¿Son democráticas las internas abiertas?,
La “encuestocracia” parece estar redefiniendo el sistema de partidos: los candidatos se eligen por su popularidad, no por su capacidad.
En los últimos días las PASO, que se realizarán el próximo 13 de agosto, se volvieron materia de controversia. A falta de competencia interna, aquellas resultan ociosas; sólo sirven para hacer más oneroso el sistema político actual, sin alcanzar su objetivo de democratizar a los partidos. Más allá de esta “corrupción” del sistema, cabe interrogarse si representan un progreso institucional en la afirmación del sistema democrático. Lo que estamos presenciando, en el fondo, no es sino una nueva bifurcación en la sinuosa trayectoria del concepto democrático moderno. Conviene, pues, comenzar haciendo un repaso de cómo este se fue redefiniendo históricamente.
En su origen, el concepto de “democracia” se inscribía dentro de la teoría de las formas de gobierno. La pregunta que organizaba esta teoría era qué parte de la sociedad debía gobernar al resto. La democracia sería el gobierno del “pueblo bajo”, que era lo que designaba el demos. El punto es que la premisa en la que se fundaba esta teoría era que siempre una parte de la sociedad debía gobernar a las otras. La idea moderna de que todos gobernamos y todos somos gobernados al mismo tiempo era extraña para los antiguos, algo inconcebible. El desarrollo del concepto representativo vendría a salvar esta contradicción. Este permitiría que los ciudadanos, supuestamente, aún tras ceder su soberanía a sus representantes, permanezcan en posesión de esta. El ideal republicano clásico que se retoma tras la independencia excluía, sin embargo, esta alternativa. Democracia y representación eran vistas como incompatibles entre sí (el gobierno representativo era considerado entonces como una forma de gobierno mixto, una mezcla de democracia y aristocracia). Y era contradictorio, además, con la idea de un sistema de partidos. El ideal deliberativo republicano suponía el atenerse a lo que era, en cada caso, la cuestión en disputa, excluyendo todo otro tipo de consideración, como si el que propuso tal medida es miembro o no de mi partido. Es decir, la presencia de “partidos” llevaría a contaminar los debates con consideraciones ajenas al caso y que ya ningún argumento podría alcanzar a torcer, dado que las posturas se encontrarían asumidas de antemano, lo cual vaciaría de sentido los debates: estos bien podrían reemplazarse por una negociación entre los jefes de partido.
En el último tercio del siglo XIX este ideal deliberativo habría de disolverse, dando lugar finalmente a la emergencia del concepto de una “democracia representativa”. Aquel se fundaba en una visión homogénea de la idea de “pueblo” que entonces se volvería insostenible. Esta mutación conceptual acompaña un fenómeno notable que se conoció como “fiebre asociacionista”. El conjunto de la sociedad se agruparía en torno a sociedades de la más diversa índole. Este fenómeno tenía implícito un modelo republicano ya distinto al del ágora. Los que se reúnen en estas sociedades no son los “ciudadanos”, esos “hombres sin atributos”, sino sujetos que tratan de bregar colectivamente por los intereses y necesidades específicas a su grupo de pertenencia. La “sociedad civil”, a diferencia de la “opinión pública”, no busca alcanzar un consenso por medios deliberativos, sino armonizar intereses, voluntades y racionalidades singulares. Y esto supone negociaciones de corto plazo. El orden comunal se vuelve así algo siempre precario, que debe ser construido y reconstruido permanentemente.
Es entonces cuando se abre el espacio para la integración de los partidos como parte constitutiva del orden republicano. Estos tendrían la función de dar expresión política a esa diversidad presente en toda sociedad. Sin embargo, junto con la afirmación de la idea de sistema de partidos surgirán también sus críticos. Moisei Ostrogorski denuncia esta mutación política por la que la democracia se vería reducida a una mera “partidocracia”. Las grandes maquinarias políticas capturarían el sistema político y lo controlarían. Y ya no habría forma de alterar dicho sistema sino desde el interior: para hacerlo habría que construir una maquinaria política más grande que las otras, con lo que sólo terminaría reproduciéndose tal sistema.
La institución de las PASO obedece ya a otra lógica política. El principio que lo guía es que un sistema político democrático debería obedecer puntualmente a los dictámenes de la opinión pública. Con ello, la “partidocracia” cedería su lugar a la “encuestocracia”. Su pathos característico es lo que podemos llamar el “síndrome de la cucaracha”, ese auricular por el cual los conductores van recibiendo segundo a segundo los datos de frecuencia de encendido. Si les avisan que una entrevista “mide”, se les indica prolongarla, y tan pronto como el rating cae, se le pide que la corte. La cucaracha impone incluso el contenido de lo que se trasmite, de qué se habla, etc.
Este mismo modelo es el que en estos años preside al sistema político. Lo que gobierna a este es esta lógica del índice de popularidad, la que se les impone a los propios partidos. Sus candidatos ya no son elegidos por cuán bien podrían expresar el programa partidario, sino sólo por cómo miden. Las internas abiertas son la mejor expresión de esta mutación política. Ellas significan la consagración del mismo principio que está por detrás del uso de la “cucaracha”. Lo que se buscaría ahora es expresar puntualmente las orientaciones de la opinión. Suponen, en fin, una entronización de la “encuestocracia”, la cual redefine el concepto mismo de “sistema de partidos”. Si bien este suponía el dominio por parte de las grandes maquinarias, permitía que un pequeño grupo formara un partido y defendiera sus principios aun cuando estos contradijeran las opiniones dominantes en la sociedad. Esto ya no sería posible con el sistema de internas abiertas, o al menos no sería un principio a contemplar en él. El que cualquiera pueda votar en la interna de cualquier partido supone que la mayoría habrá de decidir respecto de qué candidatos debería postularse, y, por ende, imponerle su programa, aunque sea opuesto al que tal partido se proponía defender.
En este nuevo “reino de la opinión”, las propuestas se reformulan, de ser necesario, segundo a segundo, como los contenidos de los programas televisivos, siguiendo los cambiantes consensos en la sociedad. Una consecuencia inherente suya es la imposibilidad de establecer las llamadas “políticas de Estado” o “proyectos de Nación”. Estos habrán sí de invocarse, pero sólo en la medida en que “midan”. Pero lo que mide es su misma invocación, no su realización. Esta última escapa a la lógica de este sistema, que se sostiene sobre fundamentos mucho más efímeros que aquellos que dieron origen a la democracia representativa moderna.
Es probable que este sistema de internas abiertas desaparezca. Los actores políticos en Argentina se mostraron reacios a seguir ese juego. De todos modos, su supresión no alterará ese proceso más general de reconfiguración del modelo republicano de gobierno. Son esos cambiantes consensos sociales los que sirven hoy de sustento al sistema político, y la conducta de sus actores debería ajustarse a ellos. No viene al caso aquí decidir si debemos lamentarlo o celebrarlo. Ellas no son sino un modo nuevo por el que la política moderna intenta dar cuenta de aquella contradicción suya inherente, que consiste en tener que generar permanentemente relaciones fácticas de poder que, sin embargo, no pueden ya admitirse como tales. El actual sistema “encuestocrático” no es sino la deriva más reciente en este errático curso de la democracia moderna.