Esquirlas de la bomba que asesinó a Cardozo.
Federico Lorenz investigó el caso de la montonera que hizo volar al Jefe de la Policía Federal en 1976. Una polémica que reabre los años 70.
El 18 de junio de 1976 una bomba mató al general Cesáreo Cardozo, jefe de la Policía Federal. Había sido colocada bajo su cama por Ana María González, una militante montonera de 20 años que era compañera de estudios de una de sus hijas. La difusión del hecho congeló la imagen de su protagonista como símbolo del terrorismo que decía combatir la dictadura militar y la convirtió en “una figura incómoda, inclasificable o execrable”, de la que “solo hablaron sus enemigos”, dice Federico Lorenz.
En Cenizas que te rodearon al caer, su nuevo libro, el historiador y actual director del Museo Malvinas reconstruye la historia de Anita, como la llamaban, en base a documentos desconocidos y numerosos testimonios, con el objeto de reponer el contexto del que fue desprendida y volver legible al episodio en su época. Entre otros datos, Lorenz revela que González, quien murió en enero de 1977 después de un tiroteo con fuerzas del ejército, había sido detenida y liberada poco antes del atentado.
–Según cuenta en el libro, el proyecto de investigar la historia de Ana María González surgió hace más de diez años. ¿Cómo llegó finalmente a la escritura y por qué en este momento?
–La historia siempre me fascinó. Tenía un contenido dramático muy fuerte y condensaba una cantidad de líneas que servían para entender la época. Me llamaba la atención que no hubiera tenido más ecos que lo publicado en su momento. Si no se la retomaba desde el campo progresista, era una puerta abierta para la críti- ca al conjunto de los avances en la memoria y la justicia porque presentaba una cantidad de aristas difíciles de tomar tanto desde el discurso de los derechos humanos como desde una revisión sobre la militancia revolucionaria en los 70. La diferencia ahora es el contexto. De nuevo hay una revisión bastante superficial, muy atada a la coyuntura, de lo que son los 70: un sobredimensionamiento de la reivindicación que hizo el kirchnerismo y a la vez una exacerbación de quienes quieren correr la línea más atrás de 1985. –¿Cómo interviene el libro en el presente?
–Lo que me interesaba era sacar a Ana de la imagen plana del bombazo, devolverle una dimensión humana. Ubicar un hecho que había sido confinado al rincón de lo inexplicable e innombrable en el lugar de las conductas humanas atentas al análisis histórico. La única forma de entender lo que Anita hizo es volver a situarlo en el momento en que se produjo. Entender, no justificar. En determinado momento ciertas formas de violencia fueron consideradas una herramienta válida para intervenir en política. Si no reincorporamos eso no podemos entender el pasado y nos estamos limitando a la hora de pensar por dónde pasa la política en el presente y cuántas cosas que tenemos naturalizadas son también violentas. La persona que Ana mató fue uno de los planificadores del golpe del 76, pero también lo que el libro muestra es que lo que ella hizo, y lo que hizo Montoneros, no es equiparable con la represalia completamente al margen de la ley de la dictadura.
–¿Qué significa, históricamente, la figura de Ana María González?
–Por un lado, muy brevemente porque su
proyecto político resultó derrotado, fue la figura del militante revolucionario. En la prensa de 1976 es llamativa la enorme difusión del atentado y el énfasis en su persona. Era el modelo de lo que la dictadura decía combatir y por otro aquello que había que reeducar. Anita, una chica de clase media, de zona norte, demostraba, para parafrasear una nota de la época, “los riesgos del aburrimiento y de la excesiva permisividad”. Era un paradigma en términos propagandísticos. El esfuerzo de mostrarla como una joven que desde su lugar elige militar en los barrios y conocer otras realidades sociales enfrenta ese discurso. Es una persona que a los 20 años actúa hasta el final su compromiso, y eso incomoda. Como cualquier situación extrema, trágica, su historia agudiza y obliga a revisar los propios presupuestos, a preguntarnos qué cosas nos indignan y qué hacemos ante ellas. Son preguntas más que molestas en estos tiempos más bien chatos. La gran diferencia entre su mundo y el nuestro es que el mundo de Ana tenía horizontes tan tangibles que hasta se construían como opuestos. Me pregunto, desde los 80 para acá, cuánto se ha abortado esa posibilidad de buscar horizontes y cuánto tuvo que ver la derrota de los proyectos revolucionarios y la escasa reflexión sobre esa derrota. Me cuesta entender qué hay en el presente, más que una situación que parece irreversible en el corto plazo. No creo que rápidamente vayamos a cambiar nada. Para mejor, quiero decir. Más bien basta leer los diarios en el plano internacional y observar un retorno a lo peor de los años 30, sin alternativas.
–La historia plantea también la traición: una joven que se gana la confianza de otra para matar a su padre. ¿Cómo se entiende esa decisión?
–El atentado está al filo de lo inexplicable. Incluso en aquel momento era una discusión difícil de sostener. Lo perturbador, en términos morales, es la traición. En la conferencia de prensa que da Montoneros, ella muestra una dinámica frecuente en la época, la deshumanización del adversario. Es decir, Cardozo no era un hombre sino la cara de la represión. Pero también hay una deshumanización propia para hacer el atentado. Ella sabía que automáticamente se estaba sacrificando. Por eso es tan llamativo, cuando la secuestran previamente al atentado, que los militares dejen correr la información de que era amiga de la hija del general. Ahí hay una gran pregunta: ¿lo dejaron pasar, no lo informaron, cuánto había de competencia entre las fuerzas? La traición es un límite, pero no es el único. Uno podría preguntarse qué habría pasado si en la cama matrimonial hubiera estado también la mujer de Cardozo o si la bomba hubiera tenido más poder. ¿Eso fue evaluado? No tengo forma de saberlo.
–En el libro se señala el silencio de las organizaciones armadas sobre sus propios episodios de violencia. ¿Cómo juega ese factor en esta historia?
–En un primer momento no había espacio para este tipo de historias, salvo para su condena. La primera apropiación que hubo de lo sucedido en los 70 tenía que ver con las violaciones a los derechos humanos. Ahí la figura de los militantes casi no tenía lugar. Los desaparecidos eran un genérico en el cual de lo que menos se hablaba era de su vinculación política, de la causa por la que habían sido víctimas del terrorismo de Estado. Eso cambió gradualmente desde mediados de los 90 hasta llegar a lo que, sin tanto asidero, se define como una recuperación de la lucha armada por parte del kirchnerismo. Con el paso del tiempo hay ciertas acciones de las cuales no se puede hablar: Ana María González, el atentado en Coordinación Federal, por ejemplo, o ciertos ajusticiamientos que también dejan víctimas. Cuando digo “también” soy plenamente consciente de los esfuerzos de algunas organizaciones para equiparar esos asesinatos políticos con crímenes de lesa humanidad o del discurso de Cecilia Pando hablando de los militares detenidos como presos políticos. La cornisa sobre lo que se puede discutir o no en determinadas coyunturas se reduce. Hoy estamos en una coyuntura angosta. Pero si nunca es el momento de hablar algunas cosas, ¿por qué no puede ser este el momento? Si uno se calla le regala argumentos a su antagonista político. Y para mí los antagonistas son los negacionistas y los que relativizan el terrorismo de Estado.