Un intérprete anfibio entre el teatro y la danza. Entrevista con Diego Velázquez
El actor y bailarín reivindica la potencia ética y expresiva de desempeñarse en los espacios más diversos, sin distinciones.
La palabra “fisicalidad” no existe en castellano pero es irreemplazable cuando hay que referirse a un cierto tipo de potencia física y expresiva. El actor Diego Velázquez es un ejemplo de extraordinaria fisicalidad, como recordarán quienes lo vieron en la obra Los esmerados, de la coreógrafa Silvina Grinberg, o en su actual trabajo Miedo, dirigido por Ana Frenkel y Daniela Bragone. Otros lo tendrán más presente como el Erdosain de la miniserie Los siete locos o el empleado municipal de Estado de ira, de Ciro Zorzoli. Lo cierto es que su actividad, en realidad, es enorme y diversificada: este año trabajó con Rafael Spregelburd en La terquedad, filmó una película dirigida por Valeria Bertuccelli, está montando con la coreógrafa Eugenia Estévez una obra que se presentará en el FIBA y en agosto estrenará en el Cervantes un unipersonal dirigido por Marilú Marini.
Diego Velázquez nació en Mar del Plata y a los 19 años llegó a Buenos Aires para estudiar cine; pero una experiencia previa con el aprendizaje del teatro lo introdujo en ese mundo en el que terminó permaneciendo. “En Buenos Aires me di cuenta de que cualquier cosa que emprendiera en cine era a muy largo plazo”. Entró entonces en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático.
–Esa formación en una institución oficial, con tres años de carrera, ¿te resultó útil?
–Sí. Por un lado, es una escuela pública y, por lo tanto, gratuita; los programas de estudio abarcan una cantidad de horas de clase que ningún taller privado te daría; además entiendo la formación como un entrenamiento y no es lo mismo estar relacionado con tu actividad cinco días por semana, seis horas por día, que tres horas una sola vez por semana. Tuve materias para mí básicas, aunque a lo mejor para otros actores no lo son tanto, como la técnica vocal; no técnica de canto sino de la palabra hablada. Y finalmente mi vínculo con la danza o con la expresión del cuerpo apareció ahí. Tuve una profesora muy buena, Lía Rueda, con la que descubrí más cosas sobre la actuación que en muchas clases de teatro.
–Al terminar la EMAD, ¿continuaste con algún tipo de entrenamiento en actuación?
–Nunca más; empecé a tomar clases de danza, no para ser bailarín sino por ese cruce que me interesa, para la interpretación, entre el teatro y la danza. Las posibilidades del actor son infinitas pero están reducidas a interpretar situaciones realistas en un living. Me refiero al 90% del mercado en el que uno puede trabajar. –¿Te referís al teatro comercial?
–No solamente. Hay mucho que no termina de explorarse porque los actores no se entrenan regularmente, como lo hace
un bailarín o un músico. Empecé a estudiar con Ana Frenkel y con ella descubrí el contact-improvisation, el yoga, el kungfu. Tuve también otros maestros de danza, entre ellos Eugenia Estévez, en quien encontré algo afín al trabajo de Ciro Zorzoli, mi maestro de actuación.
–Tenés mucha actividad como actor aunque poca en el teatro comercial. –Muy poca. No porque sea prejuicioso sino porque el teatro comercial se rige por una lógica de mercado y las cosas que más me interesan no se corresponden con esa lógica. Hice Cock porque implicaba ser dirigido por Daniel Veronese, a quien no conocía, y trabajar con Leo Sbaraglia, al pero generalmente no la usa.
–¿Cómo elaboraste ese personaje tan bestial?
–La excusa de la obra eran las relaciones familiares y probamos una infinidad de material; con los marcos que proponía Silvina y el imaginario que iba creándose con los compañeros apareció esa versión exagerada de lo que podría ser una cena familiar.
–¿Cómo apareció ese sesgo de brutal padre de familia?
–No lo pensé como un personaje, ni tampoco como algo fuera de mí. Me interesaba que se lo viera como un padre porque no estaba definido como tal, nunca se planteó quién era quién en ese cuadro exacerbado; me gustaba que cada uno pudiera ver aquello que le resonaba.
–¿Y respecto de Miedo?
–Ana Frenkel y Daniela Bragone no tenían un guión sino el interés de trabajar sobre la muerte y sobre algunos relatos relacionados con el tema. Se sumó Esteban Meloni y después de varios encuentros se armó la obra.
–¿Que consiste en qué?
–No sé (se ríe). Me parece que ahora, que llevamos unas semanas haciéndola, estamos descubriendo qué significa la obra para quien la ve. Se da en la sala redonda del Teatro 25 de Mayo, donde ensayamos. Ahora lo tenemos muy cerca y cada espectador la ve desde un ángulo distinto porque la disposición es alrededor de la escena. El sentido de la obra es muy abierto en cuanto a quiénes son estos individuos. Mucha gente piensa que es el mismo tipo desdoblado, otros que son una pareja, otros que son hermanos. No es una obra hermética pero me gusta que requiera un espectador activo.
–¿Ana Frenkel hizo un montaje coreográfico?
–Mucho surgió de lo que fuimos haciendo Esteban y yo. Y luego, sobre esas cosas que aparecieron, se organizaron algunas secuencias de movimiento. En realidad está todo coreografiado pero no hay ningún momento en que pueda decirse “aquí empieza la danza”.
–¿Te hubiera gustado ser bailarín, enteramente bailarín?
–Siempre me gustó bailar pero estoy contento con intentar una singularidad en el intérprete que soy. No sé si hubiera querido ser bailarín. Me gusta ir de un lugar a otro y relacionarme con gente distinta; hoy, trabajar con un coreógrafo y mañana con un director que respeta el texto a ultranza. Y esto de poder defender en espacios distintos lo que pienso del intérprete me hace crear una especie de ética personal. Nunca pienso “esta es una obra más de danza y esta es más de ‘hablar’”; es siempre uno mismo y el propio cuerpo en relación a cosas: la cámara que está aquí o el público que está allí.
–Usás la palabra cuerpo pero no el término “emociones”. ¿Cómo entran en juego para vos las emociones?
–Me da pudor hablar de las emociones; pero sin duda están, sería raro que no formaran parte. Lo que habitualmente aparece es un actor evitando que se vean sus verdaderas emociones o forzando emociones que no son verdaderas. Pero mientras actuás es imposible que no esté pasándote algo. Aceptar lo que está ocurriendo y usarlo como alimento para lo que ponés en juego… creo que es la base de la verdad escénica.