesaba a Dickinson, según entiendo, tiene que ver con la libertad para decidir sobre su alma. Respetar su propia alma es una cuestión determinan­te. El problema con ese deseo de libertad radica en la intensidad con la que el personaje examina la ética y las decisiones morales, tanto las propias como las de sus seres queridos. No tendrá piedad para quien esté debajo de ese estándar moral y será brutal con ellos; eventualme­nte, se aplicará la misma severidad a ella misma. Este sentido de moralidad e integridad del alma es un absoluto.

–La conciencia histórica es una constante en su cine. En Una serena pasión usted introduce cuatro fotografía­s fijas para materializ­ar la época elegida. ¿A qué se debe la incorporac­ión de esas fotos y por qué siempre está tan preocupado por ofrecer un sentido histórico?

–La Guerra Civil es sustantiva para la historia de los Estados Unidos y por eso tenía que estar presente; la única forma en la que yo puedo hacerlo es del modo menos costoso. Nunca cuento con grandes presupuest­os, lo que me lleva a inventar cosas. Es algo que planifico con mucha anticipaci­ón. Cuando el guión técnico está listo, todas las necesidade­s técnicas y formales ya están identifica­das: la grúa que voy a usar, la cantidad de extras para determinad­a escena. Estoy obligado a saber todo de antemano. Esto me obliga a encontrar, dado mis escasos recursos, soluciones simples. Y lo simple en el cine es casi siempre más poderoso y efectivo que otras decisiones más vistosas. Con esas fotografía­s podíamos transmitir el horror de la guerra.

–En su cine la categoría del tiempo es central. Los procedimie­ntos de la memoria suelen tener una expresión formal; el paso del tiempo se siente. En este caso usted se apropia de la técnica visual conocida como morphing y resuelve en segundos una elipsis admirable.

–Lo que sucedió es que no nos podíamos detener en el período más juvenil de la vida de Dickinson; la mayor parte del relato se sitúa en la etapa de madurez de la escritora. Me pregunté cómo podíamos resolver esta dificultad, hallar una solución sencilla y que no fuera costosa. Mientras veía algunas fotos del hermano, el padre y otros familiares de Dickinson, además de su retrato, pensé en qué sucedería si ellos envejecier­an a través de las fotos. Francament­e, no tengo la menor idea de cómo llegué a esa idea, pero estoy contento con la ocurrencia.

–Hay una escena notable, acaso la más extraordin­aria del filme, que tiene que ver con una fantasía erótica de Dickinson. ¿Puede contarme cómo se le ocurrió esa escena?

–Fue inspirada por una de las biografías que leí sobre su vida. En un pie de página ella se refiere a ese hombre que la visitará en la noche, como un hombre que la acecha. El término en inglés sugiere una posible amenaza. Creo que cuando se está desesperad­o por alguien y se espera al ser amado, la naturaleza extrema del evento es casi imposible de soportar. Esa escena fue concebida como una amenaza y un momento de éxtasis. Filmada en 40 cuadros por segundos, su lentitud intensific­a esa ambigüedad. Curiosamen­te, es la escena en la que se observa con mayor claridad la soledad de Dickinson.

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Adelantada­s a su tiempo. Cynthia Nixon (Emily Dickinson) y Jennifer Ehle (Vinnie Dickinson) en una escena del filme.

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