Donde suenan todos los crujidos del mundo. Sobre la exposición documenta 14 en Kassel
La 14ª edición no esquiva la impronta política que caracteriza desde su origen a la muestra: señala las formas del autoritarismo y la crisis de las tradiciones democráticas.
Podría decirse que a diez años de la caída del nazismo, el primer objetivo que se fijó la Documenta Kassel al reivindicar el arte de vanguardia censurado y denigrado por Hitler la marcó con un signo político que la habría de identificar de allí en más. Un rasgo que mantuvo aun más allá de que algunos de sus directores artísticos intentaran correrse de ese lugar. Impulsada por ellos o por los propios artistas, la impronta política deslizada en ese punto de partida se impuso con mayor o menor intensidad en cada nueva edición. Y como cabía esperar, la Documenta 14 no la esquiva. Lejos de ello, la decisión de su curador, el polaco Adam Szymczyk, y su equipo de trabajo fue permitir que afloraran las tensiones de la hora que, como es sabido, tienen sus puntos más altos en la afluencia migrato- ria, la diversidad cultural, el drama de los exilios, los fundamentalismos y nacionalismos de distinto orden y el creciente cuestionamiento de las tradiciones democráticas que se verifican en distintas formas autoritarias que crecen en las sociedades actuales.
En esa dirección apunta el título Aprendiendo de Atenas, que entre otras cosas dio lugar a que esta edición de Documenta comenzara por primera vez en una ciudad distinta de Kassel. Atenas funciona como referencia simbólica en razón de su pasado y su condición de cuna de la democracia pero también de su presente. Cabe recordar que Grecia fue uno de los países europeos más afectados por el endeudamiento que le significó su integración a la Unión Europea.
De allí que Marta Minujín empezara su participación en Documenta en Atenas con una acción performática que aludió al pago de la deuda con Alemania. En Kassel, en tanto, Minujín emplazó su “Partenón de libros” en la estratégica Friedrichsplatz, frente al museo Fredericianum, sede principal de este encuentro quinquenal desde que se realizó por primera vez en 1955.
¿Qué tipo de enseñanza ofrece Atenas para pensar el atribulado presente europeo en particular y el mundo actual en general? No caben dudas de que la principal refiere a la crisis de las tradiciones y regímenes democráticos profundizada desde la ruptura del orden que instauró la posguerra. La caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética no sólo significaron el derrumbe de la utopía socialista sino también la crisis de las democracias parlamentarias, como apuntó Susan Buck-Morss en su libro Mundos soñados y catástrofe. Aunque no citada explícitamente en los textos que acompañan esta muestra, los postulados de la teórica estadounidense sobrevuelan como advertencia compartida por muchas de las propuestas que la integran.
Así, en Kassel los distintos espacios acogen trabajos que aluden a distintas formas de autoritarismo. Algunos hacen foco en las raíces del pasado que derivó en el nazismo y en los cruces con el mundo del arte (sobre todo los expuestos en la Neue Galerie); otras en la imposición de la visión europea sobre la de las colonias. En este caso contradicha por el rescate de otros registros (en el Palacio Bellevue), como los deliciosos dibujos de la Amazonia colombiana realizados por Abel Rodríguez y otros en el verdadero fundamento económico de la noción de Progreso, dramáticamente traída a escena por la instalación “Molino de Sangre” que el mexicano Antonio Vega Macotela emplazó en los Jardines de la Orangerie. Buena parte de las locaciones que ocupa la Documenta en Kassel remiten al pasado de esa ciudad regido por una nobleza ilustrada que en el siglo XVIII ambicionó competir con la cultura francesa. En todos los casos ese carácter original de edificios como los nombrados, incluidos el Fredericianum y el Ottoneum (Museo de Historia Natural), son interpelados por las
obras que alojan
Sólo unos pocos como la Neue Galerie en el centro de distribución, y la Documenta Halle, escapan a la omnipresencia de ese pasado destruido y reconstruido en la posguerra. La Documenta Halle reúne algunas piezas emblemáticas de esta muestra, como los restos de barcos convertidos en instrumento musical del mexicano Guillermo Galindo.
El desplazamiento geográfico es también una forma de reafirmar una intención ya manifiesta en ediciones anteriores de correrse de la visión eurocéntrica, que por años caracterizó a estos encuentros. Hacer lugar a distintos actores, distintas posiciones políticas de distintas geografías que se expresan en una diversidad de formatos y volver “audible la diversidad de voces y cuerpos que componen el paisaje del presente” es lo que se propuso el equipo curatorial. ¿Cómo se refleja esto en una muestra dispersa en tantos espacios y por añadidura distantes? Cabe señalar que entre los artistas participantes, cuyo número es cercano a los doscientos, se cuentan muchos de Europa del Este, y en ese sentido la dirección artística encomendada a un especialista polaco seguramente tuvo mucho que ver. Pero también israelíes, iraquíes, argentinos (Marta Minujín y David Lamelas) chilenos, mexicanos, coreanos, italianos, franceses, estadounidenses y desde luego griegos, cuya presencia estelar se concentra en la interesante selección de obras del Museo Nacional de Arte Contemporáneo de Atenas (EMST) trasladada por estos días al museo Fredericianum, cuyo frontón de fachada recibe a los visitantes con la intervención del artista turco Banu Cennetoglou que inscribe la frase “Beingsafeisscary” (estar seguro mete miedo), tomada de un grafiti de la Universidad de Atenas.
El hecho de que una megaexhibición de arte contemporáneo ocupe varios museos y tenga como sede principal al Fredericianum, uno de los primeros museos públicos de Europa, clave en el proyecto ilustrado de la nobleza alemana, no deja de resultar una contradicción que, lejos de ser soslayada, plantea interesantes reflexiones sobre la propia institución museo, su papel en la historia y su condición de caja de resonancia del proyecto imperial europeo. A eso remite el “Atlas fracturado”, gran mural de video digital de Theo Eshetu. Nacido en Londres, este artista que vivió en Addis Ababa y Dakar proyectó imágenes que confrontaban con las de unos polémicos banners colgados del Museo Etnográfico de Berlín que afirmaban la polémica visión etnográfica del “primitivismo”.
El Fredericianum es el encargado de acoger la colección griega que viene de una antigua fábrica de cerveza reciclada. Integrada en su mayor parte por artistas griegos y europeos en general, activos desde los años 60, en este conjunto que empezó a formarse al despuntar el siglo XXI conviven Bill Viola, Mona Hatoum, la surcoreana Kimsooja y el cubano Carlos Garaicoa con grandes artistas griegos como George Hadjimichalis y Yannis Bouteas. Hay en el conjunto alusiones poéticas a las migraciones forzadas y distintas formas de exilios. De entrada, la obra del sudafricano Kender Geers golpea al espectador con su “Acrópolis Redux”, una escalofriante estantería con rollos de alambre de púa de variado diseño. Frente a ella, el griego Hadjimichalis opta por un poético registro del exilio de Edipo hacia su destino fatal.
Un dato para resaltar: muchos artistas que tuvieron destacada actuación en las décadas del 60 y del 70 e inexplicablemente permanecieron alejados de estos circuitos son mujeres. Particularmente significativo es el rescate que se ha hecho de figuras como la chilena Cecilia Vicuña, la colombiana Beatriz González, la propia Minujín, la rumana Geta Bratescu, que representa a su país en la Bienal de Venecia, y la bailarina Anna Halprin, cuyos innovadores aportes a la danza contemporánea también son destacados en Venecia.