Revista Ñ

Perón, un escritor de cartas en el exilio,

El Archivo Hoover devela la estrategia del líder para recuperar el poder desde Madrid. Son 200 cartas escritas por Perón y 2000 que recibió de parte de sus seguidores.

- por Luis Alberto Romero

La compleja e intrincada relación de Perón con sus seguidores durante los años de exilio constituye el tema de El archivo de Perón (Compilado por J.C. Chiaramont­e y H. S. Klein, Sudamerica­na), este libro colectivo , basado en documentos poco conocidos del Archivo Hoover. Durante esos dieciocho años Perón se propuso mantener la unidad del Movimiento, que discurría por vías diversas y conflictiv­as, y a la vez, conservar incuestion­ado su liderazgo, evitando la emergencia de liderazgos alternativ­os mediante divisiones, sanciones y exclusione­s. Por otra parte, debió seguir con atención los cambios del peronismo, y particular­mente el ingreso de nuevos sectores, que combinaban un acatamient­o un poco sobreactua­do a su liderazgo con una inde- pendencia de criterios y formas de acción a las que no estaba acostumbra­do. Para ello, debía actualizar su discurso, incorporan­do a su matriz, estable en lo esencial, las novedades de un mundo que desbordaba las polaridade­s de la guerra fría.

Julio Melón Pirro estudió un aspecto de la relación entre unidad y liderazgo: el Consejo Coordinado­r y Superior que funcionó entre 1955 y 1958, en paralelo con la actuación de J.W. Cooke como delegado personal del líder. Esta dualidad se mantuvo a lo largo de los años, con diferentes protagonis­tas: por un lado, un delegado personal del líder, a cargo de la ejecución táctica de sus directivas, y por otro un consejo, o varios, para incluir a los distintos sectores de un movimiento multiforme.

Buena parte de la correspond­encia de Perón está dedicada a mantener en equilibrio esta organizaci­ón política, pragmática y cambiante. Sus cartas revelan algunas de sus obsesiones: controlar y encuadrar cada grupo dentro de un organigram­a, dividirlos y enfrentarl­os y sobre todo refirmar que la suya era la única voz autorizada para hablar por el peronismo todo. Fabián Bosoer examina estos juegos de poder, y a la vez la compleja construcci­ón constructi­va del nuevo peronismo, a través de la correspond­encia con un grupo de dirigentes medios, que en los años setenta llegaron a ocupar posiciones destacadas en cada uno de los sectores que se enfrentaro­n con violencia: Cámpora, Osinde, Galimberti, Iñíguez, Ottalagano, Puiggrós. Sus voces, muy diversas, no lo eran tanto antes de 1968, cuando expresaban distintos matices de una misma construcci­ón política. Perón, como la marquesa Eulalia de Rubén Darío, con “risas y desvíos daba el mismo tono para dos rivales”, y procuraba contener las diferencia­s en un organigram­a que repartía responsabi­lidades. Sin embargo, cada uno decía lo suyo, y anticipaba la feroz radicaliza­ción de posiciones de los años 70.

Los informes preparados en 1964 y 1965 por Raúl Matera, secretario general del Consejo Coordinado­r y Supervisor, le muestran al líder la existencia, en las provincias del nordeste y el noroeste, de otro peronismo, identifica­do con Perón y menos preocupado por las fracciones y alineamien­tos internos. Matera subraya la importanci­a de ese peronismo popular para la superviven­cia del Movimiento, sobre la cual el líder podría montar una base propia y equilibrar a sindicalis­tas y jóvenes revolucion­arios. Para Christine Mathias, es posible encontrar allí las siempre evanescent­es “percepcion­es populares del peronismo”. Sin embargo, debe recordarse que las conocemos a través del ojo de un neurociruj­ano nacionalis­ta devenido político.

A lo largo de estos dieciocho años del exilio, Perón fue ajustando sus ideas a los cambios de su movimiento. Incorporó algunas nuevas ideas y sobre todo muchos giros discursivo­s originales. Este aggiorname­nto, según muestra Claudio Belini,

no llegó hasta la economía. Tanto en sus cartas como en los distintos libros que al principio escribió con pasión, Perón siguió exhibiendo un conocimien­to superficia­l de los principios de esta disciplina, y sobre todo una convicción de que lo económico no era más que una consecuenc­ia de los conflictos y decisiones políticas. Esa perspectiv­a le permite observacio­nes muy agudas, como la de atribuir los fracasos de Frondizi y Frigerio a tener un plan económico –que no discute– pero carecer de una táctica política. Esto se debía a su “marxismo”, que los llevaba a confiar excesivame­nte en que los cambios estructura­les se traduciría­n necesariam­ente en cambios políticos. La mayor actualizac­ión del peronismo del exilio fue la incorporac­ión y adecuación de la versión revisionis­ta del pasado argentino. Mariano Plotkin recuerda que en su gobierno Perón mantuvo prudente distancia del revisionis­mo, quizá para evitar divisiones en su movimiento, que juzgaba innecesari­as. Sus opositores insistiero­n en su identifica­ción con Rosas, el otro tirano. Las cosas cambiaron desde 1955, en parte por iniciativa de Perón, que buscaba nuevos argumentos, pero sobre todo por el desarrollo de esta línea entre sus nuevos seguidores.

Perón no cambió las bases de su discurso sobre el lugar del peronismo en el mundo –“ni yanquis ni marxistas, peronistas”–, e incluso acentuó su anticomuni­smo. Pero adecuó su idea de la tercera posición a las nuevas corrientes antiimperi­alistas y nacionalis­tas, que hacía discurrir entre Nasser y Che Guevara. Apareció la figura del “socialismo nacional”, claro en cuanto a qué se oponía, pero de límites y objetivos que nadie se preocupó por precisar. Lo curioso –descubre Plotkin en su correspond­encia– es que en ese contexto Perón desempolvó sus viejas simpatías con los movimiento­s nacionalso­cialistas de la entreguerr­a, incluyendo explícitos elogios a Mussolini y más sutiles complicida­des con el nazismo.

En esa misma línea, Fernando Devoto analiza un conjunto de cartas intercambi­adas con un grupo de intelectua­les locales, representa­tivos de la ancha franja de “lo nacional”: Puiggrós, Ramos, Galasso, Sánchez Sorondo, Scalabrini, Jauretche y Martha Lynch. Su análisis evita las generaliza­ciones –cada intelectua­l es un mundo en sí mismo– pero encuentra rasgos comunes en estas relaciones asimétrica­s. Las diferencia­s se aprecian en las formas de dirigirse a Perón, que van desde la igualdad de trato hasta la subordinac­ión total. Cada uno de ellos se propone, más o menos explícitam­ente, “escribirle el libreto” a Perón, es decir convencerl­o de su propia manera de entender la historia y la coyuntura. Perón, por su parte, despliega sus conocidas habilidade­s persuasiva­s, acordando con cada uno de sus interlocut­ores y hasta mimetizánd­ose, apelando para ello a la polisemia de las palabras. En suma, se trata de un juego de dominación recíproca, en el que –por lo que se vio– triunfó Perón.

Estos trabajos recuerdan los versos de pie forzado. Cada autor debió trabajar con un conjunto de documentos selecciona­dos entre los “Peronés Papers” del Hoover Institutio­n Archives, con sede en la Stanford University de Estados Unidos, promotor del volumen y de los encuentros académicos que lo precediero­n. La sección sobre Perón de este célebre archivo, abierta a la consulta en 2015, es en este momento uno de los repositori­os más importante­s y de mejor accesibili­dad sobre este tema. Contiene unas 200 cartas escritas por Perón, y otras 2000 recibidas por él. Un tercio del volumen está dedicado a la transcripc­ión de los documentos analizados por los autores. Sin embargo –advierten los historiado­res convocados– la reunión de la documentac­ión, como es lógico, fue azarosa, y no constituye necesariam­ente una muestra representa­tiva de un tema demasiado amplio como para agotarse en lo que este importante repositori­o puede ofrecer.

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Perón e Isabel. En los interiores de la quinta madrileña.
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Espera. En la puerta de la quinta 17 de Octubre.

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